Desde su apertura el 28 de junio de 1985 en el barrio de Constitución, hasta su cierre en 2004, en simultáneo con la tragedia de Cromañón, Cemento fue la cuna del rock de la posdictadura y uno de los puntales del under ochentoso, y un lugar de sociabilidad juvenil tan iniciático como oscuro. Ligado a la figura de Chabán, su creador, es una referencia imprescindible en la historia de la música popular y el destino de las grandes bandas, incluida Los Redondos. A treinta años de su fundación, Cemento: el semillero del rock, de Nicolás Igarzábal, es una excelente indagación en la época, sus protagonistas, testigos y sobrevivientes.
› Por Fernando Bogado
Ninguna experiencia de rock está ausente de la mística de un lugar. Desde las bandas masivas, entregadas a la desesperación de “copar” más y más estadios, hasta las bandas más pequeñas de convocatoria reducida, en donde la posición del músico y el público son totalmente reversibles. No por nada estas últimas se identifican con un muy elegante término en inglés que no es otra cosa que una metáfora topográfica: “underground” (o “under”, a secas). Pese a la idea un poco inocente de “compartir escenario”, los dos costados, hoy en día, casi nunca se tocan, y las bandas se reparten los espacios de manera más tajante, teniendo estrellas de escenarios grandes, espacios reducidos para grupos de escasa convocatoria, bares para solistas que incursionan en el folk o en el indie-folk y, cruzando la General Paz, multitud de negocios que improvisan un escenario y hasta playones reconvertidos en anfiteatros municipales para las bandas de rock del partido, las vecinas, digamos. Cemento, el boliche de la calle Estados Unidos 1238, regenteado por el ya fallecido Omar Chabán, era todo eso y un poquito más. Era un lugar que parecía extraterrestre en los complicados paisajes del barrio de Constitución, pero también era un lugar de amigos, de conocidos, un lugar en donde se podía encontrar tanto una terrible pelea entre grupos opuestos como una impensable hermandad entre gente que compartía preferencia por las mismas bandas. “Con el cierre de Cemento se perdió espontaneidad, esa lógica de lo impredecible que proponía el lugar, y nos fuimos a algo más acartonado”, comenta Nicolás Igarzábal, de 29 años, autor de Cemento: el semillero del rock, un libro que repasa anécdotas del lugar, que recoge los principales hechos en cada uno de sus años de existencia y que, de alguna manera, es también una biografía soterrada del propio Chabán y, estrictamente, de eso que ahora llamamos con tanta liviandad “rock nacional”. “Comercialmente, se perdió también un peldaño importante, un téster con el que las bandas se ponían a prueba y medían su crecimiento para tantear la idea de pasar a algo más grande, como Obras Sanitarias o el Luna Park”, sigue Igarzábal. “Hoy veo lugares interesantes, como Matienzo o Zaguán, pero para un público más reducido y más de nicho: el que va a Matienzo no vas a verlo en un show de La Berisso y el que va al Zaguán no va a uno de Tan Biónica. Cemento concentraba todas las movidas juntas, como esos videogames que traían 100 juegos en uno. Hoy pasa todo por las redes sociales y no hay tanto riesgo artístico”.
Entre la nostalgia y el anecdotario, el libro es un repaso prolijo por cada uno de los años en que existió el boliche de Chabán y cierra con el último concierto dado, el del 30 de diciembre de 2004, fecha fatídica que tiene como triste protagonista a otro lugar del mismo gestor cultural, República Cromañón, otro nombre de lugar que sintetiza una de las más terribles tragedias sufridas por la generación de los nacidos cuando Cemento recién empezaba. Gracioso y trágico a la vez, el libro es como el lugar, como Chabán, como la historia de nuestro rock: hechos cargados de las más inquietantes luces, de las más oscuras y terribles sombras. Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.
Abierto la noche del 28 de junio de 1985, Cemento fue parte de un proyecto de Omar Emir Chabán –performer, hijo de una familia de raíces árabes con una fuerte disciplina laboral– luego de haber tratado de materializar algunas ideas que había traído de su viaje a Europa (Alemania, específicamente). El primer intento de poder plasmar estas intenciones en el mundo real fue el mítico Café Einstein, que llevaba adelante con dos socios, Helmut Zeiger y Sergio Aisenstein (los nombrecitos que aparecen mencionados en “Quiero dinero” de Sumo). Ese bar, de escasa capacidad (entraban sólo 100 personas) y ubicado en un incómodo primer piso en Córdoba y Pueyrredón había sido el espacio que vio nacer a bandas que renovaron la música popular nacional de una manera indudable: Soda Stereo, Sumo, Los Twist, Los Violadores y un largo etcétera. Pero Chabán quería ir más lejos, acercarse más a esa idea original que tenía, así que encontró un viejo estacionamiento de 1500 metros cuadrados y comenzó a proyectar allí la venidera cueva del rock.
Las características del lugar eran, literalmente, las de un búnker artístico. Para resolver temas acústicos y evitar la furia de los vecinos (algo con lo que el boliche tendría que lidiar a lo largo de toda su existencia), un ingeniero les dio la idea de armar dos bloques, una caja dentro de otra, sin que se toquen, aislando así el sonido. En el fondo estaba el escenario, de 11 x 14 metros, sumamente amplio, que para muchos constituía una suerte de enorme playa en la cual era difícil que los músicos se choquen o, inclusive, se encuentren: había (demasiado) lugar para todos. En la entrada, del lado derecho, la barra, en donde Chabán gritaba más de una vez ofertas que ahora parecen disparatadas (“¡Ultimos cinco minutos! Cerveza y Coca: ¡dos pesos!”) o llevaba adelante performances que lo hacían quedar como el “loquito” de Cemento, estrictamente, el dueño que no perdía oportunidad para empujar la virulencia del rock un paso más allá y transformarla en la más desacomplejada y desacartonada expresión artística. La construcción del lugar costó 300.000 dólares, prestados a Chabán por la otra gran figura del boliche en sus primeros años, la actriz Katja Alemann. En la mítica noche de su inauguración, la idea materializada de Chabán mostraba todo lo que iba a ser: una parrilla vendiendo choripanes, “Don’t You (Forget About Me)” de Simple Minds sonando en los parlantes y el propio Chabán baldeando y arreglando el techo, con escombros a los costados, un piso recién (y mal) terminado y una lluvia torrencial que amenazaba con postergar todavía más la apertura. Y todos los presentes sumidos en una suerte de mantra artístico-rockero que sería el espíritu amable que respiraría en la misma locación en sus 20 años de historia.
¿Qué músicos de los hoy imprescindibles no pasó por Cemento? Las que ya en los ’80 eran “clásicos”, obviamente. No iban a desfilar por allí Luis Alberto Spinetta o Charly García –o Soda Stereo, que para la época era la gran banda de rock latinoamericano, de gira en gira–, pero Sumo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Don Cornelio y la Zona (banda que parecía creada sólo para tocar en Cemento), Memphis La Blusera, Los Violadores y Todos Tus Muertos continuaron o inclusive armaron su reputación rockera en esa lugar húmedo y terriblemente caluroso. En el caso de los Redondos, por ejemplo, su etapa más fuerte de vinculación al boliche se da a finales de los ’80, luego de haber estado en el primer año, presentar Oktubre (1986) en el Parakultural y Paladium, y volver al territorio de Chabán en la época de la explosión de convocatoria, entre Un baión para el ojo idiota (1987) y ¡Bang! ¡Bang! Estás liquidado (1989). Estamos hablando de una banda que, en los ’90, lideró convocatorias masivas que llevarían a decenas de miles de personas a visitar los más extraños parajes para escucharlos o a desbordar canchas de fútbol en los últimos años de su existencia. Esos mismos tipos, en la presentación de Gulp! el 23 de agosto de 1985 en Cemento, no lograban sumar más de 900 personas.
Si bien el plan original era armar un espacio multidisciplinario, tal como lo atestiguan el nacimiento y desarrollo en el lugar de La Organización Negra (un grupo performático, ineludible antecedente de De la Guarda), pronto el rock tomó la delantera y empezó a armar una situación más bien de culto en torno al boliche. Las bandas que estaban ahí armaban sus movidas, como lo hizo Memphis La Blusera o los propios Ratones Paranoicos en los años de Los chicos quieren rock (1988), Divididos y Las Pelotas (antes era una obviedad, ahora hay que recordarlo: desprendimientos de Sumo) e, inclusive, la Mona Jiménez, que más que movida tuvo dos noches míticas 1989 que todo el mundo recuerda, no sólo por la cantidad de gente, sino por el atrevimiento de Chabán de invitar a un músico de cuarteto al templo del rock. Todos tenían su lugar bajo ese techo agujereado por las piedras de los vecinos.
A lo largo de los ’90, Cemento siguió siendo el semillero de bandas que armarían sus propias tendencias, imponiéndolas al mercado y no al revés. Así sucedió con la movida sónica de principios de la década, en donde se podían encontrar a Babasónicos –quienes también supieron manejar el escenario y la puesta en escena para sumar glamour a sus presentaciones–, Los Brujos, Juana La Loca, Martes Menta, Tía Newton y, en las postrimerías de su auge, Peligrosos Gorriones o, inclusive, Suárez, la banda de Rosario Bléfari representante del lowfi nacional. También Cemento funcionó como lugar obligado para el heavy metal y el punk nacional, músicas más comprometidas con algunos géneros “tradicionales”. Con respecto a lo primero, Hermética, Almafuerte y Malón, bandas de los ’90 que estaban vinculadas al desarrollo del metal en la década anterior, dieron paso a A.N.I.M.A.L., grupo que supo hacerse del lugar ya cerca del 2000. Se podía trazar una línea histórica similar con el punk, partiendo de la mítica presentación del disco Invasión ’88, pasando por el hardcore gay antifascista de Fun People y terminando en los últimos recitales de Flema y el disco en vivo que catapultaría la carrera de El Otro Yo a comienzos del siglo XXI, Contagiándose la energía del otro, grabado en Cemento en mayo de 2000. Pero son todos caprichos del recorte: por Cemento pasaron un increíble número de bandas, llegando a contar 3000 shows, entre nacionales y algunos míticos internacionales (como la presentación de Queens of the Stonehedge a la que asistieron 150 personas). Cuesta creer eso cuando se pasa por Estados Unidos al 1200 y se encuentra un estacionamiento/depósito del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, desprendido ya de graffitis en paredes y de baños en mal estado.
Es muy difícil hablar de Cemento sin pensar en Cromañón. No sólo por lo complejo que es abordar la figura de Chabán después de la masacre, sino también por la impronta que ha dejado en la manera de pensar el rock en la actualidad. El fin de Cemento está pegado a la tragedia, también, por cuestiones lógicas. “Sabía que la figura de Omar Chabán podía generar polémicas, pero traté de mantenerme al margen de ese barro y, de hecho, el libro termina la misma noche de Cromañón, porque fue la noche en que Cemento abrió sus puertas por última vez, para un show de Sancamaleón”, agrega Igarzábal. “Traté de no hacer foco en la tragedia y el dolor después del dolor, y solo tomé a Cromañón como el fin de Cemento, como algo que estaba por estallar en algún momento. Yo no era amigo de Chabán antes de escribirlo, ni me conocía, ni se me ocurrió hacerlo para lavar su imagen. Hay una verdad y es que el tipo fue un engranaje clave para la cultura rock de Argentina y está bueno que se sepa. Entrevisté a 150 músicos, y 140 lo reivindican como promotor cultural y le están agradecidos por el espacio que les dio. Yo, como periodista, busco la verdad y esta verdad que plasmé no tendría que ofender a nadie, ni generar resquemores. No le quita responsabilidades en el tema Cromañón, ni lo exculpa de nada. Traté de mostrarlo tal cual fue manejando un boliche, con sus aciertos y sus miserias”.
“Los argentinos somos adictos a los mitos y el mito de Cemento se fue agigantando con los años de ausencia, de 2005 a esta parte”, concluye Nicolás. “Estaba esa neblina que no se sabía bien si había cerrado por la tragedia de Cromañón, si había cerrado cuando Chabán abrió Cromañón (funcionaron en paralelo, en verdad) o si había cerrado mucho antes. Estaba claro el principio pero no el fin. Puede que el tiempo tamizara algunas cuestiones e hiciera que un lugar feo que sonaba mal y olía horrible fuera recordado con cariño, tal como dice Ricardo Iorio, pero su peso en la historia es incuestionable y hoy a la distancia te das cuenta que esas cosas eran secundarias y que el espíritu del lugar iba más allá de lo edilicio”.
Entretenido, fruto de una larga investigación (que incluyó entrevistas con muchos de sus protagonistas, Chabán incluido), por momentos paródico y por otros trágico, Cemento: el semillero del rock es un excelente libro que nos sirve para repensar una época de la cultura popular argentina. Hasta tal punto hay una intención de volcar todas esas experiencias en el presente que el texto termina con un exorcismo, una escena que parece al mismo tiempo de despedida y de apertura a lo nuevo en donde el propio autor, Nicolás Igarzábal, se convierte en parte del libro, una anécdota más para cerrar las puertas de Cemento. En cada una de las páginas de su libro, lo que se lee es eso: un conjunto de voces que quieren dejar de ser fantasmales, presas de un ayer que parece irrecuperable, y que buscan proyectarse a otro tiempo, volcarse hacia el futuro. El debate del libro, su gran fantasma, se da, en definitiva, en una sola cuestión: tratar de evitar que el verbo “rockear” se conjugue únicamente en pasado.
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