Entre la ciencia ficción y las tecnologías de la comunicación, Hernán Vanoli construye en Cataratas una suerte de distopía sociológica y una pesadilla para lectores incautos.
› Por Fernando Krapp
“¿Quién administra todo esto?” se preguntaba hace poco el escritor, editor y sociólogo Hernán Vanoli en una entrevista radial. La inquietud de su pregunta iba dirigida hacia una playa de estacionamiento ubicada al lado de la facultad de Ciencias Sociales y los posibles tejes y manejes que se hacen con los fondos ocultos recaudados de un predio público. Ya lo piensa uno de los personajes en la nueva novela de Vanoli: “Las verdades más evidentes son relámpagos”. Así de zigzagueante, imprevisible y al mismo tiempo voraz y total, es Cataratas, una suerte de síntesis de sus dos libros anteriores Pinamar y Las mellizas del bardo. Es decir, el uso de una imaginación desbordada y pos apocalíptica con una fuerte intervención política y posicionamiento estético. La línea argumental de Cataratas es muy sencilla: un grupo de Becarios del CONICET viaja al Soberbio, un pueblo cercano a las Cataratas del Iguazú, para asistir un congreso de Sociología. El congreso es igual a todos: aburrido, previsible, un estanque con agua podrida donde los becarios trenzan sus roscas, enarbolan teorías en el aire sobre la realidad política, y leen soporíferos papers. La trama se complejiza y la estructura cambia el rumbo hacia una serie de eventos propias de una novela de aventuras. Sin embargo, el lector entiende que ya desde los nombres de los personajes no está ante una típica novela reventada del nuevo siglo de unas pocas páginas: Gustavo Ramus, Marcos Osatinsky, Ignacio Rucci, Alicia Egunen, todos nombres propios con un peso fuerte (y sensible) dentro de la Historia política argentina reciente. Fundadores de la FAR, de la agrupación Montoneros, desaparecidos, dirigentes sindicales acribillados, todos ellos resucitados y puestos al servicio de una trama novelesca como una fotocopia de sí mismos.
El contexto para las peripecias de estos becarios con nombres fuertes poco y nada tiene que ver con los usos de la Historia y sus modos de narrarla. Vanoli crea un mundo paralelo muy actual, llevando al límite las especulaciones y teorías sobre la realidad hiper tecnologizada que nos toca vivir, muy cercano al uso de la ciencia ficción que hace David Foster Wallace en La broma infinita o Don Delillo en Ruido de Fondo. De este modo, Google diseñó una aplicación llamada Iris que permite realizar escaneos de compatibilidad genética entre dos personas, Mao es una red social similar a Twitter, y una extraña enfermedad de nombre científico, equistosomiasis, vuelve zombis a las personas. Vanoli sin embargo no construye sus ideas y especulaciones de un modo ordenado y compacto: su prosa ágil y rítmica salta de un tema a otro, abre mundos e historias en cada párrafo y cada oración teje (linkea, podríamos decir) una subordinada incierta y al mismo tiempo funcional al universo de su novela.
Y los Becarios: esos pobres sujetos de bibliotecas fotocopiadas, atosigados por tecnicismos científicos y estadísticas nunca chequeadas, enfrascados en sus esperanzas de pegar una beca en Alemania y atragantados por una absoluta falta de practicidad. Su neurosis infinita y sus yoggins azules manchados con restos de yerba y zapatillas Topper de adolescentes, parecen destinados a los pasos de comedia. El humor en Cataratas es, sí, irónico y corrosivo, que por momentos ilumina con un simple comentario y arranca carcajadas en el medio de una balacera. De un mismo plumazo Vanoli se las carga contra el Malba y todo el revisionismo histórico, contra los profesores universitarios enquistados en sus sillas y sus sueldos, y crea al mismo tiempo personajes entrañables con una habilidad inusual para los resortes narrativos y los cambios de trama.
Resulta inevitable no preguntarse, ¿quién narra todo esto? ¿Quién cuenta la historia? O mejor dicho, ¿de dónde viene la voz que especula sobre últimos avatares de la burocracia estudiantil y sus pequeñas miserias cotidianas? La voz del narrador avanza como un informe desquiciado, pasa por arriba de los hechos sin plantearlos y se mete de lleno en las cabezas de sus personajes para revelar su intrincado funcionamiento neuronal; un torrente, una verdadera catarata de palabras que no se detiene en ningún momento. Pero también, las cataratas como enfermedad que alteran la percepción de las cosas ejercida por una vista miope y desterritorializada: que observa de cerca una acumulación de datos para redactar nuestro presente como una crónica de un mundo alterado.
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