Novela armada a base de monólogos entrecruzados, Las tipas de Cristina Civale despliega los conflictos que se generan entre tres mujeres unidas por lazos de sangre y de poder en una clínica psiquiátrica, con un notable manejo formal y de lenguaje.
› Por Mara Laporte
Sostiene Erich Fromm que la peor enfermedad es la patología de la normalidad. Considerar lo anormal como norma, el sinsentido como sentido común, lo irracional como razón de ser. Se preguntaba el pensador alemán cuál sería la exacta definición de una sociedad sana cuando hoy resulta tan sencillo perder contacto con la realidad porque las diversas neurosis forman parte saludable de la convivencia social cotidiana. Cuestión que también abordaría Freud en El malestar de la cultura, al plantear que el conflicto entre el individuo y su medio es precisamente el origen de la construcción de la sociedad neurótica contemporánea.
Las tipas es una historia de locuras cotidianas. Narrada en múltiples primeras personas, donde el “yo” es el espacio de la ausencia y cada una de las protagonistas sobrevive a su indigencia en la usurpación o agresión del espacio de la otra, la trama de esta última novela de Cristina Civale se construye a partir de una urdimbre de monólogos cruzados en la que cada una de “las tipas” parece existir menos en su propia voz que en el ronroneo mental de las otras.
Y este entramado de “yoes” vacíos, magistralmente elaborado por la autora, es una de las claves de la historia. Porque si el “yo” supone nuestro estar en el mundo, una construcción discursiva en la que nos volvemos enunciadores de nuestro propio relato, la vacuidad de esa primera persona supone no sólo un desanclaje de una realidad que se construye en la palabra, sino también una desconexión del inter-relato con el otro. Las protagonistas de esta novela de Civale, si de algún modo rozan la locura, lo hacen desde la confusión y transposición de identidades. Una mujer profundamente deprimida que decide internarse por voluntad propia en una clínica psiquiátrica porteña; la enfermera frustrada y maquiavélica que la humilla y evapora a base de narcóticos: ellas son “las tipas”, dos entidades sin nombre que se construyen en espejo y en su desnominalización se desdibujan y enajenan. “Era yo hablándome a mí misma como si fuese otra, pero sabiendo que era yo”, dice una de ellas. Entre ambas, Francisca, la hija de la tipa-paciente que llega para rescatarla del delirio de la internación y acaba sumándose como una más a esa suerte de vodevil genetiano.
Porque en Las tipas nada es lo que parece. Lo que en apariencia comienza bien –la historia se inicia con una larga lista de objetivos deseados y felizmente alcanzados por la paciente antes de su internación– acaba, sin apenas dar vuelta la primera página, en llanto: “Conseguí todo lo que me propuse. Lo que digo ahora y lo que callo”, comienza triunfal la protagonista en una suerte de confesión de diario íntimo. E inmediatamente, el desmoronamiento: “Ya no tengo nada, salvo este ruidoso silencio que me impulsa a revisar una y otra vez cada uno de mis movimientos”. En esta pulsión entre lo alcanzado y lo perdido, en el desajuste entre lo que fue y lo que es, discurre esta historia, cuya banda de sonido pareciera ser ese ruidoso silencio, el oxímoron mental que va hilvanando ese andamiaje de monólogos, apuntalado por los “pensamientos que crujen y sangran”. Y si esta confesión temprana y contrariada de la protagonista provoca una lectura alerta en la sospecha desde el comienzo, la solidez de recursos narrativos desplegados por la autora transmiten sin embargo al lector la sensación de estar avanzando con pie firme el recorrido de la historia.
Civale fija el espacio, el tiempo, los cuerpos, el lenguaje. En una clínica psiquiátrica de Caballito, durante las cuatro semanas que dura la internación de la protagonista, transcurre todo el relato. Allí, dentro de un nosocomio cuyas paredes sólo logran traspasarse a través de los recuerdos, la tipa-paciente decide internarse para iniciar, según ella misma confiesa, un “tratamiento que al menos me convierta en planta y no en esta persona que desprecio”. Lleva, entre sus pertenencias, un cuaderno-diario íntimo en el que durante años se fue escribiendo a sí misma y que se vuelve objeto de deseo, verdadera piedra de discordia entre las tipas, que se disputan su posesión y autoría. Porque pronto el cuaderno acaba en manos de la enfermera, quien no sólo se vuelca compulsivamente a leerlo, sino que comienza a entablar con él un vínculo enfermizo, a sustituir lo escrito por la paciente con sus propias anotaciones, imitando la letra de la mujer internada. “La letra me quedó igualita y como si fuese una transfusión de sangre, empecé a sentir lo que leía en las letras verdaderas de la tipa”. Así el cuaderno, la palabra, se transforma en el único objeto que de verdad las vincula. Por él se agreden, se controlan, se van anulando mutuamente. La tipa-enfermera, inmovilizando a su “protegida” mediante un arsenal de pastillas y sedantes con el único objetivo de demostrar poder y continuar con sus lecturas a escondidas. La tipa-paciente, con sus propios artilugios de revancha y manipulación pergeñados durante su aparente coma farmacológico. De esta manera se entabla entre ambas una dinámica de vigilia mutua, en la que una no duerme a base de té y alcohol y la otra se mantiene en duermevela a fuerza de obstinación y fármacos. Hasta que llega su hija, tercera en discordia con quien mantiene un vínculo de amor/odio, o de odio sin más desde el mismo momento del parto, que no sólo reclama también para sí la autoría de las historias del diario sino que llega embarazada de una niña (¿continuidad de esta dinastía de mujeres dequiciadas?) y provoca que todo estalle. Los recuerdos, las risas de hiena de las tres, las historias de hombres nunca presentes y siempre abandónicos o abandonados, la relación tóxica entre madre e hija. Y ya no se sabe quién es esclava de quién, quién es la enfermera y quién la enferma, dónde acaba una tipa y dónde comienza la otra.
Las tipas es una historia de enajenaciones, desamores y tristezas cotidianas, salpicada con instantes cómicos –la autora sabe cómo descomprimir la tensión en la risa– que es capaz de asomarse al otro lado, y allí quedarse. Porque si la historia de la locura es la de su acallamiento y supresión, lo que Civale propone en su novela es otorgarle una voz, restaurar su lenguaje, reinventarla.
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