La situación de las mujeres, sobre todo trabajadoras, de su tiempo fue una de las preocupaciones de Alfonsina Storni que aparecen reflejadas en las crónicas de Un libro quemado. Lejos de los prejuicios de varios de sus colegas, como también de los estereotipos de la poesía femenina, estos artículos publicados entre 1919 y 1921 arrojan más luz sobre una figura literaria siempre atractiva.
› Por Susana Cella
Alfonsina Storni es, desde hace bastante tiempo, una de esas figuras emblemáticas cuando se trata de hablar de la “poesía femenina”, de la relación directa entre los datos biográficos y la escritura (valga destacar el suicidio, mito que agrupó a escritores de muy distintas poéticas y proyectos literarios y que incluyó a Alfonsina por haberse suicidado en Mar del Plata en 1938), o de una obra poética que se sitúa entre la declinación del modernismo hispanoamericano y la emergencia de las vanguardias. En los años en que le tocó vivir (había nacido en Suiza en 1892), sus actos y sus elecciones se toparon con normas, escritas y no escritas, pero en ambos casos muy incidentes, respecto de los derechos de la mujer. Desempeñó tareas como empleada, incursionó en el teatro, lo cual para la época se vinculaba peligrosamente con la indecencia, fue maestra y periodista, es decir, capaz de ganarse el sustento de manera independiente, pero sobre todo –escándalo para entonces– tuvo un hijo sin casamiento mediante.
Alfonsina escribió una serie de muy interesantes notas –menos mencionadas que su lírica– en diarios y revistas como Caras y Caretas, Mundo Argentino, La Nota o La Nación. De estas entregas como cronista y columnista surgen agudas observaciones respecto del contexto y de la situación de la mujer en esos tiempos, sin que prevalezca la queja o la melancolía, sino una forma de polémica respecto de usos y costumbres, subrayada por ingeniosos comentarios que analizan todo un imaginario que involucraba a hombres y mujeres.
“La maestrita que escribe versos”, como la definió algún académico, la “partidaria del susto”, según Borges, inició su obra poética en 1916 con La inquietud del rosal, que le depararía opiniones adversas tanto en el plano moral como en el literario. Sin embargo pudo contar con el apoyo y aun la amistad de algunos escritores con los que se vinculó, por ejemplo, en las redacciones. Entre ellos, Roberto Giusti, José Ingenieros, Manuel Ugarte, el mexicano Amado Nervo, los uruguayos José Enrique Rodó y Juana de Ibarborou, integrante junto con Storni y la chilena Gabriela Mistral de la trilogía de grandes mujeres poetas americanas de las primeras décadas del siglo XX.
Con motivo del sesenta aniversario de su muerte, Mariela Méndez, Graciela Queirolo y Alicia Salomone publicaron en 1998 un conjunto de artículos periodísticos de Alfonsina (Nosotras... y la piel). La actual recopilación, que titularon Un libro quemado, es la continuación de aquella primera difusión del paso de Storni por el periodismo. El título surge de uno de los artículos publicados por Alfonsina en La Nota, el 27 de junio de 1919. Alude allí a la tradición de mujeres que mucho antes de emplazada la denominación de “feministas” sufrieron “el prejuicio antifeminista”, enfrentado y padecido por escritoras tan prominentes como Santa Teresa de Jesús, cuando por sus comentarios sobre el texto bíblico El cantar de los cantares fue obligada por su confesor a quemarlo. Los restos de “las maravillas literarias que contenía” y que fragmentariamente pudieron salvarse dejan ver que “una gran obra literaria ha sido perdida para el espíritu humano”.
El libro quemado es entonces evidencia de que todo lo que no sólo por afán misógino –que Alfonsina remonta a las Sagradas Escrituras– sino también por la represión a quienes cuestionaban ortodoxias, merecía ser destruido y olvidado. Pero “el prejuicio antifemenino” continuó –de hecho Alfonsina está escribiendo sobre la situación que le era contemporánea– cuando muchas concepciones respecto del lugar de la mujer, de lo permitido o prohibido para ellas, seguía vigente en el esquema liberal que, si bien rechazaba las prácticas inquisitoriales, no se privaba de establecer las propias censuras, como la asignación de espacios de escritura. Así, por ejemplo, las secciones “Feminidades” en La Nota o “Vida femenina” en La Nación. Alfonsina supo aprovecharlas para de algún modo subvertirlos desde dentro “mediante diversas estrategias del discurso”, según se dice en el prólogo, usando “la ironía, la sátira, la parodia y la construcción de un narrador que muchas veces enmascara su rostro (Tao Lao)” y que firma varias notas.
Como aquellos párrafos de Santa Teresa, salvados del fuego, en esta selección se recupera una expresión peculiar de Storni –muy diferente de su lírica y muy alejada de los estereotipos en que se la encasilló– al delinear episodios, emitir opiniones políticas, contar breves historias, describir distintos tipos femeninos y masculinos con la finalidad de intervenir respecto de cuestiones como el voto, la organización familiar, las profesiones, los derechos laborales, los deseos y sentimientos.
Las notas reunidas en este libro –publicadas entre 1919 y 1921 en La Nota y La Nación– fueron agrupadas según el abanico de asuntos que encaró Alfonsina: demandas de derechos (“Modelando feminismos”), tipología de mujeres (“Urbanas y modernas”), cuestiones literarias (“Lectoras y escritoras”), profesiones y empleos (“Mujeres que trabajan”), los hombres (“Masculinidades”), hábitos y entidades (“Rituales e instituciones”).
Si bien las modalidades de escritura varían según conviniera mejor a lo tratado (artículo de opinión, carta, retrato, descripción, relato, diálogo), el común denominador es la toma de posición y una visión crítica que también se dirige a las mujeres, y vale el plural, porque no se habla de la mujer en abstracto sino de concretas señoras y señoritas, desde aquellas que buscaban un marido para solucionar sus problemas económicos, hasta las que ejercían distintas tareas o las que esforzadamente estudiaban, como las que aparecen en la crónica titulada “La normalista” (es decir las alumnas de escuelas normales), donde se las muestra a través del relato de un sueño del narrador (Tao Lao) durante el cual escucha las opiniones de “el papel”, “el (idioma) francés”, “un árbol del jardín botánico”, “un funcionario público”, “la masa popular” y la propia normalista; el humor que asoma en estas descripciones, lejos de atenuar la difícil condición de esas jóvenes, la destaca. De igual modo juega la presencia de detalles (atuendos, ambientes, semblantes, etc.) y las sutiles imágenes provistas por la autora para referirse a lo puesto en cuestión desde el inicio: “¿Existe un problema femenino?”, para responder que no existe un “problema femenino” sino un “problema humano”.
Aparece entonces, lejos de una dicotomía entre mujeres y hombres, la mostración de un estado de cosas que tiene que ver con la organización social, los prejuicios y puntuales hechos. No se trata de un esquemático estudio de mujeres portando per se una carga positiva, sino de una crítica a un sistema que asigna roles, entre los que figuran los concernientes a las mujeres según actividades y condición económica. Al referirse a las carboneras dice Alfonsina: “Nos sospechamos que en la gran urbe hay una cantidad respetable de deliciosas carboneritas que se pasan el día llenando bolsas con el incómodo elemento, pero que, solicitadas por la curiosidad oficial del censo, han negado su profesión en un discreto pudor femenino de índole estética”. Zurcidoras, decoradoras y otras “mujeres que trabajan” vistas como “heroínas”, se contrastan con el “Tijereteo” o conversación trivial en el “saloncito de señoras de una confitería central, una mesita rodeada de damas jóvenes, elegantes perfumadas...” con aspiraciones artísticas.
Estas crónicas son quizás el mejor testimonio que pudo dejar la poeta Storni respecto de un tema que en vida y obra nunca le fue ajeno.
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