Dom 22.11.2015
libros

ARIADNA CASTELLARNAU

HAY CENIZAS EN EL VIENTO

En su primera novela, Ariadna Castellarnau imagina un mundo terminal signado por el hambre, el agotamiento y el instinto de supervivencia marcando el rumbo de la prosa.

› Por Angel Berlanga

En este libro el mundo agoniza. Se trata de un mundo próximo, reconocible en su deterioro, en lo que parece un borde de la extinción. Ante el último durazno en almíbar que queda de una lata, un hombre y una mujer, Rita, pactan que se dejarán morir de hambre. Es que ya casi es imposible conseguir comida y el paisaje humano se reparte entre seres escuálidos y cadáveres. En la ciudad la situación se había hecho insostenible: grupos de saqueadores, un abanico de violencias desatadas y larguísimas y estériles colas ante refugios que racionan la nada que queda. Así que el hombre y la mujer consiguieron dificultosamente una moto e hicieron trescientos kilómetros al norte, a una casa de campo, con la perspectiva de que las cosas fueran algo mejores. En vano: en la atmósfera de este sitio también está el mal.

Ariadna Castellarnau avanza por Quema, su primera novela publicada, a partir de una sucesión de relatos que funcionan por sí mismos y, a la vez, van componiendo fragmentariamente una historia más general (Rita será la protagonista más nítida), con una lógica de disloque temporal y una sucesión de escenas y personajes que dan cuenta del estado catastrófico de las cosas. En esos filos de la existencia y de la supervivencia, y a distancias variadas de, alguien recuerda, “un sistema que sería preciso y de un tiempo perfecto”, la autora pone a sus criaturas a sentir, pensar, actuar: testeos exigentes para observar las naturalezas de los vínculos más tradicionales, madres o padres e hijos, hermanos, parejas. En “un mundo en el que la salvación es individual”, describe un personaje. Crepitan las fogatas, todo está puesto a crujir: hay pibes que tratan de cazar con estacas aunque apenas queda alguna cucaracha, hay trueques de lo más elementales, hay sujetos que consiguen algún tipo de fortaleza a pesar de todo, y luego habrá grupos de “rezadores” esperanzados con algún territorio libre del mal, y también asomará un grupo de “intachables”, al parecer con pretensiones de instalar nuevas normas.

Entre lo concreto de las situaciones in extremis de los personajes y los contornos difícilmente definibles de la naturaleza de el mal, Castellarnau compone un campo en el que se configuran y difuminan posibles sentidos, que siguen latiendo tras la lectura. Los habitantes de este mundo han ido quemando sus pertenencias: hay por todas partes, en principio, fogatas con los muebles, la ropa, los electrodomésticos. “Hay días que las cenizas espesan tanto el aire que es difícil adivinar si es de madrugada o el atardecer”, dice un personaje. No acaban de quedar claras las razones de la catástrofe: en algún relato alguien dice al pasar que la gente empezó a romper sus pertenencias por miedo al mal; en otro alguien desliza que las personas quemaban sus cosas “a la espera de alguna mejoría”. Es el Tiempo de la Demolición. Es El Fin. Castellarnau nació en Barcelona en 1979 y desde 2009 está radicada en Buenos Aires; acaso esos datos lleven a pensar en algunas escenas propiciadas por la crisis española de los últimos años como proyecciones, en esta ficción, con varias vueltas hacia lo apocalíptico. Por ahí es un apunte irrelevante; mejor subrayar lo convincente e inquietante de la escritura de la autora. La belleza de, por ejemplo, tramos como este: “De repente escuché un silbido y al instante las ropas de mi madre se elevaron al cielo empujadas por el calor, arremolinándose como pájaros incandescentes”. O lo que descubre uno de los personajes, en una visita a su familia: “La que había vivido lejos se daba cuenta de que durante todos esos años no habían vivido; sólo habían acumulado recuerdos. Que el fuego arrasara con todo”. Alguien que, al despedirse, concluye: “Reemprendió la marcha. La esperaba un largo camino hasta el lugar al cual se dirigía. Igual no importaba; el tiempo había dejado de contar. Sin casa, sin posesiones en el mundo, de ahí en adelante no tendría que soportar otro deterioro que el suyo propio”.

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