En su nuevo libro de relatos, Alejandro Caravario explora aquellos momentos en que las cosas no son exactamente, ni remotamente, lo que se espera. Y lo hace con una escritura gozosa, alejada del laconismo literario.
› Por Mercedes Halfon
Como todos los buenos títulos, No exactamente es como un templo acustizado: las historias que integran el libro resuenan todo el tiempo sobre ese nombre y los sentidos que se abren a partir de él quedan largamente rebotando en la memoria del lector. Se trata del retorno de Alejandro Caravario a los relatos, género con el que hizo su incursión en la literatura con Sangra en 1999, y al que luego siguieron novelas: Costumbres de la carne (2001), Palermo (2003) y la más reciente La presentación (2012). Periodista y editor de pura cepa, Caravario ha transitado numerosas redacciones porteñas desde la crónica deportiva y también desde el periodismo a secas. Es notable que su prosa literaria está menos contagiada de periodismo, que el ejercicio periodístico de su literatura: leyendo sus crónicas y entrevistas, es fácil detectar una mirada lateral más que esquemas predeterminados a los que a veces conduce el periodismo.
Como narrador, Caravario se propone en cada uno de sus textos una aventura narrativa. La experiencia de leerlo nos ubica ante una escritura como la que se tiene frente a figuras como Macedonio Fernández o Clarice Lispector. Hay un carácter gozoso en su uso de la palabra, en la antípoda de algunas búsquedas contemporáneas de economía narrativa. Tampoco se trata de la extenuación formal de una literatura neobarroca, sino de un escritor en pleno dominio de su herramienta que decide divertirse afirmando la soberanía absoluta de la palabra. Los relatos de Caravario, si bien no se privan de ribetes vulgares, grotescos o de universos reconocibles, son antagónicos respecto de ciertas tendencias contemporáneas de mimetismo lingüístico o cierta búsqueda de la oralidad. Esta es una escritura que se practica con precisión, bajando el volumen al runrun de las modas y las épocas.
No exactamente está compuesto por tres relatos. El primero, “El desprecio” –guiño a la película de Jean-Luc Godard– es quizás el que más se emparienta con La presentación. Aquí tenemos un relato en primera persona, la de un joven tímido pero con aires de grandeza que conoce en una fiesta en la que “permanecía solitario en una silla apartada” a una chica despampanante que se enamora de él. La historia nos llega por su propia voz, que como Michel Piccoli en la película de Godard, se encuentra al principio fascinado pero luego incrédulo, hasta llegar finalmente a ser dominada por una grave paranoia producida por este amor magnífico e inesperado. Una historia que no es exactamente una de aquellas en la que él podría creer, y termina enloqueciéndolo de celos. El segundo y el tercer cuento tienen la particularidad de plantear historias en las que si bien hay un claro protagonista, el entramado es grupal. Esto ya lo había desarrollado el autor en sus novelas anteriores y es una marca de estilo. En Costumbres de la carne los acontecimientos más importantes ocurrían en asados y fiestas; en La presentación tres amigos se nucleaban en torno a un escritor de autoayuda, intentando conducirlo al estrellato. Esta última estructura triangular es la que se va a repetir con algunas diferencias en “Nuestros seres queridos” de este libro. La historia cuenta la amistad de un trío de pueblo chico: Barone, Quique e Isidro, tres muchachos de mediana edad que por culpa de sucesivos fallecimientos, empiezan a verse más que nada en cementerios. El protagonista de la historia es Barone, que al no aceptar la reciente muerte de su mujer decide ponerse un bar en el cementerio, que resulta ser todo un éxito. El tercer relato es “El bailarín eléctrico”: una apasionante guerra de pandillas al estilo West Side Story que en realidad tiene mucho de Fiebre de sábado por la noche, al poner en el centro del cuento a Chaco y Mausi, una pareja de bailarines de disco. Él es un morocho que hace encender literalmente las pistas de baile y a quien su pueblo ama; ella es una chica bella y reservada, con una mancha de ácido que le recorre el cuello, que se pasea solitaria en un caballo blanco, lo que no hace más que acrecentar su propio mito.
Conocemos a los personajes de estos relatos con sus talentos, sus momentos más arriesgados, sus ribetes oscuros y ridículos, de un modo tal que terminan generando en el lector una sensación de cariño y familiaridad. La distancia que la escritura mantiene con ellos es la que anticipa el título: no pegada a su vida confundiéndose con ella, ni tan distante como si sus aconteceres no fueran importantes. Una distancia que podemos llamar exacta, justa.
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