Dom 19.10.2014
libros

LOS VENENOS

La voz de un chico que guía a una mujer en medio de una situación límite es el punto de partida del nuevo libro de Samanta Schweblin, cuento largo o nouvelle donde la literatura parece a su vez buscar la contaminación con un tema de actualidad social y urgente: los agrotóxicos y su influencia sobre la salud de la población.

› Por Angel Berlanga

Son como gusanos.

Desde el principio está esa voz, así, en bastardilla: es la primera línea del libro. Como gusanos, en todas partes. Sí, en el cuerpo. Se cree saber que esa voz es la de un chico y que guía una búsqueda en un diálogo con una mujer que está en un sitio oscuro, en una cama de sábanas ásperas, en la que el cuerpo no le responde. Por los gusanos. Hay que ser paciente y esperar. Y mientras se espera hay que encontrar el punto exacto en el que nacen los gusanos. ¿Por qué? Porque es importante, es muy importante para todos. Se instala, de movida, un contraste entre lo que será una persistencia motora, la importancia de encontrar el punto exacto en una encrucijada en la que el tiempo además se está agotando, y el misterio de la procedencia de esa voz: ¿es de ultratumba, es de alguien real, es una construcción delirada de alguien que agoniza y busca organizar qué le está pasando? Con ese horizonte, entonces, Amanda se larga a reconstruir los hechos y el lector sabrá que ha ido a pasar unas vacaciones junto a su hijita a una casa de campo, a diez cuadras de un pueblo y a cuatro horas y media de viaje de Capital, y que enseguida se encuentra con Carla, que vive en ese sitio y le cuenta su propia historia: una tarde, seis años atrás, perdió de vista a un padrillo que le habían prestado a su marido; al poco lo encontró tomando agua de un riachuelo y, para agarrarlo, dejó unos momentos a su hijo de tres en el suelo. Tras conseguir sujetar al caballo descubrió que el pibito había metido los pies en el agua, que se llevaba las manos a la boca y que a un metro de distancia había un pájaro muerto. Una señal que está en la portada de Distancia de rescate: el ave que picotea entre espigas y espoletas (de granadas). Una señal que preanuncia el colapso que sufrirá el caballo. Y el chico. Que es quien le habla en bastardilla a la narradora. El chico sabe de lo que habla y qué busca, pero es como si lo hiciera escindido del que es ahora, como si hablara desde otra dimensión.

Un cuento largo, más que una novela, ha dicho Samanta Schweblin en algunas entrevistas: es así. Como en los relatos de su libro anterior, Pájaros en la boca, los engranajes narrativos funcan de maravilla: la anomalía en lo hipotético normalito, el manejo temporal (en el que todo parece a la vez un presente y otra cosa, más allá o más acá), la veta irreal (el alma del chico que parece bifurcada), el crescendo del suspenso, un punto terrorífico: qué pasa y qué pasó, por qué, a quiénes alcanza el suceso y cuáles son o serán sus secuelas exactamente, en qué consiste ese punto exacto. La expansión del texto, la proximidad a lo que sería una nouvelle, propicia el desarrollo dramático de un tema que aborda con un puñado de personajes situados en un pueblo en el que abundan las señales y que, ya en proyección, conecta con un asunto ominoso en buena parte del país: las consecuencias de los agrotóxicos en el cultivo de transgénicos, de su uso masivo y en muchos casos sin control, asociados a la producción monsanstruosa de soja y las historias de malformaciones genéticas, intoxicaciones y otras calamidades, historias de las que surgen evidencias aquí y allá y que, sin embargo, no alcanzan a calar profundo en las agendas periodísticas masivas ni en las conciencias. Ulceras en la piel, vómitos con sangre, abortos espontáneos, chicos de cabezas enormes, animales que se mueren. Y David: así se llama el chico. Ya se sabe contra quién pelea, su tamaño.

(Un apunte sobre los pájaros, cierta convergencia. En el cuento que da título al libro anterior –en cuya portada también hay un ave que espichó, esta vez dentro de una jaula–, una adolescente se encierra y se alimenta exclusivamente de pajaritos que se come vivos. Asunto que alarma a los padres, claro. Y en ese relato hay una escena que parece replicarse en Distancia de rescate: un padre que, ante la impotencia de no alcanzar a entender qué pasa con su hija ni a resolver una anomalía grave, golpea furioso una mesa, con el consiguiente salto de los objetos que están sobre esa mesa. Fin del apunte.)

Es notable en el libro el entrevere entre la literatura y lo sociopolítico, las secuelas del agronegocio y cierta etnografía, que consigue Schweblin. Un entrevere que puede leerse, a la vez, como una discusión interna. Porque si por momentos el relato sugiere un subrayado entrelíneas hacia un esbozo de militancia por una causa (como acaso no se haya visto en las ficciones de la autora), en otros tramos la literalidad de algunos diálogos aparece como una reafirmación ex profeso de esto mismo: no, qué literatura, qué narración: lo central aquí es ir al punto exacto, detectar lo importante, lo importante para todos, porque queda poco tiempo. Así que David interrumpe a Amanda muy seguido con estos imperativos, y en determinados momentos se interesa especialmente por la observación de los detalles. Una pesquisa urgente sobre el relato de alguien que está en el borde para detectar eso, en qué momento y con qué se produce el envenenamiento, los gusanos. Estás confundida y eso no es bueno para esta historia, le dice a Amanda la voz, cuando ella se detiene en algunos detalles; otros, en cambio, son muy importantes: cuando la mujer refiere a la “distancia de rescate”. Contame más, dice esa voz, ¿cuándo empezaste a medirla? Esa distancia, la que da título al libro, es la que constantemente calcula la madre respecto de su hija: ¿en qué contexto está, qué riesgo podría estar latente, a cuántos metros estoy como para rescatarla, cuánto tardaría en llegar? Es algo heredado, algo que viene por generaciones. Un instinto razonado. Pero ante un peligro de éstos, invisible, invisibilizado, ¿cuán efectivo podría ser ese cálculo? Esa voz detectó que el amor y el instinto que laten en ese lazo suman mucha carga simbólica a lo que se empeña en develar, en poner en evidencia; también podría pensarse que suma a la causa el hecho de que Amanda y su hijita vivan en Capital, una gran ciudad, lejos de donde ocurren esas cosas, donde “coches y más coches cubren cada nervadura del asfalto”, donde acaso se lea (más) este libro. No pueden escribir, casi ninguno de ellos –le dice David a la narradora, mientras le enseña una sala de espera a la que van los chicos envenenados–. Algunos saben, llegaron a aprender, pero ya no controlan bien los brazos o ya no controlan su propia cabeza, o tienen la piel tan fina que, si aprietan demasiado los lápices, terminan sangrándoles los dedos.

Distancia de rescate. Samanta Schweblin Literatura Random House 124 páginas

El punto exacto, queda poco tiempo. La voz bien podría ser la que guió a Schweblin para escribir este libro. ¿Novela, cuento largo, nouvelle? Eso no es lo importante.

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