Dom 01.02.2015
libros

EL MENSAJERO

Cuando sus alumnos norteamericanos pudieron verlo dando testimonio en Shoah, de Claude Lanzmann, descubrieron que Jan Karski, su discreto profesor de historia, especializado en Europa del Este, había sido el mensajero del Estado clandestino polaco bajo la ocupación nazi, el hombre que había entrado al Ghetto de Varsovia para dar testimonio de lo que ahí vio y llevar el mensaje a los aliados. Y el escritor de Historia de un Estado clandestino, su vívido relato y denuncia del Holocausto, que fue un éxito en 1944 pero que poco a poco caería en el olvido, a pesar de ser uno de los relatos pioneros sobre la Segunda Guerra. Jan Karski murió en 2000 y para el centenario de su nacimiento, en 2014, su figura y su obra cobrarían una notoriedad que vale la pena sostener y revisitar.

› Por Ana Wajszczuk

Estamos en 1978. El hombre, sentado en un sillón, cruzado de piernas, la espalda recta, mira a cámara. Tiene el pelo gris peinado a la gomina, los ojos celestes y serenos, las arrugas dejan ver el porte casi aristocrático de sus años. El traje azul grisáceo, el cuello almidonado, la corbata, el pañuelo en el bolsillo: el profesor Jan Karski siempre está inmaculadamente vestido, piensan sus alumnos de la Universidad de Georgetown, Washington D. C., donde enseña desde principios de los años ’50. La cámara de Claude Lanzmann se enciende, y la gran mayoría de esos alumnos descubrirá años después –cuando Shoah, la obra cumbre del cineasta sobre el exterminio judío durante la Segunda Guerra Mundial finalmente se estrene– que el discreto profesor Karski, el que enseña en la Escuela de Servicio Exterior, el que es un experto en cuestiones de Europa del Este, fue en su juventud el mensajero más importante del Estado clandestino polaco durante la ocupación nazi: el que llevó a los Aliados en 1942, a riesgo de su propia vida, el informe de lo que estaba sucediendo tras los muros del Ghetto de Varsovia y los alambres de púa de los campos de exterminio. El que se lo contó al mismísimo Franklin D. Roosevelt. El que no fue escuchado por ninguno de los secretarios de Estado, jueces, ministros de Guerra que podrían haber detenido la muerte anunciada. El que tras la guerra, decepcionado de los “Lords de la Humanidad”, como los llamó, había callado. Hasta este momento, en 1978, cuando la cámara de Lanzmann se enciende.

“Ahora regreso treinta años atrás... No, no regreso”, dice Karski en su inglés con acento, agitando las manos como ante una visión. Tiembla, murmura en polaco, se pone a llorar. Se levanta, sus larguísimas piernas se enredan entre los sillones, sale de foco ante el implacable cineasta que lo espera, insistiendo como todo el año que le llevó convencer a este hombre ya sexagenario de que se siente ante su cámara a recordar lo que vivió cuando tenía veintiocho. Karski había hecho todo lo posible para dejar atrás su pasado, como escondía bajo las camisas de manga larga que nunca se quitaba las cicatrices de cuando quiso cortarse las venas en una cárcel de la Gestapo. Ahora volvía a enfrentar esas imágenes, y seguían tan vívidas como le habían prevenido sus guías de la Resistencia Judía antes de hacerlo entrar camuflado al Ghetto: “Lo que va a ver lo perseguirá por el resto de sus días”. Treinta y cinco años después, el ex correo de la Resistencia y del gobierno de la república polaca en el exilio regresaba al infierno de la mano de Lanzmann.

VIDAS CLANDESTINAS

El futuro era tan prometedor, la noche de verano tan dulce. El 23 de agosto de 1939, Jan Karski todavía se llamaba Jan Kozielewski, y bailaba y reía en una recepción en la fastuosa embajada portuguesa en Varsovia. Había nacido en 1914 en la ciudad de Lodz. Era el menor de ocho hermanos de una familia católica y patriota, devota del mariscal Jozef Pilsudski, el héroe de la independencia polaca que había manejado el país con guante de terciopelo y mano de hierro hasta su muerte, en 1935. El joven Jan colmaba las aspiraciones familiares: había comenzado a trabajar para el Ministerio de Relaciones Exteriores, tenía un doctorado en puertas. Graduado con honores en Derecho, un poco arrogante, otro poco ambicioso, políglota y amante de las cabalgatas, no se imaginaba que en esa noche dulce de verano entre la crème de la crème de Varsovia terminaba el futuro con el que fantaseaba. Tenía grado de subteniente de Artillería después de su servicio militar, y esa madrugada, una semana antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, lo movilizaron de urgencia a Oswiecim. Tampoco imaginaba que sobre esas praderas donde solía cabalgar se levantaría en breve el más emblemático de los campos de exterminio nazis: Auschwitz. Cinco años después, Jan ya era Karski, un veterano de la Resistencia polaca, y con el relato de esa noche arranca Historia de un Estado clandestino, el libro que publicó en 1944 en Estados Unidos por orden de sus superiores: Polonia necesitaba el apoyo de Estados Unidos ante el avance soviético. Karski era el primero en revelar aspectos de lo que todavía era el Estado en las sombras más importante de Europa, con una organización civil y militar subterránea que los nazis nunca llegaron a imaginar en toda su extensión y fortaleza. En el libro, desgrana todo lo vivido a partir de esa noche de 1939. “Jan, no todos los polacos se resignaron a su suerte”, le dice un amigo a quien recurre al regresar a Varsovia, después de haber escapado del Ejército Rojo y de los alemanes: en cada casa polaca hay, al menos, un miembro de la Resistencia. Jan conoce media Europa, tiene una memoria fotográfica, una mente brillante, nervios de acero, integridad, un idealismo a toda prueba: es el candidato perfecto para servir de correo entre el incipiente Estado clandestino y el gobierno polaco que acaba de exiliarse en Francia y que luego de la capitulación recalará en Londres. Los líderes de todas las facciones políticas, desde la ultraderecha a los sionistas, le confiarían sus mensajes, que él memorizaría para transmitir al gobierno en el exilio. Durante su segunda misión, cruzando las montañas de Eslovenia, Jan cae en manos de la Gestapo. Encerrado en una celda inmunda y después de lo que parecen días contados a través de cada paliza, con la mandíbula y las costillas rotas, con cuatro dientes menos, lo decide: no va a poder aguantar más. Saca una hoja de afeitar que tenía escondida en un zapato, se corta las venas. Piensa, antes de desmayarse, que nunca nadie sabrá cómo murió: había tenido tantos alias que incluso si los nazis quisieran informar a alguien de su muerte no podrían investigar su identidad real. Pero se despierta, y en Polonia: en un hospital donde la Gestapo lo ha internado y de donde un comando de la Resistencia lo rescata.

HASTA EL AIRE CAMBIA

Jan es ahora un peligro como correo: sus superiores lo destinan al Departamento de Información y Propaganda. Pero a él le hierve la sangre, necesita volver a sentirse útil, estar en la primera línea. Y pide volver a su misión como mensajero. Es el verano de 1942. Detrás de los muros del Ghetto de Varsovia, con el nombre de Grossaktion Warschau, los nazis ya comenzaron a “limpiar” el lugar y los trenes con miles de judíos encerrados parten todos los días hacia la muerte.

“Voy en una misión oficial. Seré acreditado por el Gobierno Polaco en Londres. Ustedes son los líderes de la Resistencia Judía. ¿Qué mensaje quieren que transmita?”. En una casa derruida en los suburbios de una Varsovia fantasmal, ya bajo el nombre de Jan Karski, el mensajero asiste a una reunión con dos delegados de la comunidad judía. “Nadie en el mundo exterior lo entiende. Usted no entiende. No hay tiempo para políticas ni tácticas”, le responden en su desesperación. Karski los escucha. “Palidecí. Era principios de octubre de 1942”, escribirá luego en Historia de un Estado clandestino. “En dos meses y medio, en un solo distrito polaco, los nazis habían cometido 300 mil asesinatos. Era un reporte de una criminalidad sin precedentes que yo debía llevar al mundo exterior”. Sus informantes le ofrecen llevarlo al Ghetto para convencerse, y convencer luego a los líderes del mundo. Y lo previenen: si acepta la oferta, tendría que arriesgar su vida. Esto excede su función como mensajero. Karski acepta.

Días después, por un túnel bajo el sótano de una casa en la calle Muranoswka, como una versión moderna del río mítico que comunicaba a los vivos con los muertos, Karski y sus informantes pasan del lado “ario” al Ghetto. Lo que ve tiene una intensidad hiperbólica. Hasta el aire cambia. “¿Un cementerio? No, porque los cuerpos se movían, aunque, aparte de la piel, los ojos y la voz, no existía nada de humano en esas palpitantes figuras. Por todas partes había hambrientos, miseria, la atroz pestilencia de cuerpos en descomposición, los lastimeros gemidos de los niños agonizantes, los gritos desesperados de un pueblo que mantenía una espantosa y desigual lucha por la vida”, escribirá en su libro. “Recuerde esto”, le repetía su guía en el infierno.

Regresó una vez más al Ghetto. “No había humanidad. No había ninguna esperanza para ellos”, le dirá más de treinta años después a Lanzmann, sus ojos celestes húmedos mirando a cámara, la voz en un hilo. En su tercer descenso al infierno, Karski es llevado, disfrazado de guardia ucraniano, al punto de tránsito en Izbica Lubenska, cerca del campo de exterminio de Belzec. Los gritos y disparos se oyen a un kilómetro de distancia. “Hambre, sed, miedo y cansancio los habían vuelto a todos locos”, escribirá. Miles de personas trasladadas desde el Ghetto son obligadas a tiros y palos a treparse unas sobre otras dentro de vagones espolvoreados con cal. Con espanto y culpa infinita por no poder hacer absolutamente nada, escucha que esos infelices ni siquiera llegarán a Belzec: morirán deshidratados y quemados por la cal, dentro del tren estacionado en una vía muerta.

UNA VERDAD INCOMODA

Cinco semanas después de su visita al Ghetto y al campo de exterminio, a través de Alemania, Francia y España, Karski llega a Londres con un microfilm disimulado en una llave y un reporte memorizado de exactamente 18 minutos sobre lo que había presenciado. Sabía que nadie con quien le tocara hablar, ningún poderoso tenía más tiempo que ése para dedicarle al “problema judío”. También sabía que las demandas de los líderes judíos –armas para la Resistencia del Ghetto, apertura de fronteras para los refugiados, bombardeo de las líneas férreas que conducían a las cámaras de gas– difícilmente serían tenidas en cuenta. Karski habla. Habla con miembros del gobierno polaco y del gobierno británico, con obispos, con periodistas, con embajadores, con escritores como Arthur Koestler y H. G. Wells. Habla con la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas. Con líderes judíos como Szmul Zygelbojm, que se suicidará meses después, cuando el Ghetto de Varsovia fue convertido en un enorme terraplén de escombros. Llega incluso a Anthony Eden, el secretario de Asuntos Exteriores de Churchill. Pero el primer ministro no lo recibe: está demasiado ocupado.

En diciembre de 1942, el Ministerio de Asuntos Exteriores polaco en Londres publica un folleto con el reporte de Karski: El exterminio en masa de los judíos en la Polonia ocupada por Alemania. Es el primer informe oficial y detallado, a pesar de que noticias y denuncias sobre el exterminio llegaban a los Aliados desde, por lo menos, un año antes, cuando los 400 mil habitantes del Ghetto aún vivían. A mediados de 1943, Karski es enviado a Estados Unidos en lo que sería su última misión como correo: va a ser recibido en una reunión secreta por Franklin D. Roosevelt, el “hombre más poderoso de la nación más poderosa del mundo”. En 2010, en respuesta a un bestseller del escritor francés Yannick Haenel basado en la vida de Karski, que lo ponía más cerca de un mártir que de un mensajero no escuchado, el inflamable Lanzmann decidió desempolvar las horas de grabación de 1978 con el mensajero que le habían parecido “anecdóticas” para Shoah y arma una nueva película: El Reporte Karski, que alcanza su clímax cuando el emisario cuenta su encuentro con Roosevelt. “Recuerdo cada minuto de esa conversación”, dice.

El presidente lo escucha mirando al techo, echando volutas de su cigarro. Es amable pero evasivo. Entre otras decenas de encargos oficiales por transmitirle, Karski apenas puede, desesperado, hablar del plan sistemático para terminar con el pueblo judío. “Señor presidente, la situación es horrible. El punto es que, sin ayuda externa, todos los judíos polacos morirán. ¿Qué mensaje debo transmitir?” “Dígales que los Aliados ganaremos la guerra”, le responde, reclinado en su sillón, el dedo en alto. “Dígales que los culpables serán castigados por sus crímenes. Tienen un amigo en el presidente de los Estados Unidos.”

Así lo despidió. Tres décadas después, ante la cámara de Lanzmann, Karski dice que nunca supo si Roosevelt había tenido realmente la intención de hacer algo, aun cuando lo envió a hablar con un listado de funcionarios y líderes políticos que también se taparon los oídos. “Uno podría decir que la humanidad, racional, que no veía con sus propios ojos ni estaba allí, no tenía precedentes para comparar”, ensaya Karski a cámara. “No podían manejarlo. Era incomprensible.” Los “Lords de la Humanidad” tenían otras prioridades. Cuando, a mediados de 1944, los Aliados decidieron levantar la voz, ya era tarde. Casi seis millones de judíos habían sido asesinados.

Karski no volvió a pisar Polonia hasta 1989, cuando cayó el comunismo. Después de las giras y conferencias para promocionar Historia de un Estado clandestino, se doctoró en Georgetown y se convirtió en el profesor Jan Karski. En 1965, se casó con Pola Nirenska, una coreógrafa y bailarina de origen judío-polaco. Gran parte de su familia había muerto entre ghettos y campos de exterminio. “Aquel día me convertí en judío”, dijo Karski refiriéndose a su casamiento. “Soy polaco, norteamericano, judío, cristiano, católico practicante y aunque no soy un hereje, declaro que la humanidad ha cometido un segundo pecado original: por ignorancia autoimpuesta o por insensibilidad, por egoísmo o por hipocresía o incluso por frío cálculo. Este pecado va a perseguir a la humanidad hasta el final de los tiempos. A mí me persigue. Y quiero que lo haga.” Pola se suicidó en 1992.

A partir de Shoah, en la vida de Karski hubo condecoraciones, doctorados honoris causa, conferencias, biografías y reediciones de su libro. Se instituyeron fundaciones y premios en su nombre, plantó su árbol como Justo entre las Naciones en el Instituto Yad Vashem de Israel, fue nombrado ciudadano de honor de ese país. En Polonia, tras la caída del comunismo, su nombre volvió a correr de boca en boca, a enseñarse en los colegios.

A principios de 2014, el Parlamento polaco declaró el “Año de Jan Karski”, con actividades y conmemoraciones en una docena de países. Entre ellas, exhibiciones como Jan Karski. Una misión para la humanidad, la muestra itinerante que cuenta en 27 paneles su vida, y que puede verse en el Museo del Holocausto de Buenos Aires (Montevideo 919) hasta el 28 de febrero.

En su Lodz natal, en Varsovia –en la plaza del flamante Museo de la Historia de los Judíos Polacos– en la Universidad de Tel Aviv, en una esquina de Nueva York, en los jardines del campus de Georgetown, se levantan esculturas idénticas, un banco de plaza de tamaño real, donde se apoya un juego de ajedrez. Sentado en un rincón del banco, con las piernas cruzadas, inmaculadamente vestido de traje y corbata, el pelo a la gomina, el pañuelo en el bolsillo, la estatua de Jan Karski nunca deja de tener flores y velas a sus pies.

escultura dedicada a la memoria de jan karski en la universidad de tel aviv.

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