La reedición de Palinuro de México, de Fernando del Paso, permite volver a encontrarse con una de las obras más radicalmente experimentales que atravesaron los años ’60 y ’70, para conformar una propuesta de absoluta liberación del lenguaje y las estructuras narrativas.
› Por Augusto Munaro
La segunda –y preferida– novela del escritor mexicano Fernando del Paso, publicada en 1977 (ganadora del Premio Rómulo Gallegos), carece de argumento. A grandes rasgos relata la historia y las andanzas de Palinuro, un estudiante de medicina, quien vive en una pensión de la Plaza de Santo Domingo con su prima Estefanía, con la que mantiene una relación amorosa. No obstante, Palinuro de México, este alarde de virtuosismo artístico, trata de todo: mitología, ciencia, medicina, poesía, política –los incidentes de Tlatelolco son uno de los centros de gravedad del libro–, crítica cultural, sátira social, arte, erotismo, burla, historia... Todo en esta novela de experimentación es exuberante, en lo que resulta el triunfo absoluto de la fantasía y la libertad creadora del autor sobre la realidad.
Del Paso se demoró siete años –entre 1967 y 1974– en escribir lo que resultó una obra parcialmente autobiográfica. Sus veinticinco capítulos recrean la infancia y la juventud del autor, su gusto por la medicina y su experiencia en el mundo publicitario, su afición por la pintura y la música, aunque de modo oblicuo. Ya lo ha dicho en una oportunidad refiriéndose al protagonista de esta obra de raíz barroca: “Es el personaje que fui y quise ser y el que los demás creían que era y también el que nunca pude ser aunque quise serlo”. Se trata, pues, de un homenaje al lenguaje y a la ciencia médica a través de una historia de amor.
Respecto de su composición laberíntica, si bien la explícita, apabullante y enciclopédica erudición de la historia es lineal, el tiempo verdadero es el del recuerdo fragmentado, de las sensaciones episódicas, de la experiencia. Pues el pasado se superpone con el presente convirtiendo todo en narración culterana. Una verbosidad de innegable erotismo donde la imagen impera sobre el lenguaje. Siguiendo este pulso inventivo de permanente construcción/deconstrucción, la novela genera formas nuevas de ficción. De modo que existe la posibilidad de leer todos los capítulos en un orden diferente (como si fuesen nouvelles independientes). Asimismo, hay numerosas referencias en la novela que nos hablan del proceso de elaboración de la misma, transformándola, a su vez, en metanovela.
Mención aparte merece la hibridez discursiva con la que está articulada la obra. Arsenal de recursos lingüísticos que operan en varios niveles, haciendo imposible saber con exactitud quién habla. Hay un doble narrador, que a veces es omnisciente y a veces es el mismo Palinuro. La toma de palabra, por lo tanto, se hace de manera anárquica. Estamos ante un narrador inestable: indefinido, polifónico. Audacia que no opera en clave de pastiche, ya que el castellano está expuesto a una gran plasticidad a través de una prosa reflexiva que jamás pierde su brillo poético.
Palinuro es un libro barroco en su fusión de anécdotas personales, con hechos históricos, diálogos con monólogos interiores, fantasía con ciencia, poemas con jingles, travesuras con tragedias, prosa con drama. Una hibridez discursiva que oscila constantemente entre el mito, la historia, la farsa, el drama, y el humor. Un humor coprófilo, escatológico, lúdico como catarsis al afrontar la tragedia del hombre en el mundo, su soledad y su destino.
Hermética y autorreferencial, así Palinuro aglutina como una catedral narrativa sólida y compacta una nueva relación de la percepción y la comprensión de la realidad. El espíritu generacional del ’68 entrelazado con una sensibilidad de raigambre vanguardista.
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