Dom 14.12.2014
libros

PANTALLAS Y ESPEJISMOS

En Los desiertos, José Supera plasma un mundo de prótesis, sustitutos, pantallas y huecos, escenario de una novela compacta aun dentro de su propuesta fragmentaria.

› Por Juan Pablo Bertazza

Más que la comida, las monedas y los pasamanos. Incluso más que la ropa: el dispositivo más visto (y más tocado) de los tiempos que corren parece ser la pantalla. Desde la de los advenedizos celulares todoterreno que pueden transformarse, incluso, en libros (la literatura desde una pantalla) hasta las que resisten la marea tecnológica con la esperanza de quedar incólumes, como es el caso de las monumentales pantallas de los viejos cines. Como sea, la inédita acumulación de pantallas, pantallitas y pantallazos parece resignificar la otra acepción de la palabra: algo como un eclipse, algo que se emplea con el objetivo de atraer la atención y hacer sombra en aquello que se quiere ocultar.

Pantalla es también la palabra que más se repite en Los desiertos, la última y tercera novela del escritor y periodista José Supera, y por supuesto, no es sólo una cuestión de palabras: a partir de una serie de tramas oníricas que se van superponiendo a lo largo del libro y el empleo de una segunda persona que provoca el efecto de una interpelación constante, Los desiertos indaga en la terrible –y, por momentos, inconsciente– soledad que brota como consecuencia de tanto juego de pantalla.

Si bien es completamente distinta en su estructura, hay en este libro una atmósfera, un sonido casi autómata que recuerda a La invención de Morel de Bioy Casares, aunque Supera se corre de cualquier forma clásica para intentar, si cabe el término, una novela interactiva. Es decir, orientada a despertar y disparar sensaciones concretas en el lector más que envolverlo en una psicología de reflexiones.

Es imposible, para ser francos, no hacer referencia al atractivo dato biográfico según el cual, el autor de este libro –destacado en el 2012 por el Premio Nueva Novela de este diario– trabajó durante gran parte de su adolescencia como prestidigitador y mentalista: de hecho Los desiertos es un libro impregnado de esa dinámica llena de jerarquía, tensión y abismo que acontece durante un truco de magia, aun cuando el capítulo cero que abre las puertas de la novela propiamente dicha quizás tropiece a la hora de remarcar con insistencia ese abordaje (“Leyendo estas líneas me pertenecés. Leyendo abriste una puerta que no puede volver a cerrarse”). Una interpelación acaso redundante, innecesaria. No sólo porque lo sugiere ya en su prólogo Aurora Venturini sino también porque resta fuerza a la ambigüedad que el libro se encarga de construir con mucha más sutileza entre el lector y aquel personaje al que le susurra al oído la novela.

Un personaje que, justamente, es más bien un espectro o una sombra. Porque la fauna –el bestiario– de Los desiertos está constituida por una galería de protagonistas en peligro de extinción, siluetas de personas de repuesto, esbozos de identidades prótesis.

Las principales tramas de este libro fragmentario pero, a la vez, compacto, se concentran en las vicisitudes de una firma que ofrece algo así como extras para satisfacer distintas necesidades cotidianas –llorar un muerto, cuidar a un enfermo, criar hijos, aplaudir en la presentación de un libro– y el crecimiento de un menor que, luego de sufrir un traumático abandono, padece la enfermedad del Niño Solo (“una especie de asfixia emocional”) y desemboca en un adulto paradójicamente adicto a la compañía superficial y forzada de los otros que, en una vuelta de tuerca notable, exige a punta de pistola y con violencia un abrazo o un beso para no morir de soledad, para no volverse invisible.

Pero más allá de esos pequeños hallazgos de gran importancia –una de las muchas frases redondas de Supera dice, por ejemplo, “te abraza como si fueras el tronco de un árbol”–, lo más interesante de Los desiertos es el clima que construye: un hábitat que transpira confusión y en el que la realidad sólo aparece a través de espejismos.

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