IZRAíL MéTTER
Publicado en 1989 aunque el libro había sido terminado en 1967, La quinta esquina del ucraniano Izraíl Métter es un viaje a la memoria del narrador, que reconstruye la vida bajo el stalinismo y el imperio de la KGB controlando la vida de artistas y estudiantes. Un testimonio que suma una enorme capacidad de sintetizar en frases literariamente notables el signo de un tiempo terrible.
› Por Laura Galarza
“Un hombre sin pasado es como un insecto que vive un solo día.”
A veces un libro se justifica por una frase. Una única frase que se atesora y se guarda para siempre. En La quinta esquina no hay una frase, hay cientos de ellas, que van enhebrando la existencia de Boria, el personaje del que se recubre el escritor ucraniano Izraíl Métter (Járcov, 1909-San Petesburgo, 1996) para contar su vida atravesada por el stalinismo. Acaso porque frente a la barbarie, la historia sólo da cuenta del destino de una población entera, pero no del viraje al que queda sometida la vida de cada hombre que la padece. Para eso, está la buena literatura.
La quinta esquina se publicó en 1989, con la desintegración de la URSS, aunque Métter la había terminado de escribir en 1967. Su esposa tecleó con un solo dedo el único manuscrito y lo mantuvo oculto por veinte años del régimen estalinista y de la KGB en diferentes rincones de la casa. Con su publicación, Métter, a sus 80 años se convirtió en un escritor de culto en toda Europa, aunque ya llevaba publicada una veintena de títulos entre narrativa, obras de arte y guiones cinematográficos. En 1992, pocos años antes de morir, publicó su último libro, Genealogía, basado también en recuerdos de su familia. En una de las pocas entrevistas que se le conocen declaró: “Desde niño me he acostumbrado a percibir el aliento pestilente del antisemitismo a mis espaldas. Tal vez suene terrible, pero ¿se puede uno acostumbrar a la inmundicia?”
La quinta esquina es un entramado de recuerdos precisos y cotidianos de la vida de Boria, que ahora, a los 68 años, emprende una excursión a su propio pasado: “Tienes frente a ti el borrador de tu vida –nadie puede vivir en limpio–, pero no tienes derecho a borrar ni una sola línea”. A ese apriete se obliga Boria y para eso no ahorra preciosos detalles cargados de simbolismo, cuando cuenta por ejemplo, aquél día en que su maestra llegó hasta su casa para transmitirle a su madre la preocupación: “Su hijo escribe composiciones muy tristes”. O donde describe aquella casa de la infancia cuya ventana daba al nivel de la vereda y entonces él podía reconocer a las personas por los pies. O el jardín delantero, por el que deambulaban pacientes de la clínica psiquiátrica de mitad de cuadra (varios locos de hambre sobrevivientes de la región del Volga). Porque se sabe, hacer una revisión de la conciencia individual y colectiva, de la mano de un alma rusa, será a condición de poner el ojo ahí donde otros desvían la mirada: “Examino mi vida como se examina un trigo, poniéndolo en la palma de la mano para encontrar las semillas malas”.
Boria no es un resentido sino que está desesperado. Al llegar a la juventud su condición de hijo de comerciante le dificulta ingresar a la universidad dado que existen categorías sociales: obreros, campesinos, intelectuales, funcionarios y artesanos. El pertenece a la quinta. De todos modos, cada año vuelve a presentarse. Esperanzado, responde el cuestionario de la comisión de admisión. Una de esas veces, su padre le consigue un trabajo de electricista, lo cual aumenta sus chances. Pero cuando el funcionario de turno le pregunta qué es un kurzschluss, Boria no sabe. El hombre para el que trabaja lo llama cortocicuito. “No hay dudas de que estamos frente a una falsificación”, dice el funcionario. Ahí Boria –al igual que Métter en su vida real– renuncia a la universidad y se dedica de manera autodidacta a dar clases de matemáticas a chicos campesinos y obreros en Siberia, y más tarde a jóvenes militares en Leningrado.
Le llueven los alumnos porque Boria es mejor que cualquier académico. A sus clases llega Katia, quien a sus 17 años se convertirá en la mujer de su vida. Pero nada es fácil para Boria, que causa “repugnancia” al padre de Katia, un prestigioso médico bacteriólogo. La quinta esquina es una historia de amor clandestina. Boria va de visita a la casa de Katia cuando se casa con quien es también su amigo. Huésped en la habitación contigua, escucha –como imponiéndose una tortura– la respiración acompasada del matrimonio. Hasta que veinte años después, detienen a Katia, que muere a los pocos días en prisión, al igual que había hecho su padre luego de iniciar una huelga de hambre. Estamos en plena barbarie stalinista.
La quinta esquina se llamaba al sistema de tortura de los verdugos de la KGB en el que obligaban al detenido a buscar la quinta esquina de una habitación. “¿Qué estaba haciendo yo cuando Katia buscaba la quinta esquina en una habitación cuadrada? Quizás yo estaba riendo.” Y aquí lo medular de la obra de Métter: la responsabilidad individual frente a lo miserable de la vida política. “La gente sometida a un régimen totalitario aprende a hacer algo terrible, justificar para sí misma lo ocurrido”. Con terror y repugnancia se delatan entre los amigos. “La sospecha de todos contra todos se arraigaba en el cerebro, irradiaba los genes, cambiando su código; la sospecha ya era hereditaria. Impregnados de ese veneno que habría vuelto loco a un animal, los seres humanos continuaban viviendo con normalidad.”
Y lo peor: cuando la cultura y el arte se ponen del lado de la denuncia y pasan a ser una forma de intervención pública. Una de las mejores escenas del libro transcurre en un encuentro literario donde homenajean a un gran poeta admirado por el circuito intelectual. Cuando irrumpe un representante de la censura, “un hombre gordo, de rostro redondo y bigotes de dandi, que camina con irritación delante de ellos y dice sus repugnantes y groseras estupideces”. La sala llena de artistas y escritores permanece en silencio, incluso algunos se pliegan a lo que se opina. “A partir de esa noche, para mí, se perdió la lógica sana de la vida”, dice Boria. “¿Cómo era posible que las personas hicieran suyo un punto de vista ajeno, absurdo y cruel? Hay que tener una opinión muy fea acerca de la humanidad para imaginarla capaz de perpetuar voluntariamente, una infamia.”
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