› Por Juan Pablo Bertazza
Hubo un tiempo en que las detestaba, no las quería ver ni en figurita, y hasta pensó en conseguir muchos canastos para arrancarlas de su galpón, guardarlas y deshacerse de ellas, casi como si fueran la encarnación de Freddy Krueger. Parece mentira recordar eso justo ahora que viene de publicar Diario de máscaras, un libro de esos que se caen de maduros, que Valenzuela siempre pensó en escribir y que finalmente hizo: Diario de máscaras enlaza su espíritu viajero con su interés por las máscaras, un libro en constante movimiento que se desplaza por destinos tan disímiles como Mali, Amazonia, Nueva México, Egipto y Papúa Guinea, y con registros tan distintos como la anécdota de viaje, descripciones casi antropológicas acerca de creencias, rituales y ceremonias de culturas de todo el mundo, explicaciones sobre cada una de las máscaras adquiridas y hasta el cuento breve con el que agrega, a manera de addenda, una conclusión de algunos de los capítulos, para enriquecer y elaborar la experiencia. Un libro que condensa, en definitiva, a la escritora, la viajera y la coleccionista a través de una figura retórica que lo resume todo: “La paradoja, como en las máscaras, parecería ser el terreno de la escritura y también el terreno del viaje”.
Pero, es cierto, la íntima fascinación de Luisa Valenzuela por las máscaras –por sus máscaras– tuvo un paréntesis, una pausa, un momento traumático. Fue poco antes de la publicación de El mañana, una novela de casi cuatrocientas páginas sobre un barco que traslada hacia el desastre a dieciocho importantes escritoras, una novela tan potente como tortuosa que constituye, sin lugar a dudas, su libro más ambicioso: “Antes de que saliera ese libro, en el 2010, tuve una meningitis que me dejó al borde de la muerte, estuve inconsciente un mes y medio y luego tuve que afrontar una muy larga recuperación. Venía de un viaje fuerte por Tailandia y Camboya, la verdad es que había llegado muy cansada, pero me dijeron que el virus me lo agarré en Punta del Este, quizá por tener las defensas bajas, por estar tan estresada. Desde que empecé a estar consciente me di cuenta de que había perdido las ganas de todo, a tal punto que quería tener las paredes blancas, quería sacar todo de las paredes, especialmente las máscaras, porque ya no podía verlas, porque están muy cargadas, y también ese cuadro de Giancarlo Puppo que, finalmente, lo hice bajar”, recuerda algo inquieta Valenzuela, y se levanta del sillón para señalar una enorme pintura horizontal de colores casi hipnóticos. “El tema es que poco después él me llama para pasar a saludarme y despedirse porque se iba a Europa y yo no llegaba a colgar el cuadro de nuevo... Decí que no vino al final porque hubiera sido feo que no viera el cuadro colgado. Me acuerdo de que por esos días me llegó la novela El mañana y ni siquiera quise ver cómo había quedado, fue horrible lo que me pasó”, cuenta aún preocupada mientras camina alrededor del living.
“El mañana fue premonitoria porque en la novela condenaban a esas escritoras a arresto domiciliario acusadas de terroristas y yo terminé en internación domiciliaria por la meningitis”, concluye Valenzuela que, desde entonces y por mucho tiempo, dejó de escribir. No sólo por la debilidad que sentía sino también por considerar que en El mañana, novela que tardó siete años en escribir, había dejado su ars poetica, había dicho todo y por lo tanto, ésa iba a ser su última novela. Hasta que, casi por arte de magia, volvieron a aparecer las máscaras.
En febrero de 2012, esa viajera infatigable que es Luisa Valenzuela, presidenta también de PEN Argentina, vuelve a armar las valijas para ir a Cerdeña, isla italiana que es la segunda más grande del Mediterráneo y que cuenta con uno de los carnavales más atractivos del planeta. El objetivo del viaje era claro y conciso: escribir una nota sobre máscaras, especialmente sobre las más emblemáticas de ese lugar: la de la Filonzana, la del Mamuthòn y la del Issohador.
Sin embargo, en medio del Carnaval, se encontró con una máscara sin terminar cuyos rasgos tenían un notable parecido (de esto se daría cuenta al volver del viaje) con Juan Domingo Perón. Y también se enteró de una historia que la obligó a replantear sus últimas decisiones, porque sólo podía ser contada a través de una novela: ese secreto involucraba precisamente a Perón y la posibilidad de que tuviera un origen sardo (es decir, italiano), un nombre verdadero –Giovanni Piras–, ocultado por la máscara del nombre que todos conocemos y un enigma que, de tanto querer ocultar, él mismo habría olvidado.
Con esa idea en mente volvió Valenzuela de Cerdeña y se largó a escribir en tiempo record la que hasta ahora es su última novela, La máscara sarda: “Cuando volví a escribir me di cuenta de lo importante que eso es para mí, porque sólo escribiendo entiendo el mundo y puedo relacionarme con la realidad”.
Aunque ese libro marca quizá la relación más profunda entre las máscaras –presentes a montones en el galpón de su actual casa, en Belgrano: de todas las formas, de todos los colores y de todos los países del mundo– y la obra literaria de Valenzuela, el tema estuvo presente casi desde siempre en su literatura. De hecho, aparece ya en el cuento que da nombre a su temprano libro Aquí pasan cosas raras (1976): “Pedro y Mario tienen color, tienen máscara y se sienten existir”, y también surgen en relatos como “Ceremonias de rechazo”, del libro Cambio de armas (1982): “Soy un fuego que se quema a sí mismo, dice el rostro blanco frente al demencial espejo casi sin mover la boca para no cuartear la máscara, para no entorpecer las actividades nutritivas de la crema ni crearse arrugas. Esas máscaras prácticas, aseñoradas. Quisiera arrancársela y junto a la máscara arrancarse la cara, quedar sin cara, descarada, descastada, desquiciada”. o en “El fontanero azul”, incluido en Donde viven las águilas (1983): “Y los enmascarados metieron las manos enguantadas de blanco en esa sangre y se lavaron las máscaras tan blancas que cubrían sus rostros”.
¿Cuándo empezó toda esta locura por las máscaras?
–No sé exactamente cuándo, de hecho siempre tuve algunas máscaras que me gustaban mucho. Me acuerdo de que una poeta amiga le regaló a mi mamá una máscara chiquita que me fascinaba y ella no le daba bola, la dejaba ahí tirada y yo no decía nada, quizás ésa es la primera máscara. Pero yo creo que tuvo mucho que ver México, sobre todo cuando me compré una casa en Tepoztlán y veía las máscaras que llegaban desde Guerrero, que son maravillosas. Las máscaras resumen muchas de mis pasiones: los viajes, el teatro, lo sagrado, es una metáfora muy familiar y accesible para ahondar en misterios como la muerte y el lenguaje. Además son ambivalentes: la máscara en realidad desenmascara mientras que la máscara real parece ser la que usamos todos los días.
¿Qué relación mantenés con ellas? ¿Hay alguna preferida?
–Tengo varias a las que quiero mucho: como la coreana a la que le falta un mentón, otra puntiaguda de Puerto Rico, a ésas las quiero. Y nunca las uso, tengo un par de amigos que sí se las ponen y cada vez que lo hacen adoptan una actitud, una transformación inmediata. Yo las respeto tanto que no las toco: convivo con ellas y les hablo, son una compañía.
Hacia el final de Amadeus, en una de las escenas más recordadas de la película, un hombre solemne y enmascarado visita a Mozart para pedirle –en realidad, exigirle– la composición de un réquiem, un encargo urgente que lo obligará a poner todas sus demás ocupaciones en un segundo plano. Lo interesante es que aquello que desencadena el espiral de enfermedad y locura irreversible de Amadeus no es otra cosa que esa máscara a partir de la cual Mozart confunde a Salieri con su propio padre muerto y ya no puede escapar de ese callejón sin salida.
“Es cierto, yo siempre me acuerdo de esas máscaras aterradoras de Ojos bien cerrados pero en Amadeus Salieri usa una máscara bauta, la de los carnavales de Venecia”, celebra Valenzuela, que vuelve a levantarse del sillón: “Es una máscara con una saliente que incluso distorsiona la voz, eso era para impedir el reconocimiento en los carnavales orgiásticos del siglo XVII en Venecia”.
¿Las máscaras provocan un cambio en los sentidos?
–Claro, pensá que se modifica incluso la respiración: entra poco oxígeno y entre los yuyos que queman, el efecto del fuego y todas las máscaras que ves a tu alrededor, entrás en un estado tercero, casi alucinatorio. La visión suele reducirse un poco: a través de las máscaras de los yaquis, un pueblo indígena del estado de Sonora, por ejemplo, no se ve nada; de hecho, ellos hacen también la danza del venado, donde directamente te ponen una vincha que casi te tapa los ojos para andar agachado como el venado. En el otro extremo, hay una etnia en Nigeria que produce máscaras de carrera con una abertura de ojos muy grande para poder correr: corren las personas pero, en realidad, compiten las máscaras. También el olfato se modifica, porque algunas máscaras no tienen fosas nasales: entrás en otro plano, en mundos y tiempos paralelos, algunos pueden bailar días enteros y, por el contrario, hay rituales de eternidad que duran diez minutos, pero todo adquiere otra dimensión.
Da la impresión de que las culturas que desarrollan las máscaras son las más postergadas.
–Bueno, hay algo de eso por lo de la inversión que propone el Carnaval. Aunque también hay máscaras en países como Suiza, Alemania y ni hablar de Italia con lo que es la Commedia dell’Arte. Pero es verdad que hay máscaras maravillosas en algunos países de Europa Central como Hungría. Lo interesante, además, es cómo el tema de las máscaras termina hermanando a culturas tan lejanas geográficamente: mientras ciertas tribus de Africa entienden que la transpiración que sale de las máscaras es el desborde de la palabra de los ancestros, los chané, una tribu amazónica del Chaco salteño, consideran que el alma de los muertos se va al palo borracho, al árbol, por lo que la máscara lo que hace es recuperar al ancestro. Quizá por eso para muchas culturas las más importantes son las máscaras usadas, a tal punto que en México llegan a falsificar el uso de algunas, es decir, tienen que estar bailadas.
Además, hay una clara relación entre las máscaras y la muerte.
–Es que las máscaras son más sublimes que bellas, justamente porque dialogan con la muerte: hay infinidad de máscaras mortuorias como la de oro de Agamenón; también hay muchas mexicanas y peruanas que se utilizan en los funerales para liberar el espíritu de los muertos. Son impresionantes en ese sentido las máscaras de los dogones, etnia que pudo sustraerse al Islam y mantener gran parte de su tradición, y en cuyos rituales funerarios cada persona debe de esculpir su propia máscara a partir de unos modelos muy concretos. Esas máscaras no se pueden nombrar y ellos tienen todo un lenguaje cifrado para mencionarlas. Por otro lado, hay máscaras malas, como la de los poro, en Africa, que las mujeres no pueden ver porque, de lo contrario, sucedería una desgracia. Esas están muy cargadas y trato de no tenerlas en casa.
En ese verdadero viaje fuera del tiempo que es Diario de máscaras, Valenzuela arriba a la siguiente definición de su objeto de estudio que es, también, su objeto de culto: “Las máscaras son umbrales, entidades liminares entre lo sagrado y lo profano, entre el mundo de los espíritus y el de los mortales, entre el bien y el mal, entre la obra de arte y la espontaneidad del desparpajo, entre la risa y el llanto, la alegría, el ritual, la muerte, el desenfreno”.
Todo eso aparece también en este diario sin orden ni cronología, en el que confluyen los peligros que asume en cada una de sus aventuras esta adicta a los carnavales que suele alejarse de los grupos y los grandes placeres que ese mismo riesgo trae, como por ejemplo haber descubierto, luego de un primer momento de caerse muy mal, que el actor y director de cine Robert Redford (a quien conoció por una entrevista que le encargó hacer la revista Vogue) compartía muchos de sus intereses.
Hay magia, hay sincretismo, hay mucha reflexión literaria (“todo viaje es una forma especial de lectura y ahora sé que conviene visitar Japón como quien lee un libro en ese idioma, de atrás para adelante”) y hay un permanente ida y vuelta entre el presente y el pasado. Por ejemplo lo que le sucede en el Museo de Historia Natural de Nueva York cuando Valenzuela descubre una serie de máscaras de la costa oeste de Canadá, correspondientes a una de las tribus estudiadas por Lévi-Strauss, que tenían un hueco como para sonreír, algo que ella misma había hecho al confeccionar en Buenos Aires una máscara. O cuando en México vio un grupo de músicos que se acercaban a las puertas de una iglesia tocando “La cucaracha”, y ella recordó la anécdota familiar según la cual, a los tres años, habían echado a la pequeña Luisa de una iglesia por cantar, precisamente, esa canción.
Si bien en el libro decís que, en rigor, no sos una coleccionista porque tu pasión no es inmoderada, ¿pensás cerrar en algún momento la persiana a las máscaras?
–Sólo cuando me quede sin espacio físico donde colgarlas: yo pensé que después de escribir un libro así no iba a querer ver otra máscara en mi vida, y sin embargo, seguí buscando. De hecho, después de escribirlo conseguí en el norte de Laos una máscara hermosa que abre la boca. Lo curioso es que, aun cuando no las busco, las máscaras vienen a mí: en ese mismo viaje que hice el verano pasado, ya con el libro escrito, apenas llegué a Vietnam sentí que tenía que resignarme, que ahí no iba a ver máscaras, aunque hay muchos títeres de agua. Y de repente, cuando estaba caminando por Hanoi, una ciudad que detestaba, veo en un kiosco una máscara, tipo careta, pero muy especial, y le pregunto al vendedor: “¿Esto es de acá?”. “Sí, del festival del otoño”, me responde. No quiero que la colección tenga fin porque es un hilo con la vida, con el disfrute, con la comprensión de otras culturas y de otras dimensiones.
¿Soñás con máscaras?
–Tengo un sueño recurrente: compro un montón de máscaras y no sé cómo traerlas y subir al avión con todas, me da miedo perder el avión por el lastre, me aparece esa palabra. Entonces le pido a gente amiga con la que estoy viajando que las vayan metiendo en valijas o bolsos de mano para no tener problemas con la aduana. En los aeropuertos me suelen pasar cosas muy divertidas porque traigo máscaras en la mano y, a veces, en países como Colombia, quienes controlan se terminan probando las máscaras.
Así como tus otros libros tuvieron muchas consecuencias, ¿qué puede pasar con este libro de máscaras?
–Ya están pasando, el libro creó mucha expectativa, muchas resonancias: me llamó una psicóloga del Instituto de la Máscara de Buenos Aires, que está por cumplir cuarenta años. Son terapeutas que hacen terapia con máscaras. Las usan para tratamientos, pero también para entrenamiento actoral porque, tal como dice Wilde, dame una máscara y te diré la verdad. Nunca vendí tantos libros en una presentación como en la que hicimos de Diario de máscaras. Y lo vamos a volver a presentar en la Feria del Libro, el 30 de abril, con Pablo Gershanik, un actor maravilloso que trabajó con máscaras y a quien conocí después de terminar el libro. Justo en estos días le dieron una cátedra de máscaras en la Universidad de San Martín. No se puede creer todo lo que está pasando con las máscaras: ¡es un verdadero fenómeno!
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