Cuando Chimamanda Ngozi Adichie llegó a estudiar a los Estados Unidos desde Nigeria se encontró con un relato único sobre el continente africano, el de una catástrofe sin fin ni matices. En contra de ese discurso entre la ignorancia y la corrección política, se erigieron sus novelas y cuentos hasta convertirla en una joven y famosa promesa literaria. Ahora, con Americanah, su tercera novela y el primer libro suyo que se publica en Argentina, continúa la tarea de articular una visión desprejuiciada sobre la cultura afrodescendiente para abrir un debate en el campo del progresismo y el feminismo norteamericanos.
› Por Mariana Enriquez
En el último año cruzó la línea que separa a los escritores exitosos y reconocidos de los escritores famosos. Y lo hizo de manera espectacular. El más reciente logro quizá sea el más modesto y eso a pesar de que es importantísimo: fue incluida en la antología promovida por la Unesco Africa39, el seleccionado de los mejores 39 autores africanos menores de 40 años. El prólogo del libro es del enorme Wole Soyinka, Premio Nobel de Literatura, nigeriano y primer africano galardonado por la Academia sueca. Poco antes, su nuevo libro, Americanah, ganó el National Book Critics Circle Award, una sorpresa porque el número puesto era la muy publicitada novela El jilguero, de Donna Tartt –para tener una idea de la importancia de este premio, hay que decir que antes se lo llevaron 2666, de Roberto Bolaño, Austerlitz, de W. G. Sebald y también lo habían ganado John Cheever, Alice Munro, John Updike y Philip Roth–. Y, en diciembre de 2013, la superstrella Beyoncé sampleó parte de la conferencia “Todos debemos ser feministas” –que dio para TED en 2012– en su canción “Flawless”, lo que desató un debate sobre el feminismo en todo Estados Unidos y dio a conocer a todo el mundo a la joven escritora nigeriana, que acaba de cumplir 37 años.
Chimamanda Ngozi Adichie nació en una familia igbo y creció en la ciudad universitaria Nssuka, donde está la Universidad de Nigeria, la primera autónoma del país, fundada en 1955. Su madre hizo historia ahí: fue la primera mujer en ocupar la jefatura administrativa de la universidad. Su padre era docente, profesor de estadística. Criada en el campus, Chimamanda fue la única de sus seis hermanos que no se decidió por una carrera “segura”: mientras los demás prefirieron estudiar medicina o derecho, ella abandonó después de un año y medio de farmacología y a los 19 años se mudó a Estados Unidos para estudiar Comunicación y Ciencias Políticas en Filadelfia. Como hija de la clase media alta acomodada del sur de Nigeria, la llegada a Estados Unidos fue muy impactante. Años más tarde desarrolló basándose en este primer choque cultural su texto “Los peligros de un único relato”, donde dice: “Cuando recién llegué a EE.UU., mi compañera de cuarto estaba muy impresionada conmigo y me preguntó dónde había aprendido a hablar inglés tan bien. Quedó confundida cuando le dije que en Nigeria el idioma oficial resultaba ser el inglés. Me preguntó si podría escuchar mi ‘música tribal’ y se mostró por tanto muy decepcionada cuando le mostré mi cinta de Mariah Carey. Ella pensaba que yo no sabía usar una estufa. Me impresionó que ella sintiera lástima por mí incluso antes de conocerme. Su posición por omisión ante mí, como africana, se reducía a una lástima condescendiente. Mi compañera conocía una sola historia de Africa, una única historia de catástrofe; en esta única historia, no era posible que los africanos se parecieran a ella de ninguna forma, no había posibilidad de sentimientos más complejos que lástima, no había posibilidad de una conexión como iguales... Crecí bajo regímenes militares represivos que daban poco valor a la educación y mis padres a veces no recibían sus salarios. En mi infancia, vi la jalea desaparecer del desayuno, luego la margarina, después el pan se hizo muy costoso, luego se racionó la leche; pero sobre todo un miedo político generalizado invadió nuestras vidas. Todas estas historias me hacen quien soy, pero considerarlas únicas seria simplificar mi experiencia. Es cierto que Africa es un continente lleno de catástrofes. Pero hay otras historias que no son sobre catástrofes y es igualmente importante hablar sobre ellas”.
De muchas maneras, Americanah, el primer libro de Chimamanda Ngozi Adichie editado en Argentina, se trata de cómo desarticular ese “relato único”: a través de Ifemelu, una joven nigeriana que estudia en Estados Unidos, se habla de raza, política, inmigración, literatura. Y todo en una trama aparentemente sencilla, una historia de amor entre Nigeria y Estados Unidos, entre Ifemelu y su novio de adolescencia Obinze, en la que se cruzan una tía amante de un general del gobierno militar, la militancia pro Obama, padres escandalizados que desde Lagos no quieren que la hija inmigrante tenga un novio afroamericano porque “¿hay necesidad de salir con un descendiente de esclavos?”, amigas blancas bienintencionadas que no saben nada de geografía y largas disquisiciones sobre qué hacer con el pelo afro además de extensas visitas a peluquerías que, lejos de ser una frivolidad, dan justo en el centro de lo que se espera estéticamente de una mujer negra, de la perversa idea de belleza que disciplina los cuerpos y las cabelleras diferentes.
Americanah también tiene una opinión sobre la literatura, que si bien es puesta en la voz de Ifemelu, se puede intuir que el personaje la comparte con Chimamanda. Escribe cuando habla de Blaine, su novio ultraprogre, norteamericano y universitario: “El estaba convencido de que ella llegaría a aceptar que las novelas que le gustaban a él eran superiores, novelas escritas por hombres jóvenes, o tirando a jóvenes, y rebosantes de cosas, una aglomeración fascinante y confusa de marcas y música y comics e íconos, pasando por las emociones de refilón, y donde cada frase era consciente de su propia elegancia. Ifemelu había leído muchas, porque él se las recomendaba, pero eran como algodón de azúcar que se evaporaba muy fácilmente en la memoria de su lengua”.
Chimamanda Ngozi Adichie, en efecto, no tiene nada que ver ni con los escritores posmodernos e ingeniosos de la escuela David Foster Wallace ni con los jóvenes de la alt-lit –aunque en Americanah la protagonista es, además, una blogger–. Dice: “Yo escribo ficción realista. No creo que el arte y la política o las cuestiones sociales deban estar separados. Si escribo sobre un matrimonio, el dinero puede ser un factor decisivo, y el dinero está relacionado con el ingreso, y el ingreso con la política”.
La política y la guerra en Nigeria son el tema de su segunda novela, Half of a Yellow Sun (2006), editada en español como Medio sol amarillo. El sol es el de la bandera de Biafra: entre 1967 y 1970 las provincias del sudeste de Nigeria eligieron la secesión y esto dio comienzo a una guerra civil tristemente famosa por la espantosa hambruna que aceleró la rendición biafrana. Para muchos políticos e intelectuales nigerianos, en esa contienda civil está el origen de todos los problemas que sigue arrastrando el joven país, especialmente los conflictos entre los pueblos hausa, fulani, yoruba e igbo –conflictos que estuvieron en la base de los golpes militares previos a la secesión–. Para escribir Medio sol amarillo, CHNA entrevistó a sus padres, a familiares, a veteranos: sus abuelos murieron en un campo de refugiados, la familia de su madre lo perdió todo. La novela, escrita cuando tenía 29 años, tiene tres narradores: Olanna, una joven de clase alta en pareja con un profesor e intelectual notable de Nsukka; Ugwu, su empleado, un chico criado en una aldea, y Richard, un periodista británico que está enamorado de la extraordinaria Kainene, la hermana de Olanna. Cada punto de vista es poderoso, el retrato desde adentro de los vericuetos del derrumbe de las clases acomodadas poscoloniales es fascinante y la potencia para narrar la desesperación y la violencia revela a una narradora asombrosa. Pero ella, dice, sólo quería que les gustara a dos personas: a su padre y a Chinua Achebe. A su padre le encantó. Chinua Achebe, el mejor escritor nigeriano de todos los tiempos –murió antes de que se le diera el Nobel, fue siempre candidato–, autor del gran clásico africano del siglo XX Todo se desmorona, le mandó una carta y dijo: “Usualmente no asociamos la sabiduría con los principiantes, pero aquí hay una escritora joven que tiene el don de los antiguos narradores. Además, desconoce el miedo, de otra manera no se hubiera atrevido a meterse con el intimidante horror de la guerra civil nigeriana”.
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