Dom 17.01.2016
libros

ALFRED ROSENBERG

EL AUTOR INTELECTUAL

Fue el principal ideólogo del nazismo desde sus orígenes, y aquel que proveyó los mayores argumentos contra los judíos para alimentar el mito de la pureza aria. Alfred Rosenberg terminó juzgado en Nuremberg y condenado a muerte. Ahora se publican sus diarios escritos entre 1934 y 1944, un verdadero testimonio de los monstruos que también puede engendrar la razón y pieza clave para los estudios sobre el nazismo.

› Por Sergio Kiernan

Un día de estos nos vamos a despertar conmemorando –marcando, lamentando– el primer siglo de esa idea de la primera posguerra mundial, el fascismo. Va a ser difícil ponerse de acuerdo con el cumpleaños, ya que visto a la distancia Europa abundaba en protofascistas, fascistas sin la etiqueta y reaccionarios complicados, con vuelo ideológico. Con lo que la cosa puede terminar decantando por lo más simple: Italia, Mussolini y alguna fecha posterior a 1919 pero no mucho. Va a ser esperable un diluvio de libros como el que marcó el 2014, pero una profecía fácil es que pocos van a tener la carne de esta edición completa, final y anotada de los diarios de ese gran hijo de puta llamado Alfred Rosenberg.

El fascismo nos llega deformado por la enormidad de la Segunda Guerra Mundial, su producto natural, que hace medio increíble su lado político e ideológico. Al estudiar la época, se lee con toda naturalidad la evolución política de la flamante Unión Soviética, la llegada de la izquierda moderada al poder en Francia, la crisis final de la monarquía española o la compleja payada entre tories y liberales en Gran Bretaña, que daría a luz el laborismo. En cada caso, y son ejemplos de un repertorio interminable, se habla con toda naturalidad de ideas, internas, votos, militancias, intereses de clase y todo el etcétera de la vida política. Es mucho más difícil hablar así del fascismo y el nazismo, del rexismo y la Guardia de Hierro, de toda la enorme variedad del nacionalismo militante de media Europa: todo parece un prólogo a la guerra y el Holocausto.

Con lo que quedaron medio olvidados personajes como este Rosenberg, que fue uno de los más venenosos convencedores de masas que hubo y habrá, alguien que puede aspirar al copyright de eso de asociar judíos con comunismo –la frase “judeobolchevique” es prácticamente suya– y el constructor de la crítica radical al cristianismo como una enfermedad hebraica, un truco para debilitar a los blancos arios con esa tontera de la solidaridad y el pacifismo. Rosenberg no era alemán pero era de los peores alemanes, los que quedaron desparramados por ahí durante los siglos y pensaban en dos patrias. Nacido en Revel, como le decían los alemanes a Tallin, la capital de Estonia, en 1893, se formó con la rigidez de un victoriano, con la lengua estonia de la calle y de su madre, y el orgullo alemán de su padre. En 1918, viendo la revolución rusa, “vuelve” a Alemania y se instala en Munich, donde enseguida conoce al tal Hitler, se afilia al minúsculo partido y empieza a escribir para su órgano oficial, el Volkischer Beobachter, y se transmuta en un “experto” en asuntos comunistas y judíos.

No consta que a Rosenberg lo hayan cargado porque su apellido es tan, pero tan judío, pero sus propios camaradas de camisa parda lo describían como “monomaníaco” en su antisemitismo. Nada casualmente, este rasgo obsesivo le ganó una cierta intimidad con su führer, que charlaba con él largamente y hasta lo dejaba hablar. Mi lucha tiene páginas y páginas de diatriba antisemita que fue tomada, al menos en el formato y el ordenamiento ideológico, de Rosenberg. El columnista, además, hizo un aporte temprano al débil partido nazi, produciendo una serie de verdaderos bestsellers –La huella del judío a lo largo de la historia, La inmoralidad del Talmud, El sionismo enemigo del Estado, Los protocolos de los sabios de Sión y la política judía mundial– que arrimaron afiliados y aportes. Los premios llovieron enseguida, como la dirección del Beobachter en 1923 y sucesivos nombramientos como Formador Ideológico del partido y luego del Reich. En 1930, Rosenberg se ganó bien la vida publicando El mito del siglo XX, que hasta 1945 sería el segundo libro más vendido de Alemania y sus países ocupados, justo abajo del tomo de Hitler.

Rosenberg no fue Joseph Goebbels porque hablaba mal en público, aunque sabía dar conferencias, y no tenía el talento multimediático de su rival rengo, al que odió toda su vida con una pasión correspondida. En la bolsa de gatos que siempre fue el nazismo, con Hitler dándole poder a uno en un área e inmediatamente dándole el mismo poder a otro en la misma área, a ver quién ganaba, Rosenberg se puso en el rol de intelectual orgánico y creador de dogmas. Es él quien pone en el centro del debate, y luego de la educación del país, el enfrentamiento raza-antirraza, alemán-judío, como motor oculto y verdadero de la historia, el elemento simplificador que explica todo. Es justamente esta simplicidad lo que le da poder a este tipo de antisemitismo, lo hace durar hasta ahora y literalmente justificó cualquier crueldad concebible: es una lucha a muerte entre humanos y “una enfermedad”.

Los nazis llegan al poder en 1933 y Rosenberg, que era el editor de todos los medios del partido, sólo ocupa puestos de segunda línea aunque con títulos pomposísimos de “encargado nacional” de esto y lo otro. Himmler, Goering, Goebbels son superministros que construyen rápidamente imperios privados, mientras Rosenberg se consuela con su acceso al führer y la expectativa de cosas mejores. Es lo que ocurre en octubre de 1940, cuando Alemania termina de conquistar Francia, Polonia, Grecia, Dinamarca y Noruega, tiene el Eje en funcionamiento y los aliados ordenaditos para la segunda etapa de la guerra. Ahí se forma el Einsatzgruppe Rosenberg, con el encargo de “administrar” las propiedades de los “indeseables”: el periodista y escritor es el que organiza el saqueo de propiedades, dineros, bibliotecas y colecciones de arte de los judíos de media Europa.

Lo hizo bien y cuando en junio de 1941 Hitler invade Rusia, no sólo lo deja participar en los planes políticos –tratar bien a los estados bálticos, darle autonomía a Ucrania– sino que terminan nombrándolo gobernador civil de los territorios ocupados: para fin de año, Rosenberg gobierna medio millón de kilómetros cuadrados y treinta millones de personas, con la misión de “ordenarlos” para alimentar el esfuerzo de guerra. Es una etapa del saqueo masivo, de los que originan hambrunas y fusilamientos, mezclada con progroms “espontáneos” y coordinación con la policía de seguridad y la SS para la “limpieza étnica” y la “germanización”. El intelectual se anota millones de muertos en el currículum.

Alfred Rosenberg: Diarios 1934-1944. Editados por Jürgen Matthäus y Frank Bajohr Crítica 770 páginas

Nada de esto figura en los diarios, porque los nazis no hablaban de estas cosas ni a solas. Lo que sí hay es una detallada historia de las internas políticas, el rol de Hitler en el universo mental del nazismo, y una justificación minuciosa de la “gesta” nacional. También casos y casos de cosas como la “falta de expresión de los genes judíos”, que permitía que “los mestizos de primera generación” pasaran por arios. Estos papeles no se conocieron hasta 2013, cuando son donados al Museo del Holocausto en Washington, después de años de yacer en el archivo privado de un funcionario de los juicios de Nuremberg, que publicó partes aquí y allá. El hombre los tenía como parte de la causa contra Rosenberg, que fue ahorcado como criminal de guerra en 1946.

Ni en prisión dejó de escribir: los neonazis de hoy siguen leyendo sus “Apuntes de la cárcel”, contrabandeados por un simpatizante y reeditados hasta hoy.

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