PIERRE LEMAITRE
Llevaba nueve libros escritos, varias novelas entre policiales y negras, y también trabajaba como guionista de televisión cuando el Premio Goncourt, el más importante de Francia, otorgado por su novela Nos vemos allá arriba, le cambió la vida. Con esa picaresca que transcurre sobre fines de la Primera Guerra Mundial, Pierre Lemaitre accedió a la primera línea de los escritores franceses. Entrevistado en París, habla aquí sobre por qué no le parece –como se suele decir– que empezó tarde a publicar, después de los 50 años, sobre lo bueno y lo negativo de haber ganado el Goncourt, opina sobre Michel Houellebecq y la situación política que se vive hoy en Francia tras los atentados.
› Por Juan Pablo Bertazza
Lamarck-Caulaincourt es una estación de la línea 12 del metro que aparece en Amélie. Ubicada en el distrito 18 (bastante al norte de la ciudad de París), además de tener un único y privilegiado acceso entre dos escaleras a los pies del mítico Montmartre, se caracteriza por remontar, ya en su ingreso, una escalera caracol de 25 metros que suele congestionarse más que la avenida Córdoba a las seis de la tarde.
La odisea de salir a la superficie, sin embargo, tiene premio: justo frente a la boca del subte aparece Le refuge, un pequeño bar con terraza que le hace honor a su nombre y en días de lluvia y otras inclemencias ofrece techo o sombrilla a todo aquel que lo necesite. Ese es el lugar elegido por Pierre Lemaitre para hacer una entrevista a la que llegará con una sonrisa, varias palmadas y un gran deseo de conocer pronto Buenos Aires, “a donde nunca me invitaron hasta ahora”, luego de extraer dinero en uno de esos cajeros automáticos parisinos que están a la vista de todo el mundo.
Ya acomodado entre esas características sillas y mesas diminutas de los bares de París que siempre miran a la calle –histriónico, honesto, simpático y apasionado– salta a la vista que Lemaitre es de esos escritores que hacen de la literatura un asunto de necesidad y urgencia sin por eso perder ni un gramo de lucidez. Uno de esos escritores que lograron encontrar en su propio interior –en su cotidianidad, en su entorno– un refugio estable para pasar las peores tormentas sin por eso perder contacto con el dolor y el sufrimiento de los demás.
Claro que uno de los factores que más contribuyeron a catapultarlo como uno de los escritores franceses más importantes de la actualidad es, sin lugar a dudas, el Premio Goncourt que obtuvo en 2013 por Nos vemos allá arriba, una novela que no sólo cambió para siempre su carrera literaria sino que también significó un volantazo con respecto al género policial al que, si bien con mucha originalidad y cintura, venía suscribiendo.
¿Mientras la escribías te dabas cuenta de lo que podía llegar a pasar con esa novela?
–Cuando un novelista dialoga con un periodista no tiene por qué decir la verdad, pero yo voy a tratar de ser honesto: no soy de los que piensan que hacen buenos libros, pero en ese caso me encantó hacerlo y nunca había sentido que las cosas salieran con tanta facilidad. Me crucé, por supuesto, con alguna que otra dificultad técnica pero nada que no pudiera resolver en dos días, problemas que con otros libros tardaba más de un mes en solucionar. No te puedo decir que me parecía una buena novela pero sí que me sentí muy feliz al escribirlo. Sentí la alegría del poder de la escritura, veía venir en cada momento la historia, es cierto que el primer capítulo lo escribí veintidós veces y me hizo sufrir bastante pero, en el intento veintidós, supe que había llegado a buen puerto, como les sucede a los deportistas: es fundamental poner bien el pie sobre la línea, una novela es igual. Quiero decir: no estaba seguro de que era un buen libro pero sí el mejor de los míos.
Teniendo en cuenta el cambio de registro que tiene esta novela, tu caso se opone al de muchos escritores que, a partir de cierto momento de su carrera, parece que se ven obligados a incursionar en el policial.
–Es cierto: muchos escritores parecen elegir el género policial como si se tratara de unas vacaciones. Yo estuve reflexionando al respecto y me di cuenta de que muchos narradores no tienen muy clara la diferencia entre novela policial y novela negra, y yo encuentro una distinción que, si bien no es muy importante para la lectura, sí lo es para el escritor: en una novela policial estás obligado a desarrollar un caso criminal, una investigación y un investigador, hay un mecanismo narrativo. En una novela negra, por el contrario, también hace falta una historia criminal pero todo lo demás no es necesario para nada: en muchos de mis libros no hay exactamente un crimen o culpables. En ese sentido me parece que la novela policial es bastante estricta y no ofrece mucha libertad. Por eso cada vez me siento más lejos del policial puro y cada vez más atraído por la novela negra.
¿Y qué piensan hoy de eso tus colegas del policial?
–Mi caso es raro: tengo una verdadera familia que es la de los escritores de novela policial y, por eso, cuando gané el Goncourt lo sentí como un reconocimiento a la familia, a la novela policial y, sin embargo, nada. Nada de nada, ni siquiera me mandaron un mail: incluso otros escritores me felicitaron y después de pensar un tiempo llegué a entenderlos porque habrán dicho y por qué no yo. Tal vez yo hubiera hecho lo mismo.
¿Qué cambió con el Goncourt?
–La respuesta que suelo dar es “todo”, y creo que es la más honesta. Vos sabés que no existe nada en el mundo similar al Goncourt. Ni siquiera el National Book Award de Estados Unidos se le parece: la difusión, el prestigio, la cantidad de ventas que, en promedio, alcanzan los 400.000 ejemplares y un millón con los libros de bolsillo, es algo extravagante. Es por eso que nadie fuera de Francia puede hacerse una idea cabal del fenómeno impresionante que es el premio Goncourt. Yo estoy muy orgulloso de haberlo ganado porque es un gran premio literario dentro de un país donde la literatura sigue siendo un verdadero evento aun cuando se lea cada vez menos. Yo recibo una docena de proyectos por semana, todo ha cambiado: en lo que respecta a mi último libro, antes de terminar las pruebas de galera, antes de haberlo terminado, ya lo había vendido al cine.
Nos vemos allá arriba (Salamandra), hasta ahora la última novela publicada por Lemaitre y el libro que le sirvió de pasaporte a esa especie de año sabático fantástico que describe es algo así como una épica picaresca sobre la amistad y la supervivencia anclada en los estertores de la Primera Guerra Mundial. Y sin bien no se parece en nada a sus anteriores libros mantiene algo que ya es uno de sus múltiples sellos estilísticos: una especie de apología de la literatura, un reconocimiento explícito a todos esos escritores que, lejos de hacerle sentir el peso de su influencia, lo ayudaron a encontrar su propia voz.
¿Cuánto tuvo que ver con la escritura de la novela tus lecturas de literatura en español?
–Mucho. Cuando empecé a pensar en la escritura de ese libro dudé entre muchas estructuras novelescas. Me quedé con la de El lazarillo de Tormes y días después me di cuenta de que ese formato recién volvió a usarse en Europa en pleno siglo veinte con Günter Grass, lo cual me demostró que esa estructura a la vez antigua y moderna era la ideal para hablar de una crisis. Ahora, lo que acabo de decir tiene que ver con el punto de vista de la inspiración pero más que como inspiración la literatura española se me aparece, sobre todo, como presencia. Cuando trabajo suele aparecer una frase o una imagen que me suena de algún libro o de una película pero no sé bien de cuál. Entonces me pongo a pensar hasta que logro recordar y creo que así debería trabajar el novelista. En ese sentido, la literatura en español se me aparece todo el tiempo, me concentro y me doy cuenta que esa frase que me está sonando en la cabeza proviene, en realidad, de Gabriel García Márquez, de Antonio Muñoz Molina o de Javier Marías, todos autores que he leído mucho y que impregnaron mi cultura literaria. Por eso más que influencia, yo creo que se trata de una muy fuerte presencia.
Parece algo bastante raro entre los escritores franceses.
–Sí, sí, sí, pero ojo: yo creo que es más frecuente de lo que parece, el tema es que pocos lo dicen, no por esconderlo sino porque, por alguna razón, no consideran importante decirlo. Los jóvenes, sobre todo, se niegan a reconocer esas influencias pero para mí es importante porque demuestra dos cosas: en primer lugar que no existe la imaginación en el sentido de crear algo que no existía antes, en todo caso contamos con un nuevo imaginario. Yo escribí hasta el momento diez novelas y estoy seguro de que si me encierro en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires voy a encontrar que todas esas historias ya fueron contadas con anterioridad por lo que no existe, sencillamente no existe inventar algo de la nada. Es por eso que cito a diez autores por libro porque son ellos a los que les debo diez palabras que aparecen en mi libro: si tuviera el tiempo y la energía podría dar cuenta de dónde viene cada renglón de cada página de mis novelas, porque así es la literatura. No se hace de la imaginación sino de una conversación en el subte, de una discusión que pude haber tenido con vos o de una chica que veo pasar y me la quedo viendo porque es linda y después al escribir me doy cuenta de que la mujer que describo es, en realidad, ella.
Y a su vez la ficción puede, a veces, tener consecuencias en la realidad.
–Iba a eso: lo interesante es que nunca queda demasiado claro ni dónde empieza ni dónde termina porque esa chica aparece en mi libro que vos leés y dos años después por ahí incluís en un artículo tuyo una frase que te impresionó porque el mundo entero está impregnado de literatura, la literatura es el receptáculo del mundo. Es como el cuerpo, no se detiene nunca: nace, se desarrolla, muere, se convierte en oxígeno, no para de circular, en todo caso va completando diversos ciclos. Yo tengo la hipótesis de que la necesidad de ficción de los hombres es tan importante como la alimentación, la protección y la sexualidad. Desde que el hombre tiene lenguaje cuenta historias, incluso lo hizo con las pinturas rupestres. Esa necesidad de ficción es casi orgánica en la historia de la humanidad. Yo creo que la literatura o, mejor dicho la ficción, nunca estuvo tan presente como hoy. Se puede encontrar en el cine, en los libros, en el periodismo o en las series de televisión: hace dos o tres años yo quería ver Los Soprano y pasé alrededor de tres meses encerrado en mi casa para ver todas las temporadas, y me encantó, me pareció genial, todas las tardes veía tres o cuatro episodios. Yo creo que las series de tele son muy interesantes porque el cine tiene un problema que es el límite de tiempo mientras que las series son una especie de película de 16, 20 o 30 horas y, a su vez, funcionan también como renovador de la novela.
¿Y, en contrapartida, cuál es tu opinión sobre la literatura francesa de los últimos años?
–Hubo dos períodos muy complicados: el primero fue el del nouveau roman durante los años 60 que, si bien no dejaron muy buenos libros, lograron transgredir las normas y nosotros les debemos a ellos la libertad narrativa con la que contamos hoy. El otro período es ya posterior al nouveau roman y sucede cuando la literatura francesa se vuelve muy psicológica, egocéntrica con todo eso de la autoficción y demás. Creo que eso se empezó a resolver en los últimos años y la prueba son los excelentes libros finalistas del Goncourt y, entre ellos, por supuesto, el de Mathias Enard.
Vos trabajaste también como guionista de series. ¿Cómo es esa experiencia para un escritor?
–Ya no lo hago más: la televisión y yo no nos llevamos del todo bien, es un vínculo que no funciona. Yo creo que hoy las series de televisión son la mejor forma de entender la fascinación por la ficción, esa bulimia narrativa que consiste en atragantarse con capítulos que antes había que esperar y consumir de forma gradual. Es cierto: la literatura tiene hoy menos lugar que hace treinta años pero también es cierto que la ficción tiene mucha más relevancia que entonces.
Aunque el hiperdesarrollo del sentido visual de casi todos los libros de Lemaitre los vuelve aptos para todo tipo de películas y series, hay una novela aun sin traducir al español que parece, directamente, un Breaking Bad francés, a tal punto que Cadres noirs ya se transformó en una serie de televisión: Alain Delambre es un hombre de cincuenta y cinco años que está desempleado y perdió toda esperanza de encontrar un buen trabajo: hace de Papá Noel, trata de vender algo en lo semáforos, hasta que un día un ejecutivo se le acerca y le dice que le interesa su candidatura para un puesto importante, él acepta y está dispuesto a hacer todo por conseguir ese trabajo, aun poniendo en riesgo la vida de sus competidores.
“Esa es la historia y cuando publiqué el libro me dijeron no está mal pero la verdad que es bastante inverosímil ese cuento de la empresa que simula una candidatura para manipular a tanta gente. Lo increíble es que esa anécdota la saqué de una sección de los diarios y es lo único cierto, lo único real que cuento en todo el libro ¡todo el resto lo inventé pero eso era lo único verdadero!”
Siempre se remarca mucho que empezaste a escribir de grande, ¿qué significa eso para vos?
–Es interesante lo que hay detrás de eso: si yo me hubiera convertido en el dueño de un café a los 56 años nadie me haría esa pregunta, yo creo que eso viene de la idea errónea según la cual uno nace novelista o, como mucho, se vuelve novelista durante la juventud. A todo el mundo le parece algo realmente misterioso este tema. Es como si no fuera un oficio porque incluso se considera al periodismo como algo que se puede aprender con los años, se aprende a hacer artículos. Yo trato de luchar contra una idea que tiende a separar el trabajo de la técnica, se suele subestimar mucho la importancia de la técnica que existe para convertirse en un novelista. Y si uno se da cuenta que esa técnica ocupa un ochenta por ciento, no se sorprendería de que alguien se transforme en novelista a los cincuenta y seis años. Yo aprendí esa técnica enseñando la literatura, gracias a todo lo que leí durante veinte años para dar clases, ese aprendizaje de la enseñanza fue lo que generó que me convirtiera en novelista: por eso, a mí lo que me sorprende es que sea algo sorprendente, como si, en el fondo, escribir novelas no fuera un oficio verdadero.
Aprovecho el momento polémico para pedirte tu opinión sobre Houellebecq.
–Si él estuviera acá estoy seguro que no le preguntarías por mí.
Sí le preguntaría
–No tengo el hábito de hablar de otros escritores pero es cierto que no me gusta: él es un escritor de derecha, reaccionario, y yo soy un escritor de izquierda, no me gustan sus libros, ni siquiera Las partículas elementales, ni lo que dice ni lo que representa. Cuando fueron los atentados lo entrevistaron de varios diarios internacionales y ahí me di cuenta de que lo que él decía no era inteligente ni tampoco reflexivo. Es un escritor sobrevalorado que tiene un talento formidable para leer este tiempo, es muy contemporáneo, y sabe muy bien qué les va a interesar leer a los lectores. No es mi enemigo, no puedo decir gran cosa de él porque tampoco considero que sea gran cosa.
Ya que mencionás el tema: ¿cómo se está viviendo en París después de los atentados?
–Yo vivo bien en un país donde hay cada vez más pobres, desclasados, donde es cada vez más difícil vivir para muchos de mis compatriotas. Yo tengo dinero, una hija que está muy bien, un lindo departamento en Montmartre, estoy cada vez mejor en un medio que está cada vez peor, ¿cómo me voy a quejar? Pero es raro ver cómo se pudre todo. Quizás no es mi culpa pero sí mi responsabilidad, tengo la responsabilidad de los privilegiados, la extrema derecha acá es catastrófica y va a durar mucho. Por otro lado, Hollande es un hombre de una gran mediocridad política y encarna la tragedia de que la izquierda no puede encontrar un programa ni un eje. Yo creo que los atentados del 23 de noviembre fueron muy mal comprendidos: no fueron resultado de un islamismo que se fue radicalizando sino lo contrario, una radicalización que se islamizó: jóvenes desclasados tan islamitas como vos y como yo que, a través de eso, llenaron un enorme vacío. Es decir que no es un problema religioso sino político y social. En eso Houellebecq es el mejor porque supo leer y lo hizo antes que nadie con Sumisión.
¿Vos escribirías sobre eso?
–Por ahí suene un poco bestial lo que voy a decir pero si tuviera una buena historia sí lo haría porque antes que nada soy un novelista.
¿Tenés o tuviste miedo de que la presión posGoncourt perjudicara tu escritura?
–El tema es que durante todo ese año de viajes que te contaba antes no escribí ni una página y sí: me pregunté si iba a poder escribir otro libro, cómo me iba a leer la crítica y los lectores, fue un período deprimente, angustiante; es cierto, una depresión dorada, de rico, pero angustia al fin: mi libro Trois jours et un vie va a salir en marzo y la verdad que puse en práctica un truco muy divertido para escribirlo. Esto es algo que nunca conté porque no me lo habían preguntado antes: tenía la estructura pero el libro no salía y empecé a torturarme: ¿ahora qué voy a hacer?, ¿será que se terminó mi carrera? Estaba de vacaciones en España, en País Vasco. En medio de un paseo en el auto le cuento a mi mujer el sueño que había tenido la noche anterior, como si lo dividiera en capítulos, y entonces me di cuenta de que tenía resuelto el libro, lo había escrito con el inconsciente, yo creo en el poder del inconsciente. Claro, después me di cuenta de que había mezclado una nouvelle que dejé sin terminar hacía diez años con algunos relatos que había empezado y algunos escenarios distintos en los que alguna vez pensé. Ahora trabajo con tranquilidad porque pude pasar ese obstáculo, después de ganar un premio así la cosa desciende y vuelve a estabilizarse. Ya no tengo miedo porque estoy en un momento de mi vida de extrema luminosidad, me siento agradecido y privilegiado, ¿qué más puedo pedir? No tener ninguna enfermedad, poder seguir escribiendo y publicando.
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