Dom 21.12.2014
libros

LA DAMA DEL LAGO

La inundación que sufrió Epecuén en 1985 por el desborde de su lago fue uno de los episodios más dramáticos de la pampa bonaerense. El agua mala de Josefina Licitra es una crónica que desde la vecina ciudad de Carhué reconstruye aquellos episodios cuyas consecuencias aún persisten, logrando un relato realista que no elude aspectos trágicos y maravillosos.

› Por Salvador Biedma

Un día, un pueblo entero se hundió. No, en realidad no se hundió, pero quedó sumergido bajo el agua. Los ochocientos habitantes tuvieron que irse, abandonar sus casas, sus negocios, sus vidas. Los turistas que viajaban al lugar en busca de aguas milagrosas –dicen que con cuatrocientas veces más sal que el agua marina, un nivel comparado con el del Mar Muerto– tuvieron que resignarse a que el lago hubiese tapado todo. Parece una leyenda, casi un cuento infantil, algo imposible o, por lo menos, lejano. Sin embargo, ocurrió en Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, a pocos kilómetros de Carhué, durante la inundación de 1985.

La historia, llena de detalles tremendos (llamarlos “detalles” parece injusto), no termina ahí. Sigue. Porque en los últimos años el agua fue retirándose y dejó a la intemperie las ruinas de ese pueblo, carcomidas por la sal, blancas, en las que se reconoce el mapa de lo que fue. Un paisaje de otro mundo. La foto en la tapa de El agua mala muestra eso: los postes del tendido eléctrico parados, pero sin cables, los árboles muertos con aspecto de estatuas, unas pocas construcciones en pie y, por el suelo, pedazos de paredes y techos; todo quemado por la sal, todo blanco; se adivina una calle debajo de un charco que parece ahora inofensivo y que refleja el cielo.

Esta historia –con su drama, con la extrañísima belleza del paisaje– era digna de un libro. Josefina Licitra lo supo en cuanto se la contaron, en marzo de 2012. Había viajado a Carhué y Epecuén porque estaba escribiendo sobre Francisco Salamone, quien había construido en la zona un palacio municipal, un matadero y un Cristo. El arquitecto, si involuntario, no resulta un mal guía: sus exageradísimas obras, sembradas por la pampa bonaerense, pueden asociarse sin mucha dificultad con la locura de un pueblo tragado por el agua. El matadero de Epecuén, majestuoso, hundido y resurgido, quizá dé la impresión de haberse imaginado para ese paisaje hermosamente apocalíptico.

Las voces, los testimonios que aparecen en El agua mala son de personas que perdieron muchísimo (alguien dice que aquello era “un paraíso”) y se vieron afectadas en lo emocional de diversas maneras. La mayoría se instaló en Carhué y vivió durante años con la idea de que había varios metros de agua sobre el techo de su casa. Una panadera que no quiere hablar de lo que pasó termina comentando que no puede ir a la playa por la angustia viva que le provoca el mar. En unos pocos días, el nivel del lago subió y subió y los habitantes debieron abandonar sus lugares; algunos previsores arrancaron puertas, ventanas y sanitarios antes de partir; un hombre consiguió llevarse el techo de su boliche y rearmó el negocio, idéntico, en la localidad vecina.

Había y aún existe cierta competencia y enemistad entre Carhué y Epecuén. Licitra se detiene en ese punto (la hostilidad entre vecinos fue el núcleo de su libro anterior: Los otros). El tema tiene relevancia porque el caudal del lago Epecuén depende del sistema lacustre del que forma parte: las Encadenadas del Oeste. Entonces, las decisiones que se tomen en los distintos poblados sobre la cuenca afectarán a los demás. De hecho, si bien la catástrofe estalló en medio de una inundación histórica, tiene su origen en una obra hidráulica que, se dice, favoreció a unos pocos especuladores en la década del 70. Además, hay sospechas sobre la forma en que actuaron los habitantes de la zona durante los días de la catástrofe.

Al leer el libro, se abren todo el tiempo puertas inesperadas. Más allá del drama colectivo y de los individuales, de las formas de rearmarse de cada persona, surgen derivaciones hacia el pasado y hacia el futuro llenas de sucesos rarísimos que hacen pensar en un “realismo mágico” bonaerense. Por ejemplo, la imitación de un castillo medieval con una “princesa” de Francia que decidió irse –según una versión– porque Epecuén había perdido su aire aristocrático y se había transformado en un centro de turismo popular gracias al gobierno de Perón. O las movilizaciones de 1992, cuando Carhué estuvo cerca de correr la misma suerte que Epecuén y los medios nacionales posaron su mirada ahí y Eduardo Duhalde –entonces gobernador bonaerense– se vio obligado a hacer una visita y atender los reclamos.

En el momento en que el agua devoró el pueblo, el lugar recibía a más de 25 mil turistas durante el verano. Marta Bonjour, descendiente de una de las primeras familias de Epecuén, asegura que había personas que llegaban en silla de ruedas y se iban caminando. Ella quiso resistir, quedarse en su casa, pero finalmente entendió que no había forma. Dice que muchos habitantes murieron por el impacto emocional; entre ellos, su marido, que “murió del disgusto” (así lo afirma) a los tres años de la inundación.

En dos pasajes del libro, Licitra se anima a mostrar que su propia vida cotidiana es muy distinta a la de quienes tuvieron que abandonar Epecuén. Dos mínimas inundaciones en su casa la alejan (porque son las experiencias más cercanas que ha vivido) de lo que está contando. Parece una insignificancia, pero resulta sincero y valioso que marque su situación en contraste con la de quienes, casi treinta años antes, preparaban la temporada turística sin creer que el agua vendría a ocuparlo todo.

Ahora, el nivel del lago bajó, reaparecieron costras de sal en las orillas y algunos fantasean con volver a Villa Epecuén, a los lugares donde vivían antes, pero hay quienes presumen que sería una locura, que el agua avanzará otra vez tarde o temprano.

El agua mala. Josefina Licitra Aguilar 185 páginas

La historia del pueblo que el lago se comió merecía un libro pero, además, resulta tan rica y conmovedora (como muchas historias en la pampa bonaerense) que no sería extraño que otros la cuenten desde enfoques distintos y en diversos formatos. Ojalá. De hecho, una de las bondades de El agua mala es que, al cabo de 185 páginas, te deja con ganas de más.

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