Con un trabajo enfocado en las variaciones del punto de vista, los cuentos de Nunca pasa nada, de Gervasio Noailles, logran perforar lo anecdótico para penetrar en una zona de sentidos más elocuentes.
› Por Sebastián Basualdo
No vemos las cosas tal como son, decía Anaïs Nin, las vemos como somos nosotros. Y los dieciséis cuentos que integran Nunca pasa nada, de Gervasio Noailles, bien podrían pensarse a partir de esta idea, ya que hay un trabajo exhaustivo en la relación que los personajes mantienen con sus múltiples mundos posibles; relación que por otra parte daría toda la impresión de excluir el conflicto si no fuera porque se trata justamente de incorporar con naturalidad todo aquello que debiera resultar como mínimo inquietante. Dicho de otro modo: lo verdaderamente asombroso está por debajo de la historia principal; pero no ya supeditado al artificio recurrente de la teoría del iceberg, sino por debajo de la propia conciencia de estos personajes para quienes la realidad misma está muchas veces inclinada a favor de lo fantástico y otras enmarcada en un aparente realismo que se tensa hasta el absurdo sin problematizarlo porque así es el orden natural de las cosas, como ocurre en “La extensión de los objetos”, por ejemplo, donde un hijo tiene que recibir a su padre en su propia casa luego de lo que podría parecer en principio una discusión trivial de pareja. “Lo que generaba más malestar era que la presencia de mi padre en casa era sólo una muestra clarísima de la imposibilidad familiar de hacer algo con mi madre.” Lo que ocurre es que la madre ha comenzado a utilizar, de manera exagerada y hasta el paroxismo, su propia casa como guardamuebles, al punto de no quedar espacio para habitarla. Pero lo importante no es tanto la intromisión del delirio sino la vuelta de tuerca que Gervasio Noailles realiza en el modo en que los personajes reaccionan, atentando contra toda lógica, desarrollando ideas en el lugar exacto donde el sentido común abandona todo propósito. Muchos de estos cuentos breves, concisos y bien estructurados, escritos con una prosa limpia y calma como quien ha sido testigo de algo maravilloso y no le queda otro remedio que contarlo sin perder tiempo ni energía en tratar de justificarse, pertenecen en gran medida a esa larga tradición que se reconoce en, por ejemplo, Felisberto Hernández. El primer cuento de la serie, “Noche de expansión”, recae sobre la mirada de un taxista en un día común de trabajo hasta que de repente un viaje con siete enanos dispuestos a pasar una noche de juerga invierte el punto de vista para que el elemento fantástico quiebre la verisimilitud a favor de la sorpresa. “Soy Elena –dice la enana mirando hacia arriba–. Te pido disculpas. Estamos todos muy emocionados. Lo que pasa es que hace mucho que no podemos divertirnos. Fueron meses de abstinencia de cualquier placer. Hoy empezamos la etapa de expansión. Es por el tratamiento.”
Con una interesante capacidad para generar clima y un buen manejo del diálogo y la información que se desprenden de elementos mínimos, Gervasio Noailles narra una gran variedad de historias colmada de matices y donde lo ideológico muchas veces se impone con la brutalidad de un hecho decisivo, como ocurre en “Unos gramos de carne”, donde una mujer es tentada a donar por dinero el corazón de su marido agónico hasta que descubre que la donación sería para un militar y en unas pocas líneas el cuento se problematiza a sí mismo. “Dígame, ¿qué le gustaría hacer antes de morirse?, le pregunto y sé que esa respuesta va a decidir si merece el corazón de Julio.” “Antes de morirme me gustaría cagar a trompadas al que escribió esta historia. Es de mal gusto, ¿no?” Entre la ironía, el espanto y la brutalidad candorosa, surgen cuentos como “La hermandad”, donde un padre decide que su hijo ya está en edad de ingresar a una orden cuyo primer mandato es “ayuda a tu hermano a ser libre y su libertad te liberará”. Sólo que esta hermandad se sostiene por medio del crimen organizado y la posibilidad de quedar absolutamente impune. En “Perra suerte”, cuento del que va a desprenderse el título del libro, dos chicos de pueblo juegan en la ruta con un perro y sin darse cuenta generan un terrible accidente; las consecuencias debieran tener un asidero en la realidad pero en Nunca pasa nada las causas y los efectos tienen sus propias leyes. Un gran comienzo para Gervasio Noailles, que con su primer libro mereció un premio del Fondo Nacional de las Artes en 2012.
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