MARCELINE LORIDAN-IVENS
La joven actriz a quien se le abrirían las puertas del cine y la televisión en los años 60 ya era, en verdad, una sobreviviente de los campos de concentración. Marceline Loridan-Ivens podría ir desgranando con el tiempo y en unos pocos libros su terrible historia familiar y personal. En Y tú no regresaste, publicado en Francia este mismo año, ahora traducido al castellano, vuelve sobre la memoria de lo acontecido en una extensa carta a su padre, el que no pudo sobrevivir.
› Por Juan Pablo Bertazza
En Crónica de un verano, el documental de Jean Rouch y Edgar Morin filmado en 1961 (y que puede verse en YouTube), una morocha sonriente y cool –tan francesa, tan años sesenta– cuenta a cámara, con tono seductor y calculada desidia, que vive pensando que no sabe lo que ocurrirá al otro día, porque “nunca sé lo que voy a hacer mañana”.
Lo suelta antes de lanzarse a la calle para preguntarle a una serie de jóvenes parisinos si son felices, si están satisfechos con las condiciones generales de su vida. Nada, absolutamente nada de su magnética participación en esta película, calificada por el historiador Román Gubern como “experiencia límite”, haría pensar que Marceline Loridan-Ivens, esa mujer nacida en 1928 en Épinal (Francia), sobrevivió a un campo de exterminio nazi donde perdió a su padre, ni que sufrió el suicidio de un hermano y de una hermana porque, como ella misma cuenta, padecían la enfermedad del campo aun cuando no estuvieron ahí, ni que ella misma incurrió en dos intentos de suicidio. En realidad, absolutamente nada de su participación en esa película que le abriría las puertas del cine y la televisión –un año después iba a realizar su propio documental sobre la guerra de Argelia– haría suponer lo que cuenta en su autobiografía Ma vie balagan (Mi vida caótica), escrita en 2008 en colaboración con la periodista Elisabeth Inandiak, ni tampoco en Y tú no regresaste, su último libro, publicado este mismo año, donde vuelve a referirse a su experiencia en la Shoah y el aniquilamiento de los judíos en Europa, para lo cual tuvo que vencer el miedo a repetirse como si fuera posible decir dos veces lo que nunca se termina de decir de ninguna manera: “Todavía hoy, cuando escucho decir ‘papá’ me sobresalto, aunque hayan pasado setenta y cinco años, aunque lo diga alguien a quien ni siquiera conozco. Esa palabra salió de mi vida tan pronto que me hace daño; sólo la puedo decir en mi fuero interno, pero de ningún modo articularla. Y, sobre todo, no puedo escribirla”.
Marceline Loridan-Ivens, amiga y compañera de Simone Veil, es una de las 160 personas que aun viven de las 2500 que regresaron de los campos de exterminio. Y tú no regresaste es un libro maravilloso, redondo, profundo, contundente y desgarrador, estructurado como una carta que Marceline le escribe a Shloïme, su padre o, mejor dicho, a la ausencia de su padre, con quien fue deportada y con quien tuvo que atravesar en 1944 una verdadera temporada en el infierno en el campo de Auschwitz-Birkenau, sabiendo que no la iba a leer nunca.
Pero, a la vez, este libro-carta tan crudo como poético cuya experiencia de lectura podría asimilarse a la que despertaría Cartas a un joven bailarín de Maurice Béjart, es una respuesta a otra misiva que su padre le hizo llegar en pleno infierno, a través de un intermediario, pero que ella perdió y cuyo contenido casi no recuerda. Y también constituye una respuesta a esa especie de profecía qué él le soltó a ella durante un fugaz encuentro que habían tenido en el campo de Drancy, en Francia: “Yo te dije: ‘Trabajaremos en ese lugar y volveremos a encontrarnos el domingo’. Me respondiste: ‘Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré’. Esa profecía la llevo grabada dentro de mí tan violenta y definitiva como el número de serie 78750 que grabaron sobre mi brazo izquierdo, algunas semanas más tarde”.
Desde ese cruce efímero y fatídico a esta parte, aquella profecía iba a tomar diversas caras: un imperativo de supervivencia pero también una condena y un absurdo pero contundente intercambio entre su propia vida y la vida de su padre (“mi regreso es sinónimo de tu ausencia”, le dice), cuya muerte (y la consecuente destrucción en el seno de su familia) marcaría para siempre un vacío en su identidad que, como ella misma cuenta, trataría de paliar con cada uno de los maridos que tuvo, cuyos apellidos fue agregando sintomáticamente a su propio nombre. Entre ellos, Joris Ivens, un destacado cineasta amigo del fotógrafo Henri Cartier-Bresson que filmó con Hemingway la película Tierra de España en plena guerra civil, y con quien Marceline rodó varias películas comprometidas, como por ejemplo un documental sobre Vietnam.
Celebrada por sus íntimos como una nueva fecha de nacimiento, Marceline fue liberada por el Ejército Rojo el 10 de mayo de 1945 del campo de Theresienstadt (en la actual ciudad checa de Terezín, sesenta kilómetros el norte de Praga) pero, se sabe, un gran porcentaje de muerte persiste en el que sobrevive, algo que Marceline logra explicar a la perfección con una idea desesperada en la que lamenta no poder dividir con otros ese inmenso dolor.
En todo caso, lo que experimentó Marceline durante los primeros tiempos después de la liberación fueron “inyecciones de vida”, y una enorme incomprensión potenciada por su madre y la política francesa: mientras su madre era incapaz de entender cómo ella no podía tolerar ni el confort del colchón, la ducha caliente y las sábanas blancas pero tampoco la repetición traumática del humo saliendo de cualquier chimenea, las decisiones políticas tomadas por De Gaulle daban por sentada una supuesta unidad nacional que ponía bajo la alfombra el tremendo colaboracionismo de un país constituido por pocos héroes y numerosos adeptos a Pétain, a tal punto que muchos de los cómplices galos del nazismo continuaron en sus puestos de poder.
Con la experiencia extrema que significa haber sido obligada, en semejante contexto, a cavar zanjas para deshacerse de los cadáveres que ya no se podían quemar, Marceline logra en este libro el oxímoron de contar intimidades acerca de la deshumanización: el horror de ser observada desnuda por el satánico doctor Mengele, la falta de menstruación de las prisioneras “porque toda conexión con la vida quedaba anulada”, y “esa extraña cartografía del mundo, miniaturizada en un campo de lengua polaca” a partir de la cual les daban nombre de país a las distintas instancias del sufrimiento (“Canadá era el lugar donde se clasificaba la ropa, México, sin que sepa yo por qué, significaba muerte próxima”).
Así, de horror en horror, matizado solo por el milagro siempre escaso, siempre corto, de la palabra, Marceline Loridan-Ivens va dando rienda suelta a un inefable, tortuoso e irreparable complejo de Electra, destinado a ocupar un lugar de privilegio en ese tortuoso subgénero literario que, a esta altura –y con toda razonabilidad– conforman las cartas al padre.
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