Los amantes y los amados, los felices y los conformistas, los que conviven en pareja, las familias. En Felices los felices, Yasmina Reza disecciona en veintiún relatos cortos ensamblados las diferentes formas de neurosis derivadas de los vínculos afectivos. Un rompecabezas que la autora de Art supo ensamblar con pericia, ironía y bastante pesimismo.
› Por Laura Galarza
El infierno son los otros. Esta afirmación de Sartre le calza a la perfección al último libro de Yasmina Reza. Felices los felices –su título– corresponde a “Fragmentos de un evangelio apócrifo”, de Jorge Luis Borges y epígrafe de este volumen de relatos ensamblados: “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. Felices los felices”. Con su obra Art traducida a 39 lenguas, Yasmina Reza se convirtió en la dramaturga más representada en el mundo. No menos aclamada resultó Un dios salvaje, que además fue adaptada al cine por Roman Polanski, donde dos matrimonios en un living (único espacio donde transcurre toda la obra) se juntan a discutir acerca del episodio que tuvieron sus hijos en el colegio, donde uno le pegó a otro y terminan en una batalla campal. De reciente aparición en librerías, Felices los felices –que podría leerse como una novela atomizada– concentra lo mejor del sello Reza. Formada por veintiún relatos cortos ensamblados, con un nombre propio por título: “Robert Toscano”, “Marguerite Blot”, “Odile Toscano”, “Vincent Zawada”, etcétera. Nombres que al abrir por primera vez el libro o leer su índice no remiten a nada, pero que al cerrarlo el lector bien podría armar con esos nombres, ahora personajes, una especie de tablero de Scrabble, sabiendo quién se cruza con quién. Porque lo que arma Reza en un acertado y original manejo de la trama es eso: un entrecruzamiento de vidas. En un punto, todas parecidas, quizá por eso que escribió Tolstoi: “Todas las familias felices se parecen pero las infelices lo son cada una a su manera”.
“Las parejas me dan asco. Su acartonamiento, su connivencia retrógrada. Nada me gusta de esa estructura ambulante que atraviesa el tiempo en las barbas de los aislados. Las dos partes me inspiran desprecio y sólo aspiro a destruirlos.” Es la voz de Chantal Audouin, uno de los nombres propios del libro a través de la cual parece hablar la propia Reza, que en las pocas entrevistas que concede ha dicho que no cree en la vida de a dos “aunque la haya practicado”. De todas maneras la autora, que publicó otras novelas como En el trineo de Schopenhauer (2005), Ninguna parte (2005) y El alba, la tarde o la noche (2007), resulta más eficaz cuando muestra a sus personajes en acción que cuando, a través de sus declamaciones, parece repetirse a sí misma.
Como prueba valdrían algunas de las sobresalientes escenas de los relatos de Felices los felices. En uno de ellos, Raúl Barnèche juega en dupla con su esposa Hélène al bridge y en un momento se desquicia cuando ella hace una mala jugada. “Al final de la partida, exhibí mi rey de tréboles y grité: ¿qué hago con él ahora? ¿Me lo trago? ¿Tú quieres matarme, Hélène?” Esto piensa Raúl antes de –efectivamente– comerse la carta delante de todos. “Cuando uno come cartón enseguida le entran ganas de vomitar, pero yo lo ataqué a dentelladas, concentrándome en la masticación.” Reza logra, como un mago con el conejo, hacer saltar la violencia de la nada. Lo mismo vale para la inolvidable escena que abre el libro: Odile y Robert Toscano (pareja que funciona como punto de capitón en torno del cual se desarrolla la mayoría de las historias) haciendo las compras en el supermercado, despellejándose frente a la góndola de los fiambres. En medio de esa pelea en formato guerra de los Roses, Robert piensa en ese matrimonio amigo que se llaman uno al otro “corazón” y dicen frases como “esta noche cenaremos bien, corazón”. Provocadora, Reza tensa la cuerda, lleva las situaciones al límite de lo soportable. Voces sometidas, socarronas, altivas. Todas las neurosis es capaz de representar Reza como en un gran zoológico de seres humanos. ¿Qué papel jugamos para el otro? ¿Somos para el otro aquello que después terminamos siendo? “Bueno, se acabaron tus compras, le dije a Odile empujando el carrito con un golpe seco, ¿no hay más pelotudeces que comprar?” Luego todo termina en una armonía precaria y tensa. En un relato siguiente, aquella pareja que Robert recordaba en medio de la discusión con su mujer (la que se llamaban entre ellos “corazón”) puede ser la de la escena del palier, donde dos matrimonios se despiden después de cenar juntos, se hacen bromas zonzas, ríen. Ya en el ascensor, la pareja que se va no necesita fingir más y vuelve a ser la que es en la intimidad.
No todos los relatos giran en torno de las relaciones de pareja. Acaso porque, a la manera de un entramado nefasto, el sometimiento y la tristeza se pasan de generación en generación. Entonces ahí está Vincent Zawada, que acompaña a su madre a la sesión de radioterapia y a ella se le da por señalar a cada paciente en voz alta porque no lleva el audífono: “Peluca no, peluca, peluca, no es seguro, peluca no, peluca no”. Luego, este hijo sometido a los dislates de su madre puede ser el mismo que acosa a su mujer unas páginas más adelante o se encuentra con su amante en un restaurante vacío. O el precioso pasaje en el que la cuñada le enseña a manejar el auto a quien es también su amiga, y donde “manejar” se convierte bajo la pluma de Reza en un acto poético pleno de sentido.
Un punto aparte merece quizás el desopilante y a la vez oscuro capítulo de Jacob, un joven de 19 años –hijo de Pascaline y Lionel, amigos de los Toscano– que alucina que es Celine Dion. Sus padres lo internan en un neuropsiquiátrico haciéndole creer que es un estudio de grabación y durante sus esporádicas visitas lo contemplan como una pieza en exposición.
“La familia es una pequeña celda, placentera, desde la que se contempla el mundo.” Reza dispara al blanco de la “felicidad cúbica”, como hace decir a uno de sus personajes. Claro que se pude discutir si el libro es finalmente una novela atomizada o relatos ensamblados. Qué más da. Estamos ante literatura de la buena, la que apela a la sensibilidad y la inteligencia del lector que descubre, no sin cierta inquietud, que el infierno tan temido está ahí nomás, a la vuelta de la esquina, en el dormitorio o el comedor.
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