Gonzalo Unamuno ensaya una original novela generacional en la que los jóvenes de los ’90 prolongan su desencanto y cuestionan la propia capacidad de asumir los cambios sociales del nuevo siglo.
› Por Sebastián Basualdo
“¿Qué vas a ser cuando seas grande?”, pregunta el adulto al niño; y lo cierto es que al principio puede tener toda la gravedad de un juego, como una pregunta que se hace porque sí, tal vez porque también se la han hecho antes al adulto y sabe perfectamente que la respuesta está más cercana a las influencias directas de la ficción en todas sus formas que a una temprana y lúcida conciencia de una vocación definitiva. Difícilmente un niño dirá que quisiera ser concejal o intendente cuando sea grande, y está bien que sea así, o no; pero ¿quién sabe cuál será la reacción del adulto cuando aparezca toda una generación de niños que ya nunca más responda que quiere ir a Disney? De manera temprana, y aparentemente inocente, las palabras comienzan a configurar los imperativos culturales. Las ficciones ponen de manifiesto sus marcas ideológicas y dan lugar a los relatos como un puente tendido hacia los discursos dominantes. “¿Por qué ver televisión dejó de ser una opción para mí? Sobreviví a los años ’90 sin saber un diálogo de Los Simpson, lo que me llevó a perder amigos. No vi Beavis & Butthead, ni Amigovios, ni Verano del 98, ni Montaña Rusa ni Videomatch. Pero en estos días las cosas se agravaron. Sé de innumerables tontos que bajan series por Internet y las miran mientras fuman porro sobre sus apuntes de la facultad suponiendo que por ellas transcurren los relatos de la posmodernidad.”
Que todo se detenga, segunda novela de Gonzalo Unamuno, posee una trama entretejida sobre todo tipo de discursos dominantes (desde los aparentemente inocuos hasta los determinantes e históricos) y los entrecruza y enfrenta hasta que lo ideológico propicia el roce, la chispita madre que hace estallar la conciencia de “ser hijo de un tiempo que no quiere a sus hijos”.
Esa fiesta para unos pocos que fue la década del noventa se ha terminado, sobreviven el recuerdo y sus consecuencias, pero por sobre todas las cosas queda una deuda social y alguien tiene que saldarla; sólo que antes es preciso mirar el fracaso y la vergüenza a los ojos y reconocer a qué generación le tocó en suerte pagar la fiesta: Germán Baraja pertenece a esa generación. Ahora bien, Gonzalo Unamuno construye de manera magistral un personaje que representa la síntesis más oscura y patética de su propia generación: lúcido, corrosivo y despreciable por momentos, triste y desolado, Germán Baraja se aferra al cinismo como único modo de mantenerse en pie mientras todo a su alrededor se derrumba y es incapaz de encauzar su vida. “Pude haberme dedicado a otra cosa, pienso. Jugaba bien al tenis, tenía grandes inquietudes intelectuales. Pude no haber vuelto de Europa, pude seguir viajando, todo lo pude. Y acá estoy. Emulando la vida de cualquier drogón arruinado, con algunos cigarrillos y diez pesos por todo concepto, harto de mi historia.” La frivolidad tiene un asidero profundo y está estrictamente ligado a un discurso: el deber ser. Terminado el ciclo del discurso frívolo y cínico, de la convertibilidad, los viajes a Miami, la ostentación y la farandulización de la política, se espera un cambio abrupto, un levantamiento de otro paradigma que permita darle un sentido a la vida. Y es precisamente sobre la base de este interrogante donde la novela se torna tan necesaria y chocante al mismo tiempo, cruel seguramente, como una verdad que se viene arrastrando desde hace mucho tiempo y se grita de manera impertinente, un poco a destiempo quizá, como la incomodidad. ¿Qué sucedería si por imposibilidad o acaso por algo mucho más grave no hubiera ya una generación capaz de asumir el cambio? Sobre esta hipótesis trabaja Gonzalo Unamuno en Que todo se detenga por medio de un joven de treinta y cuatro que militó durante un tiempo en el Partido Justicialista y descreído ahora, sobrevive a duras penas escribiendo para una revista francesa al punto de tener que recurrir al vecino para que le preste un rollo de papel higiénico y aceptar algo de comida a cambio de droga; porque hay algo dentro de Germán Baraja que crece como un animal carnívoro y lo destruye: se droga hasta matarse todos los días un poco y sus efectos se materializan en un nihilismo absoluto. Hijo enfermo de una década impune, Germán Baraja desprecia todos los discursos ideológicos que ha heredado, y no sólo el de la derecha y del neoliberalismo, sino también y, por sobre todas las cosas, el de su propio origen; porque es hijo de una militante del ERP que ha estado secuestrada; pero eso no le impide arremeter con furia contra todo, acaso porque siente que hay un divorcio absoluto entre la realidad y las palabras. O acaso, seguramente, se trate de algo mucho más profundo y determinante.
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