Un colegio religioso en el comienzo de la década del setenta es el escenario tan propicio como insólito para la representación de una obra de Arthur Miller que va a poner en escena ni más ni menos que el futuro que está por caer encima de todos los protagonistas. Con un fuerte tono poético y un registro intimista, María Rosa Lojo viene a completar su propio álbum de familia con Todos éramos hijos, una novela donde ficción y autobiografía se superponen, se complementan y buscan una síntesis superadora del desgarro generacional.
› Por Sebastián Basualdo
Ya sea por un arraigado compromiso que asume la forma de un deber moral, o acaso simplemente por estar en el lugar exacto y en el momento oportuno –la mera contingencia–, lo cierto es que no hay acto heroico, sino que es a partir de la mirada de un tercero que juzga, da sentido, ordena y valora según los cánones de una época. Y esto es lo que hace María Rosa Lojo de manera magistral en su última novela, Todos éramos hijos, mediante Frik, una adolescente tan sensible como inteligente que parece estar destinada a una sola cosa: vivir lo suficiente para narrar algún día lo que significó ser joven durante aquellos complejos años setenta desde una perspectiva tan íntima como lúcida en la progresión de su conciencia histórica. O para decirlo desde sus propios términos: “¿Y si uno pudiera colocarse fuera de la Historia? ¿Mirarla como un espectáculo artístico? ¿Escucharla como se escucha una composición que parece caótica y extravagante, hasta encontrar las claves y rescatar los hilos melódicos de fondo?”.
El punto de partida es un grupo de teatro que organiza la profesora Elena Santos junto al padre Juan Aguirre en el Colegio Sagrado Corazón de Castelar, donde se difundirían las conclusiones del Concilio Vaticano II, los documentos de Medellín de 1968 y los principios de la Teología de la Liberación. En ese contexto surge el proyecto de representar Todos eran mis hijos, de Arthur Miller. El poder de la literatura irrumpe, moviliza, despierta la conciencia de muchos jóvenes que pronto van a inclinarse a la militancia y María Rosa Lojo, con su habitual prosa poética y un manejo de la técnica narrativa verdaderamente notable, logra hacer confluir el gran entramado discursivo de aquellos años para generar una especie de mapa genético de una generación que dio la vida por una causa mientras era atravesada por todo tipo de discursos, desde el político y religioso, pasando por el literario y familiar. “Dentro de mi producción, tanto Arbol de familia como Todos éramos hijos son ‘novelas de la memoria’. Frente a otras como La princesa federal o Finisterre, claramente instaladas en el siglo XIX, y apoyadas en relatos literarios e historiográficos, o relatos de memoria como diarios, autobiografías, pero distantes. En este caso trabajo con una memoria cercana, personal y familiar. Pude apelar a experiencias de las que fui protagonista o testigo, o que me llegaron a través de versiones orales.”
Hay otro lazo entre los dos libros: la familia nuclear de las historias es la misma. La mirada de Rosa (o Frik, su sobrenombre escolar en Todos éramos hijos) une todos los relatos en los dos libros, y en ambos están sus padres: Ana y Antonio, y su hermano Fito. Pero si en la primera novela la narradora es muy elusiva con respecto a sí misma, en la segunda, a través de una tercera persona desdoblada, que se instala en Frik adolescente y en Frik adulta, se narran la adolescencia y la primera juventud del personaje y se avanza en su intimidad y sus conflictos.
Hay un trabajo muy original en la novela sobre la concepción de la literatura como discurso formativo y liberador. Y no solamente por la obra de Arthur Miller que le da título al libro, sino también por las lecturas que aparecen con improntas muy fuertes, me refiero a Hermann Hesse o James Hilton, por ejemplo.
–Es muy exacta la observación sobre la índole de las lecturas literarias de Frik y de sus amigos. No son para ellos distractivas ni eruditas, sino elementos formadores de identidad y disparadores de acciones concretas también. Se habla mucho de la militancia de mi generación, se pone el foco en la lucha armada que algunos sectores de ella llevaron a cabo, pero no se piensa tanto quizás en el papel crucial que para nosotros jugaron los libros. Frik lee para aprender a vivir, para saber quién es ella misma. Es cierto que la lectura en aquellos tiempos daba prestigio y en cierto modo estaba de moda, pero para los personajes de la novela resulta una verdadera urgencia existencial. Los libros son sus brújulas, aunque por supuesto no ofrecen recetas hechas. Más bien les proponen modelos diversos de exploración de la vida.
La literatura establece un lugar en la utopía para los jóvenes y al mismo tiempo propicia el diálogo con la generación anterior, los padres sobre todo, como ocurre en la última parte de la novela donde Frik mantiene esa conversación tan intensa con su madre muerta.
–Sí, es verdad. Esa idea estaba ya en Arbol de familia, cuando Rosa recorre la biblioteca de la madre para tratar de encontrarse con ella en las páginas que ambas transitaron, aunque las dos, piensa, las hayan leído seguramente de distinta manera. La obra de teatro final recoge y sintetiza todo el poder configurador y polisémico que el teatro tiene en el libro. Estamos en el gran teatro del mundo, representamos una obra improvisándola como podemos. No hay texto previo, lo hacemos sobre la marcha, y algunos quedan en el camino. Ese texto: “Casandra-Frik habla con los muertos” es la única oportunidad para reunir los pedazos rotos, los eslabones sueltos, los fragmentos que el desencuentro de la tragedia personal y colectiva dispersó. Ese espacio simbólico, virtual, imaginario, realiza el milagro de reencontrar a los vivos con los compañeros desaparecidos que podrían ser sus hijos, y con padres muertos que ahora serían casi sus hermanos, porque ellos envejecieron también. Ese encuentro repara, porque abre las puertas de la comprensión. Por eso Frik le dice a su madre suicida que no quiere perdonar ni condenar, sino sólo, y nada menos, entender.
La obra de Arthur Miller despierta en los jóvenes del Colegio Sagrado Corazón una fuerte conciencia social. A partir de entonces comienzan a enfrentarse distintos discursos. ¿Creés que en un principio esto sucede desde una perspectiva generacional y fuertemente politizada, pero luego va decantando hacia el plano íntimo, asumiendo la fuerza de un reproche hacia los adultos?
–Es que aquellos años supusieron muchas veces, y ante todo, una discordia profunda dentro de las familias. Por eso lo que se plantea en la novela no es un enfrentamiento de mundos o de personas que no tienen nada que ver entre sí, sino una grieta a veces abismal en el espacio íntimo, que corta la cadena de la transmisión de valores. Los jóvenes ya no piensan como pensaron sus padres, no comparten sus creencias ni los que consideran sus prejuicios. Esos padres, exitosos o respetables para la opinión común, les parecen culpables de haber gestado o permitido un mundo hipócrita e injusto, sin hacerse cargo de sus desigualdades, carencias y miserias. Una actitud que responde en buena medida al giro de la Iglesia después del Concilio Vaticano II, que muchos religiosos jóvenes, y parte de sus alumnos, asumen con fervor.
¿Creés que para los jóvenes nacidos durante la democracia, Todos éramos hijos les va a permitir reconocer grandes victorias de aquella generación que no han sido muy tratadas?
–Hubo que pelear mucho por algunas conquistas, no vinieron regaladas. A un chico nacido en el presente le parecerá legítima una familia con dos padres o dos madres. Pero en ese momento ni siquiera la concepción revolucionaria contemplaba un cambio semejante; desde ese lado la homosexualidad solía verse más bien como una secuela de la decadencia burguesa que era necesario “sanear”. Y a veces eso se hizo de manera muy cruel. Fueron los homosexuales mismos los que, con mucho coraje y persistencia, lograron finalmente el respeto que merecían y encontraron eco. Tampoco la posición de las mujeres era igual que hoy. Estaban lejos de ser protagonistas en la vida profesional, y a menudo eran vistas como apéndices de sus maridos. No es casual que tanto el padre gorila como el tío peronista ortodoxo de Silvia Mancini consideren, en la novela, que ella se ha metido en la militancia montonera por seguir a su novio Esteban, y ambos tratan de que lo deje, mientras ella insiste en que tiene sus propias convicciones.
¿Todos éramos hijos es una novela para las aulas del colegio secundario? Lo digo porque establece un diálogo generacional. Pienso en esa charla que tiene Frik con su amigo Esteban, el momento en que le dice: “Qué gracioso, los dos fuimos malos hijos de los padres que nos tocaron, y a los dos nos jodió el padre que elegimos”.
–Mientras escribía el libro pensé en mis contemporáneos, pero muy especialmente en los jóvenes como sus destinatarios posibles. Me alegra que se perciba así. Tengo tres hijos que ya pasaron el secundario, y con los que hablé muchas veces de esta época. En parte esas charlas me llevaron a pensar en la necesidad y por qué no en el deber social de escribir una novela que recogiera esa experiencia. Los chicos militantes de los ’70 fueron juzgados, según la perspectiva, como locos sanguinarios, o como héroes sublimes inigualables, en su valentía y su capacidad de sacrificio, para las generaciones siguientes. Lo más cercano a una verdad, como siempre, está en los claroscuros. Se jugaron, sufrieron y también se equivocaron, en un clima histórico acelerado y tumultuoso, de cambios violentos, donde la revolución se veía como algo inmediatamente realizable y al alcance de la mano. Les faltó perspectiva y era lógico: empezaban a vivir, no pudieron calibrar la magnitud del poder que enfrentaban, ni el papel que les tocaba jugar en la estrategia de Perón. No calibraron tampoco que, como dice el padre de Frik, un republicano gallego, “no siempre dar la vida basta o sirve”, y que hubiera sido mejor guardarla, y luchar, aun con las limitaciones y los tiempos de espera, hasta poder construir una democracia viable. De todas maneras, en aquel tiempo la Historia fue un tsunami que se llevó todo puesto. En ese diálogo con Frik, Esteban habla de él mismo y del padre Mugica, que llamó a dejar el fusil y tomar el arado después del retorno de Perón. Y aun así, como otros religiosos, pagó con la vida su testimonio.
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