Lejos de los ejercicios de entretenimiento que continúan los pasos de un personaje literario popular, lo que hizo Mitch Cullin al imaginar la vejez de Sherlock Holmes entra en un territorio de mayor calado y ambigüedad. Mr. Holmes presenta un detective de 90 años, ya retirado, atrapado entre las abejas que cuida en su granja y la memoria cada vez más escurridiza de sus hazañas. Una novela sngular, perturbadora y que lejos de los casos que se resuelven a pura deducción, se mete de lleno en las riesgos de la vida empírica.
› Por Claudio Zeiger
Mr. Holmes es y no es Sherlock Holmes. Si el lector se guía por ciertos signos externos, por el clima envolvente, tenso y terso a la vez de los primeros capítulos, por el recuerdo de sus lecturas del original hechas al calor de otros intereses y otras atracciones (por ejemplo, el valor de la evasión, el gusto por la aventura) podría pensar, perfectamente, que no lo es. Y un lector argentino hasta pudiera llegar a pensar que se trata de una recreación bastante certera de los últimos años del general San Martín, o sea, una trama planteada alrededor de qué pasa por la mente y el cuerpo de un hombre decisivo a las puertas de una muerte que mientras llega y se hace esperar, permite estirar el balance de la propia vida, la pregunta por el misterio de una vida, hasta lo indecible, hasta los límites de lo tolerable. La vida siempre puede agregar un matiz encarnizado, siempre puede tener una baraja dura bajo la manga, algo que ni el más sabio o necio de los ancianos puede llegar siquiera a imaginar.
Pero de golpe el hombre gira el rostro a cámara, deja caer un gesto o éste asoma involuntariamente por debajo de la máscara y ante el chispazo de la mirada o en el pálido fulgor de una calada del cigarro caemos en la cuenta de que sí, ¡es él! Como les sucede a los marineros que viajan en el barco de regreso a Inglaterra desde Australia. “Aquellos rudos rostros solo lo miraban con sorpresa en las raras ocasiones en las que un oficial informaba sobre su identidad, y era entonces cuando se percataban de que, aunque usaba dos bastones, su cuerpo permanecía erguido, y de que el paso de los años no había apagado la inteligencia de sus ojos grises. Su cabello del color blanco de la nieve era tan fino y largo como su barba, que siempre llevaba arreglada al estilo inglés.
—¿Es cierto? ¿Es usted de verdad?
—Mucho me temo de que aun gozo de tal distinción.
—¿Es usted Sherlock Holmes? No, no me lo creo.
—No pasa nada. Apenas puedo creerlo yo mismo”.
Lo más intrigante y perturbador de Mr. Holmes —la novela de Mitch Cullin publicada originalmente diez años atrás y que llega ahora a la Argentina al calor de una película de Bill Condon aun no estrenada aquí y donde Holmes es encarnado por el inigualable Ian McKellen— es que pronto nos revela que no se trata de uno de esos ejercicios de composición entretenidos y algo irrelevantes que cuentan un caso de Poirot o del mismo Holmes, o Raffles, o sea, que continúan algo que supuestamente se quedó inconcluso y aprovechable en materia de héroes folletinescos, populares. Hay, como corresponde, un “caso” de Sherlock Holmes rescatado del pasado y funcional a la trama del presente de la novela, cuando en 1947 Holmes tiene 90 años, y también hay algunos párrafos dedicados al elemental Watson que, en el relato del anciano detective no era tan elemental como dejarían entrever sus propias historias. Pero hasta el mismo “caso” (“La armonicista de cristal”) se verá carcomido por la atmósfera crecientemente ambigua y enrarecida del conjunto, como efectivamente sucedía con las historias de Conan Doyle, pero sin esa pizca de rígida racionalidad positivista que siempre rescataba el orden del caos, al alma del barro. Aquí no. Ya no hay nada para deducir. Sólo esperan, adelante, la planicie, el desierto, la muerte, la nada. De eso trata Mr. Holmes. Y de lo insondable que resulta la vida cuando el que vive apenas quiere seguir viviendo y se encierra en su coraza. En la imaginación de Cullin —un escritor de orígenes múltiples, escoceses, irlandeses y cheroquis nacido en México, que vivió en Tokio y actualmente en California— Sherlock Holmes se retiró a una granja remota en Sussex para dedicarse un tanto obsesivamente al cuidado de las abejas, porque en la miel y otros subproductos cree que reside la clave si no de la inmortalidad, al menos de una vida bien conservado. Pero la lucha que es cruel y es mucha lo castigará por un lado impensable que más temprano que tarde, se revela en la novela. Mientras tanto, avanza una línea bastante misteriosa que tiene que ver con el pasado remoto, el Japón y la sexualidad, arriesgada apuesta de Cullin que el lector juzgará si está bien o mal lograda.
La novela transcurre en los primeros años de la Guerra Fría y deliberadamente o no, tiene ese tono interno de circuito cerrado de las novelas de espionaje, y en materia de novela policial está mucho más cerca de la sensibilidad y las ambigüedades de una Patricia Highsmith que del propio Conan Doyle. Mr. Holmes se puede pensar como una reflexión sobre la época victoriana, sus valores, la vigencia de la represión en el interior más hondo de las subjetividades. Lo que no sería muy certero decir es que esa reflexión esté deliberadamente inscripta en una búsqueda de verdad histórica. Mr. Holmes tiene en germen una intuición literaria sencilla y poderosa: imaginar el ocaso de un héroe. Un héroe de todos. Descubre, cuenta, que el poder de corrupción de la vida alcanza también a los seres de los mundos imaginarios. Que su materia, en definitiva, es la misma que la de todos los seres humanos. Se puede morir y resucitar como de hecho sucedió con el personaje Sherlock Holmes. Pero ni la carne, ni la literatura, ni la vida, ni la muerte pueden dejar de ser arrasadas por lo único que no se doblega al poder de la razón y las deducciones tan límpidas como maníacas: el tiempo.
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