El segundo libro de memorias de la italiana Marcella Olschki, la escritora que se hizo famosa con su novela Una postal de 1939 y alternó el periodismo y la moda durante toda su vida, se llama Oh, América y se sitúa en la inmediata posguerra aunque la autora escribió a sus 68 años. Cuenta la llegada de Marcella a Estados Unidos en 1946, el inmediato abandono de su marido y su vagabundeo por un país a descubrir, en un tono de aventura y picaresca pero también de nostalgia.
› Por Ana Fornaro
Con 24 años, un doctorado en jurisprudencia y una guerra encima, Marcella Olschki se tomó el carguero Vulcania para reunirse en Nueva York en 1946 con su recién estrenado marido estadounidense. Era una chica culta y de clase privilegiada que había sufrido, como judía, las leyes raciales de Mussolini y esperaba hacerse la América una vez que se juntara con su comandante. Pero el primer golpe de realidad llegó adentro de ese barco cargado de esposas de exportación al descubrir que las otras quinientas mujeres no eran ni tan refinadas ni tan castas como ella: pocas migraban por amor. La segunda cachetada fue la fundacional y la tuvo apenas desembarcó: su flamante marido, el comandante egresado de Harvard, en lugar de recibirla en un hogar lleno de ollas a estrenar la desa-yunó con la noticia de que se estaba psicoanalizando y al parecer, la terapia, lo había hecho cambiar de opinión. Un año y medio después, Marcella estaría otra vez en el Vulcania, divorciada, y con baúles repletos de mercadería para revender en Florencia.
Oh, América, escrito más de cuarenta años después de esa experiencia, es el segundo libro de memorias de esta italiana que alternó el periodismo y la moda hasta su muerte en 2001. Lo que podría leerse como la secuela de Una postal de 1939, la novela de iniciación que la hizo famosa en Italia (se ganó el Premio Bagutta en 1956) difícilmente lo sea: en el medio quedó la brecha de la guerra.
Pero lo que sí une a sus dos libros es un tono entre ingenuo y agudo de mirada inquisitiva frente a lo que la vida le fue poniendo enfrente. Si en uno fueron los años de estudiante bajo el fascismo, en el otro es su estadía en Estados Unidos resumida en un puñado de anécdotas tan absurdas como fascinantes. Cuando Marcella se quedó varada sin marido en un país desconocido decidió que de ahí no se iba hasta que se divorciara. Pero para divorciarse se necesitaba un buen abogado –que también conociera de jurisprudencia italiana– y para eso se necesitaba plata, y para eso se necesitaba un trabajo, y para eso se necesitaba donde vivir. Sobre todo esto, más lo que le fue deparando el azar, trata Oh, América, una pintura de la sociedad estadounidense de posguerra hecha por una italiana que supo sacarle el jugo a lo que otras personas habrían vivido como una tragedia.
Aunque sin amos y con una estirpe que la deja a años luz del Lazarillo de Tormes (la escritora es la nieta de Leon Olschki, quien fundó una de las editoriales más importantes de Italia) la joven inmigrante tiene, con su estancia en Estados Unidos contada en clave de aventuras e inmersiones sociales, todos los tics de un personaje de novela picaresca. Y esto llega a ser, sin dudas, el atractivo más grande de Oh, América , que es una rareza tanto por el tono como por la forma de narrar sus experiencias. No tiene el humor distanciado de las memorias parisinas de Elaine Dundy ni la profundidad confesional de los libros de Joyce Johnson, por nombrar a dos de sus contemporáneas que abordaron el género, pero sus anécdotas son tan buenas, que valen el libro entero.
Por desesperación, por instinto de supervivencia, por curiosidad y por suerte, Marcella fue transitando y habitando diferentes mundos, desde los lujosos apartamentos de Park Avenue hasta pensiones para chicas recién divorciadas en Reno, Nevada, pasando por la intelectualidad desacartonada de Berkeley (donde también vivió una temporada), encuentros cercanos con cowboys seductores y hasta un viaje a Hawaii, antes de que fuera destruido por el turismo. En menos de dos años, la joven italiana vivió mucho más que la estadounidense promedio. Incluso el clima de posguerra para ella, que había sufrido la destrucción en el territorio, era cosa de chicos.
Sobre la comunidad italiana en Estados Unidos y la percepción de “lo italiano” cuenta: “Los italianos asentados de varias generaciones eran gordas familias, con gordos abuelos, gordos padres, niños gordísimos, todos morenos, todos grasientos y todos chillones y gesticulantes. Comprendí entonces el ‘efecto’ Italia. De aquella otra Italia, de aquella Italia nuestra mucho más civilizada, más silenciosa y tan valiente, la que quería reconstruir un país aún ensangrentado por las heridas de guerra, ninguno sabía nada”.
Aunque tiene esa mirada “civilizada” –por momentos cargada de moralina– eso no le impide mezclarse y lanzarse a la aventura, a la vez que ve con horror – porque también es biempensante– la segregación racial que no la deja, por ejemplo, salir a cenar con músicos negros de jazz, género musical que adoraba y del que se había convertido en experta, llegando a ver a Billie Holiday “totalmente apasionada y atiborrada por las drogas” varias veces y codeándose con los músicos de Benny Goodman.
Vendedora ambulante para parar la olla primero, redactora de noticias en medios de la comunidad italiana, asesora de moda en una tienda de lujo, Marcella juntó la plata necesaria para divorciarse y con lo que le dio el divorcio la plata necesaria para viajar un poco más y volverse finalmente a su país. “En cada esquina me aguardaba una sorpresa: las ofertas de trabajo, algunas personas ancianas que me querían como si fuesen mis padres, el descubrimiento de que era apreciada, de que tenía algo para decir. Si me hubiese empujado la ambición o la vanidad, aquel habría sido mi gran momento”, dice la escritora. Pero también la pasó mal, aunque de eso hable bastante poco en este libro, construido en base a las cartas que les mandaba a sus padres, la mayoría muy edulcoradas para no preocuparlos. Esto quizás explique que sus experiencias se diluyan en una prosa que sólo apuesta a lo anecdótico. Cuando la mirada está tan pegada al pasado, la crónica se tiñe de nostalgia. Y Marcella Olschki, que escribió Oh, América a los 68 años, estaba nostálgica. A pesar de que su vida en Florencia le deparó buenas cosas –se transformó en una diseñadora de moda muy conocida– nunca más volvió a “América” y, claro, nunca más tuvo 25 años.
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