Margaret Atwood fue una de las personas que más celebraron el Nobel a Alice Munro, su gran amiga. Parecidas y distintas, la carrera de esta escritora canadiense muestra un desarrollo más mundano pero tan prolífico como el de Munro. Ahora se publica Chicas bailarinas, su primer volumen de cuentos, perfecta entrada a una forma de narrar que la caracterizaría en muchos otros libros de relatos y novelas.
› Por Laura Galarza
Esa foto dio la vuelta al mundo. Las escritoras canadienses Margaret Atwood y Alice Munro, abrazadas y chocando las copas, festejando el Nobel de Literatura que Munro ganó el año pasado. Atwood es amiga de Munro desde 1969 y también viene siendo firme candidata al premio. Con un perfil diferente, quizá más versátil y conectada con el afuera que su amiga, Atwood nació en Ottawa en 1939 y empezó a publicar a los 27 años, hasta llegar hoy al medio centenar de títulos entre poesía, cuento, novela y guiones para televisión. También escribió A Thematic Guide to Canadian Literature (1972), que se convirtió en un texto clave para entender la literatura de su país; y en 1982 dirigió la revisión del Oxford Book of Canadian Poetry, lo que la colocó al frente de los poetas canadienses de su generación. Ahora, con la reedición de Chicas bailarinas (1977), el primer libro de cuentos escrito por Atwood, a los 39 años, Lumen propone una acertada puerta de ingreso a su obra. Porque Chicas bailarinas demuestra lo asertiva que ya era Atwood en sus comienzos, tanto en el manejo de la prosa como en la estructura casi perfecta de sus cuentos. Y lo que será una marca: la agudeza para desentrañar cuestiones universales a partir de una anécdota irónica. Como ejemplo vale la gran escena de “La tumba del famoso poeta”, donde un matrimonio se va de vacaciones para estar juntos y más enamorados y sobre el final terminan intentando hacer el amor en el último minuto, a las apuradas, porque ya pasa el ómnibus que va a llevarlos de vuelta a casa, a la rutina. Ahora bien, por debajo de ese gran momento –y otros que tiene el libro en su totalidad– Atwood lleva al lector de visita por las profundidades. En este caso, la imposibilidad de volver el tiempo atrás, lo incompatible que puede ser a veces el amor con la verdad.
El libro abre con Cristine, la protagonista de “El marciano”, esa chica que “nunca sería bonita, por más que adelgazase, tosca y de cara rechoncha”, y que un buen día es asediada por un extraño personaje que empieza a mirarla con interés y logra que Cristine se vea a sí misma de otra manera: “Al mirar lo que él miraba, lo veía todo desde una perspectiva distinta”. El pathos de la historia recuerda a “El beso” (el grandioso cuento de Chejov) y con él Atwood deja claro de entrada qué es lo importante a la hora de contar. En “El resplandeciente quetzal”, Edward, el marido de Sarah, es un apasionado estudioso de los pájaros (al igual que fuera en la vida real el padre de Atwood) y como es miope, Sarah le indica por dónde seguir a los pájaros, y con ese artilugio se las ingenia para sacárselo de encima. El relato se tensa a tal punto que el lector entiende que la distancia entre estos dos seres es más que el vuelo de un pájaro. Es una distancia irremediable: “Sarah especulaba acerca de cómo habría hecho aquel viaje si Edward hubiese muerto oportunamente. No es que le deseara la muerte, pero no imaginaba cómo podía desaparecer de otro modo. Edward era omnipresente, impregnaba toda su vida como una especie de olor”.
En “Historia de un viaje” todos envidian el trabajo de Annete: visitar lugares paradisíacos para escribir folletos turísticos. Hasta ese viaje en donde ella advierte que falta una letra en el bordado sobre la parte exterior del bolsillo en el avión, “SALVA IDAS”. Y ese viaje cambiará la historia de todos los que allí se van de vacaciones “como si desearan creer que quedaba un lugar en el mundo donde todo estaba bien, donde no ocurría nada desagradable”. Así trabaja Atwood: alrededor de un detalle, sobre lo que falta, cargándolo de humor y dramatismo en partes iguales.
“Tengan cuidado, deseo escribir, existe un futuro”, dice la voz de “Joyería capilar”. Y esa frase –casi una declaración, una pancarta– podría caberle a Atwood como un saco que calza sin frunces, tanto en el momento que escribió estos cuentos, como en la actualidad. Porque Atwood, a los 74, además de ser una tuitera constante y sacar novelas por entrega para redes sociales como Wattpad, escribe sin parar. Lo más reciente, Stone Matters, una compilación de relatos sobre viejos que se ríen de sí mismos; y en 2013, la novela MaddAddam, última entrega de su trilogía, que comenzó con Oryx and Crake (2003) y The Year of the Flood (2009) donde se cuenta la historia de un grupo de sobrevivientes de una plaga causada por experimentos de laboratorio. La novela tuvo gran repercusión en la crítica, que la comparó con La carretera de Cormac McCarthy y Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Estas temáticas de fin del mundo ligadas a una mala administración de los recursos del planeta conecta con el otro costado de Atwood: su militancia por las causas ambientales, que tiene su origen en su infancia ligada a la naturaleza y a un padre zoólogo. De hecho, el dinero que recibió al obtener el Booker Price 2000 por El asesino ciego lo donó enteramente a ONG proteccionistas. Y resulta curioso descubrir que la única vez que Atwood vino a la Argentina, en 2008, no lo hizo en calidad de escritora sino como representante de BirdLife International, entidad que preside con su marido, el escritor Graeme Gibson. Entonces hizo declaraciones como ésta: “Es probable que las cucarachas tengan un futuro color de rosa. Pueden vivir prácticamente en cualquier parte. Las bacterias anaeróbicas que viven en el azufre submarino también prosperarán. En cuanto a nosotros, necesitamos aire puro, alimentos que no estén envenenados, agua sin contaminar y un clima que no sea demasiado frío ni demasiado cálido. ¿Cómo nos va a ir en los próximos 50 años? El tiempo lo dirá”.
Atwood bien podría ser una protagonista más de sus historias. Una chica bailarina como las del relato que da nombre al libro. Chicas bailarinas capaces de elevar la mirada por sobre el límite impuesto –por el afuera, los otros, el destino– y dar un giro sutil. Sutil, porque la escritura de Atwood no hace aspavientos, pone el ojo en algo pequeño, pero visto desde una perspectiva novedosa, desprejuiciada, como si las situaciones, de pronto, pudieran mirarse patas para arriba.
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