La revista Siwa se ha especializado en los viajes y las andanzas, sufrimientos y placeres de los viajeros. Viajes extraordinarios, paisajes exóticos y aventuras literarias. Su cuarto número es una edición especialmente dedicada a todas las islas del mundo: reales, extravagantes, utópicas y fabulosas. Un excepcional trabajo que ha convocado a escritores desde Luis Gusman a Johnatan Franzen, todo regado con grabados antiguos y fotos de época.
› Por Sergio Kiernan
Escribiendo su El nombre de la rosa, Umberto Eco necesitaba un truco erudito para sostener la maquinaria. Todo arranca en los años sesenta, en un viaje de apuro a Praga para ver a una amada, en un libro que llega a último momento y termina en la valija, y en la invasión soviética a Checoslovaquia. Eco, con poca convicción, cuenta que empieza a leer el libro en el tren al norte, que es una traducción francesa de un texto latino alto medieval, que comienza a traducirlo y que lo termina en la huida de los tanques rusos, llevándose a su praguense. La chica, al abandonarlo, se lleva por error el libro francés y Eco se queda sin referencias editoriales para sostener la historia de Adso de Melk.
¿Cómo salir del enredo? Primero logrando que el lector acepte que entre invasiones y amores hubo tiempo de traducir casi 600 páginas. Y luego inventando una segunda referencia literaria. Es entonces que el italiano cuenta muy suelto que pasando por Buenos Aires encuentra otro libro misterioso e ignoto que cita extensamente la historia del monasterio y su biblioteca. El tomo aparece en la calle Corrientes y Eco ni siquiera se molesta en explicar qué hacía ahí. La nuestra es una ciudad literaria donde son naturales estos encuentros y si te llaman la atención, si te tensan la credulidad, es problema tuyo.
Con lo que no debería extrañar que bajo este cielo porteño exista la revista Siwa, que en su cuarto número continúa la doble aventura de rescatar el valor cultural y literario del acto de viajar, y un estilo erudito, humoroso y vueltero a la vez, de una visualidad barroca que es un gusto. Y que nadie diga que no le avisaron, porque la misma tapa abunda en profetas majestuosos, palomas del Espíritu Santo y hasta un Agnus Dei, todo para avisar que es “una entrega del Islario general de todas las islas del mundo, que incluye aquellas ínsulas y archipiélagos que no existen o que maravillan por su lealtad a lo curioso y extravagante”.
Siwa es un gusto que se da el Club Burton, la librería y club –medio que en serio– de Chacabuco y Estados Unidos. El club es a la vez sede de la Audiencia de Confines de Buenos Aires, presidida por Salvador Gargiulo, Christian Kupchik, Héctor Roque Pitt y Esther Soto, un grupo difícil de impresionar con selfies de las vacaciones. Esto es porque una cosa era viajar, cuando viajar daba trabajo y tenía riesgo, y otra es el turismo, un simple desplazamiento físico que raramente implica uno mental, como saben al dedillo y tan bien explotan en Miami. En el club, en la Audiencia y en la revista hay una clara voluntad de recuperar la parte del cerebro que se maravillaba por lo extraño.
La cuarta edición de Siwa es la mayor hasta ahora, un libro de gran formato de 224 páginas más un insert de 32, el glosario de las islas de Gonzalo Monterroso, todo impecablemente impreso y mejor diagramado en ese estilo muy fuerte, llenador de ojos, que da el uso de grabados antiguos, fotos de época y plumas en blanco y negro. Adentro firman los de la Audiencia, más nombres como Alejandro Winograd, Luis Gusman, Luis Chitarroni, Jonathan Franzen y Melville, entre otros. Las secciones recorren las islas utópicas, las fantásticas, las infantiles, las íntimas, las literarias y, en un aparte, las argentinas, que las hay.
En este camino uno se va formando en una suerte de teodicea de la isla como lugar y como idea, como irregularidad geográfica que no es mar ni tierra verdadera, y que por lo tanto da para que los humanos las soñemos y recreemos. La Utopía de More es una isla, Robinson Crusoe pasa 28 años muy peculiares en una isla, el único cementerio militar argentino moderno está en una isla. Hay islas que aparecen y desaparecen, islas que se mueven, islas que fueron excluidas de los atlas renacentistas por fantasmales. Las islas sirven para que los piratas creen repúblicas anarquistas, para que duerman las almas de los caciques mapuches y para que Franzen tire un poquito de las cenizas de su amigo David Foster Wallace.
A las islas todavía cuesta llegar y cuesta todavía más entrar, porque sus pobladores son, justamente, insulares. En esta Siwa hay marejadas, nativos hostiles, gentes inescrutables, caníbales, fronteras visibles y de las otras, y la rara excepción de los islarios que te reciben bien. La lista es un tendal de desilusiones interesantes, de españoles melancólicos en el Pacífico, alemanes tratando de colonizar Nueva Guinea, japoneses cuidando un atolón de siete centímetros de altura sólo para paranoiquear a los chinos. También hay recordatorios del horror mental que alguna vez fue el nombre de Patagonia, la melancolía que es Martín García y la leyenda que era la isla Pepys, bautizada en homenaje al célebre diarista, supuestamente frente a la costa argentina y totalmente ficticia, aunque con mapa y todo.
Y hasta una leyenda criolla digna de Ibn Battuta, la de la Lennox que sufre al final de la Tierra del Fuego. Mágicamente, el tope de esta isla es un prado de verde irlandés con pozas de agua por todas partes. Los marinos dicen que esas aguas viajan desde islas del Pacífico y quieren volver a casa, con lo que basta cargar un poco en el buque para garantizarse un pasaje a salvo en esas aguas bravas. No es el barco el que va, ni el capitán el que lo guía, es el agua de las pozas que vuelve a su hogar y empuja la nave.
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