DON DELILLO
Consagrado y un tanto perdido de vista en los últimos años, quizás algo repetido, Don DeLillo vuelve con Cero K, una novela donde sus obsesiones histórico- tecnológicas son absolutamente reconocibles en una trama que gira alrededor de buscar la inmortalidad mediante la conservación en frío de los cuerpos, pero en cuyo centro reside algo mucho más cálido y terrenal: las relaciones entre padres e hijos.
› Por Rodrigo Fresán
En 1997, como remate a una triunfal seguidilla de hitos -iniciada en 1982 y comprendiendo a Los nombres, Ruido de fondo, Libra y Mao II-Don DeLillo (Nueva York, 1936) reinventó el concepto de novela histórica publicando esa summa de todas sus obsesiones que es la colosal y neo-tolstoiana Submundo. Aquella novela titánica en fondo y forma y ambición realizada abría –en su edición original– con portada con vista del World Trade Center envuelto en niebla, cerraba con la palabra “Paz”, y ya saben lo que ocurrió el 11 de septiembre de 2001. De pronto -como le había sucedido antes a gente como Philip K. Dick y a Andy Warhol, quienes optaron por morirse antes que vivirlo- nuestra no-ficción había alcanzado y se parecía tanto a las ficciones de DeLillo. Y de golpe no es que DeLillo se muriese; pero sí que pareciese ya no estar a la vanguardia de todos y de todo (su nombre suplantado por el de discípulos como David Foster Wallace, Jennifer Egan, Jonathan Franzen, Tom McCarthy o Dana Spiotta) y haber caído en una modestia retro y repetitiva. Algo que bordeaba incómodamente la involuntaria autoparodia con el abuso de sus aforismos marca de la casa en las más minúsculas que miniaturas y más teóricas que prácticas Body Art, El hombre del salto (ahora directamente sobre el aquellas torres en caída) y Punto Omega. O hasta resignándose a explorar territorios definitivamente reclamados por otros (el Bret Easton Ellis de American Psycho) en la innecesaria Cosmópolis. De esta última cosecha del nuevo milenio más recalentada que cool se salvaba –por motivos antropo-arqueológicos– la recopilación El ángel esmeralda que nos revelaba a un DeLillo como inesperado y atendible cuentista.
La buena noticia es que con Cero K, DeLillo –a quien ya nos habíamos acostumbrado a visitar en adormilada animación suspendida– se descongela, abre los ojos y vuelve a pasar al frente. Cero K es su novela más vital en mucho tiempo ocupándose, paradójicamente, del siempre terminal pero infinito tema de la muerte y de cómo escapar de ella por la vía criónica. En Cero K DeLillo, además, reclama el trono de visionario (aquel que no se conforma con la facilidad de predecir el futuro sino que opta por descifrar los códigos clasificados de nuestro presente junto al J. G. Ballard de casi siempre, al William Gibson de los últimos tiempos, al Dave Eggers de El círculo, y al Thomas Pynchon de Al límite) y renueva su patente de “chamán jefe de la escuela paranoide de la ficción”.
Aquí, DeLillo nos lleva a un mañana inmediato en el que los dueños de todo lo adueñable aspiran a experimentar “el mito de la inmortalidad de los billonarios” siendo preservados en una comuna desértica al sur de Kazajistán financiada por todopoderosos y conocida como Convergencia (claramente inspirada en la ya existente Alcor Life Extension Foundation en Arizona, donde ya hay ciento cuarenta y cuatro privilegiados durmiendo en nitrógeno líquido a la espera de que sus dolencias puedan ser curadas).
Hacia allí, DeLillo hace viajar al narrador, el torturado Jeff Lockhart, para asistir a los penúltimos ritos de su madrastra, Artis Martineau, lista para ser almacenada bajo los dictámenes de una “tecnología basada en la fe”. En este “subplaneta” para los very few, también espera el padre siempre ausente de Jeff, el narcisista Ross Lockhart, magnate de las inversiones y uno de los fundadores del lugar a quienes “la muerte enoja mucho” y aspiran a “acabar con una versión de la vida para acceder a otra versión más permanente”. Todo vale y no hay dinero suficiente para convencerse de que se teme a la muerte cuando en realidad lo que da miedo es una vida que, teniéndolo todo, ya no tiene mucho que ofrecerles salvo el producto definitivo de experimentar eso por toda la eternidad o, en su defecto, de “apropiarse del fin del mundo”.
Más de allá de todo lo anterior y muy reconocible (pero sin por eso sacrificar los ingredientes delillianos habituales, como los personajes desplazándose y hablando con cadencia de zombis hiper-conscientes, la amenaza terrorista y las neurosis creativas, las elucubraciones socio-políticas-filosóficas y los slogans-mantras cromados y filosos, la familia disfuncional como zona de catástrofe y los desastres naturales como lengua secreto a decodificar, el arte como coleccionismo compulsivo y el consumo como forma de belleza, la sátira hermética y aquí más que nunca refrigerada tras los pasos de Kafka & Beckett y las advertencias luditas ante el avance del fantasma en la máquina) Cero K ofrece una sensible novela de padres-hijos. Una atmósfera envasada al más lleno de los vacíos absolutos en la que –bajo la discusión con los dientes apretados de los límites éticos a la hora de la “singularidad” rediseñar/mutar al ser humano como maquinaria high-tech– apenas se esconde una conversación más profunda acerca de los sentimientos más primarios y antiguos como el humanidad. Y se permite una esperanza corporizada en la figurita de un precoz huérfano adoptado en Ucrania recordándole a todos que hay cosas más urgentes a considerar que el seguir para siempre. Sí: el futuro sin límites es un artículo de luxe para aburridos (anticipando la posibilidad cercana de la inmortalidad, DeLillo juega prediciendo el advenimiento de cultos que adorarán la idea de la muerte como se adora a un dios ausente) mientras que el aquí y ahora es para los verdaderos héroes y protagonistas.
De ahí que lo que acaba ofreciéndonos DeLillo –tal vez al abrigo de su propio crepúsculo y más allá de su título que alude al frío absoluto– tal vez sea su obra más cálida y sensible y donde se nos advierte que “aquello que olvidamos es lo que nos revela quienes somos”.
En Cero K, por fin, DeLillo –quien sigue haciendo lo suyo en una máquina de escribir Olympia, lee las noticias en papel o las ve en telediario, no tiene teléfono móvil ni acceso a internet y sigue apostando a “la escritura como forma concentrada del pensamiento”– vuelve a mirar hacia delante y nos invita a recordar de dónde venimos, para qué estamos donde estamos, y por qué sentimos tanto frío aunque se descongele alrededor nuestro.
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