En los cuentos de Cuando fuimos grandes, Hugo Salas trabaja un estilo homogéneo y parejo que sirve para destacar las diferentes formas de humor y observaciones sociales que merecen los retratos de los jóvenes de ayer nomás.
› Por Daniel Gigena
“El secreto es hacer como si uno no oyera, mantenerse en registro, conservar la tesitura.” Esa frase de uno de los siete cuentos de Cuando fuimos grandes, el nuevo libro de Hugo Salas, se acerca a una definición del estilo cuidado y homogéneo que prevalece en los relatos. Estos pueden adoptar la forma del testimonio, el monólogo, el retrato de época o la comedia negra, pero en todos aparecen distintas especies del humor: escéptico, grotesco, paródico. Ese contraste entre el argumento –que puede describir el ocaso de una pareja de jóvenes gay o el fallido triángulo sentimental de dos amigos y una amiga– y el efecto paradójico del discurso, más que aligerar los textos, los hace complejos y abiertos, por fuera del marco clásico. El “como si” del secreto profesional agrega a lo que se oye (se habla mucho en estos cuentos) las imágenes que devuelve el espejo opaco de la ficción. En su intento por conservar la tesitura, los personajes de Salas suelen abrir sendas alternativas al desarrollo de la historia, saturarla de conjeturas e información, y poner en duda el consenso que parecían compartir entre ellos.
En “Fatal”, de donde proviene la cita, dos jóvenes gay pasan sus días en un all inclusive para –nos enteramos en mitad del cuento– salvar una relación vacía de entusiasmo. Los diálogos vacuos sobre un turista fortachón y la rutina de desayunos, tragos y baños de mar alimentan sólo una fantasía desapegada de lo sexual. “Habían llegado a ese punto en que el sexo se vuelve puramente físico. Para Ernesto había sido un golpe descubrir que, contra lo que hubiese creído, aun en el encuentro casual más pedestre, la excitación, los nervios, la necesidad de provocar la mirada del otro agregan siempre a la situación una carga que excede lo fisiológico.” Ese plus, recuperado más tarde por uno de ellos en una reposera detrás de la línea de palmeras del hotel, representará sin embargo “bien poca cosa”.
Los jóvenes que protagonizan seis de los siete cuentos de Cuando fuimos grandes padecen alguna clase de malentendido con el mundo de los adultos, representados como invasores, árbitros extravagantes, adoctrinadores o, como en “De fuerza mayor”, un conjunto de caníbales inmortales. En “Mamá”, que guarda parentesco con la novela de Salas publicada en 2010, Los restos mortales, una madre sin filtro verbal ni moral se instala en casa de su hijo gay, el atribulado narrador que teme traspasar el umbral de su propio departamento. “¿Qué quiero ser cuando sea grande?”, el monólogo de una chica en edad escolar que anhela “ser desaparecida, para tener el pelo muy largo y con ondas naturales o de ruleros, como tienen las chicas de las fotos en blanco y negro de los diarios”, parece cumplir el supuesto programa heroico y revolucionario de generaciones anteriores con un deseo filtrado por la prensa gráfica, la televisión, el cine y la música de los años noventa. Sobre la aplicación de la picana, que ella conoce por películas como La Noche de los Lápices, Mariana escribe: “Yo vi que cuando te tiran agua parece que es más fuerte, porque los desaparecidos se sacuden más y gritan más feo, incluso los varones que son de aguantar más, y los tienen ahí con el cuerpo todo desnudo, el cuerpo de grandes, con los pelos, los moretones, sucios, lindísimos”. Así, la herencia de la culpa histórica se amortiza (evidentemente se trata de una herencia hecha nada más que de obligaciones y deudas) en la conciencia de los que vienen después. Una hipótesis tragicómica se consolida con la lectura de los cuentos: aquellos que fueron jóvenes en la Argentina durante el menemismo no estaban a la altura de la épica juventud de sus mayores (aunque luego se vio que esa épica había tenido en verdad mucho de picaresca sangrienta). En vez de luchar por ideales de justicia social, los chicos de Cuando fuimos grandes toman merca, descartan amantes, regatean y se cuestionan. Quizá por eso en el título del libro “ser grande” sea apenas un atributo que se conjuga en pasado, como si sólo en la remota imaginación infantil (y, de un modo hermético y menos pueril, en los usos que la literatura presta) hacerse mayor fuera una aspiración prudente.
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