LUCIA BERLIN
Había llegado a publicar seis libros de tiradas modestas, y no disfrutó –pero tampoco padeció, como ella misma pensaba que podría haberle sucedido– de la fama en vida. La publicación reciente de Manual para mujeres de la limpieza, donde se reúnen cuarenta y tres relatos, aproximadamente la mitad de todos los que escribió, volvió a poner en escena la vida y los libros de Lucia Berlin, una extraordinaria escritora ahora comparada con Raymond Carver y que tuvo una vida azarosa y viajera, tanto en los Estados Unidos como incluso en Chile, hasta su muerte en 2004. La publicación de sus cuentos en castellano es una excelente oportunidad para conocerla y celebrarla.
› Por Ana Fornaro
Imaginemos que recibimos unas cartas. Son de una amiga que no vemos hace tiempo, le perdimos la pista porque tuvo una vida bastante accidentada. Se mudó muchas veces, se casó otras tantas, crió sola cuatro hijos. Nuestra amiga es divertida, brillante, casi transparente. Cuando la leemos sonreímos: sólo ella puede contar esas cosas. Nos escribe desde lugares tan exóticos como Albuquerque, Idaho, El Paso, pero también desde Santiago de Chile. A veces tratan del tedio cotidiano, otras de recuerdos de infancia. Nos describe a las monjas de sus colegios católicos, nos cuenta sobre su madre abusiva, su abuelo abusador: los dos alcohólicos. Ella también tuvo problemas de alcoholismo; por eso tardó tanto en escribirnos. Estaba demasiado complicada viviendo. Nos cuenta de las clínicas de desintoxicación, de indios apaches en lavanderías de Nuevo México, de jockeys que llegan accidentados a los hospitales, de príncipes en yates chilenos. En sus cartas hay miserias pero no miserabilismo; su mirada sobre las personas y su entorno es tan empática como desorbitada. Se fija en cosas que no solemos mirar. O tuerce la vista y nos cuenta una anécdota por un costado. Pegamos una carcajada, después nos estremecemos: ¿A quién se le ocurre contar así? ¿Cómo hace? ¿Por qué no nos escribió antes? Ahora transformemos esas cartas en cuentos y a esa vieja amiga en una desconocida que murió hace doce años dejando una obra tan deslumbrante como olvidada. Hasta ahora. Lucia Berlin volvió desde entre los muertos para brillar con su Manual para mujeres de la limpieza, una selección póstuma de sus mejores relatos que la convirtió en una de las escritoras norteamericanas más reverenciadas de los últimos tiempos y en un fenómeno literario que no se detiene. Después de la insistencia y trabajo de sus amigos más cercanos, que recorrieron varias editoriales con el manuscrito, la prestigiosa editorial Farrar, Straus and Giroux (que tiene a Flannery O’Connor, Johnatan Franzen, y a Roberto Bolaño entre su catálogo de lujo) finalmente mordió el anzuelo. No fue en vano: además del rescate literario, el libro arrasó con las ventas y fue considerado uno de los mejores de 2015 por The New York Times. Con prólogo de “la escritora de escritores” Lydia Davis y una introducción de su compilador y amigo íntimo Stephen Emerson (ambos textos conservados en la reciente traducción al castellano) Manual para mujeres de la limpieza es más que un libro, es un acto reivindicativo: “Siempre he tenido fe en que los mejores escritores, tarde o temprano, acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe: se hablará de su obra, se les citará, se comentarán en clase, se llevarán a escena, al cine, se les pondrá música a sus textos, se recogerán en antologías. Quizá con el presente volumen Lucia Berlin empiece a recibir la atención que se merece”, dice Davis, que vio cumplida su premonición casi de forma instantánea.
La crítica, que había ignorado a la autora durante medio siglo, se puso a la altura de las circunstancias en una catarata de elogios casi sobreactuada. No pararon de llover comparaciones: una Raymond Carver femenina, una mezcla de Proust y Chéjov, una precursora de David Foster Wallace. Aparecieron viejos amigos compartiendo su correspondencia –Berlin era una gran escritora de cartas–, salieron a hablar sus hijos, comenzó la reconstrucción de esa vida tan intensa y multiplicada, materia prima de su escritura. Pero nada es porque sí. No es casual que Berlin encuentre el éxito justo ahora que hay una onda expansiva de escrituras confesionales ni que fuera injustamente olvidada. Es verdad que nunca pegó el gran salto –sus seis libros publicados en vida vendieron como mucho unos mil ejemplares cada uno– pero tampoco fue esa clase de escritora que se murió esperando la gloria. Más bien todo lo contrario. “Creo que ella en el fondo sabía que la fama, con la fragilidad que tenía, con su historia de adicciones, podría haberle traído más problemas que equilibrio”, dice su amiga, la escritora Elizabeth Geoghenan en un ensayo para The Paris Review.
La única vez que se ganó una beca de escritura, se la gastó en un viaje a París y, por supuesto, a la vuelta no escribió nada. Seguramente por todas esas razones, quien empezó a publicar como una joven promesa de 24 años en la venerable The Atlantic Monthly, y en la revista de Saul Bellow, The Noble Savage, dejó de escribir durante largas temporadas y se dedicó a transitar, narrando al margen de sus días. Como si escribiera en pedazos de papel sueltos, en horas ganadas a la maternidad, al alcoholismo, a los divorcios, a los oficios terrestres, la escritora –que murió de cáncer en 2004 el día que cumplía 68 años– mantuvo una relación desafectada con la escritura y esa falta de impostura se traspasa a sus relatos, como si su literatura estuviera hecha de papel carbónico.
Lucia Berlin es ella misma y es Carlotta, Dolores, Claudia o cualquiera de los personajes que le prestan la voz para recorrer distintos momentos de su vida. No importa si es primera o tercera persona, la voz siempre es la misma y queda reverberando en la cabeza del lector mucho tiempo después. Escribía en inglés pero también pensaba en español, su segunda lengua, y en los 43 relatos de Manuales para mujeres de la limpieza (más de la mitad de su obra) aparecen las claves, relativamente artificiosas, para reconstruir una historia que podría haber pasado de largo, pero terminó quedándose como literatura.
“En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: ‘Debajo de su almohada, detrás del inodoro verde sauce’. Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia”, dice la narradora del cuento que le da nombre al libro. Allí la protagonista vuelve de trabajar en un ómnibus y, al tiempo que va nombrando y describiendo las paradas, recorre su experiencia como empleada doméstica mientras se despide mentalmente de su marido muerto. Y, entre paréntesis, va dando consejos para las primerizas: (“Mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento”). Además del manual de instrucciones, están las observaciones que desgarran por lo desopilantes, y porque dan en el clavo: “Las señoras siempre suben la voz un par de octavas cuando le hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos”. Este cuento podría bien llamarse –a la manera de los textos de Autoayuda de Lorrie Moore– “cómo convertirte en mujer de la limpieza”. Berlin, que a los 32 años ya tenía cuatro hijos chicos y tres divorcios, unas veinte mudanzas encima, un título de Letras, y un pasado de nena bien, tuvo que sumergirse, al igual que el personaje de su cuento, en ese mundo ajeno. Porque fue una desclasada y quizás sea ese uno de los rasgos que dotan de tal fuerza a sus relatos, que se le vienen encima al lector como un tren descarrilado. Hija de un ingeniero, se pasó toda su infancia girando por pueblos mineros del oeste de Estados Unidos, pasó una temporada de espanto con su familia materna en El Paso y luego de la Segunda Guerra Mundial se mudó a Santiago de Chile donde vivió la vida de la aristocracia de expatriados, en una mansión con mayordomo, yendo a un colegio de ricos –ella, que hasta hacía poco había sido clase media– y viviendo en una burbuja mientras en Chile se vivía un clima revolucionario. Varios de esos recuerdos aparecen en sus cuentos, en particular en “Buenos y malos”, donde la protagonista es llevada por la única profesora progre del colegio –una estadounidense jovencita e ingenua fascinada por el comunismo– a los barrios bajos chilenos para hacer asistencialismo y a veladas artísticas con contenido antiimperialista. “En realidad lo que me atrajo fue la palabra ‘revolucionarios’. Quería conocer revolucionarios, porque ellos eran malos”. Luego de terminar el colegio, siguió participando de la vida en sociedad hasta que se fue a estudiar literatura a Nuevo México, bajo la tutoría del escritor español Manuel J Sénder. Para esa altura –tenía 22 años y era una belleza– Berlin ya se había casado y tenía dos hijos. Su marido escultor la abandonó y gracias al poeta Edward Dorn –una figura clave en su vida– empezó a escribir. Entre el derrotero de maridos artistas y adictos, vivió en varias ciudades (entre ellas Nueva York, donde frecuentó a los beatniks) y tuvo una serie de trabajos que fueron desde profesora de español hasta limpiadora, pasando por administrativa de un hospital, para luego terminar, gracias a Dorn, como profesora de escritura creativa en Colorado. Su carrera como profesora –sus alumnos la adoraban– se vio interrumpida por el cáncer de pulmón y terminó su vida cargando un tanque de oxígeno y viviendo en California, en el garaje de uno de sus hijos.
Buena parte de sus cuentos recrean esa vida doméstica y laboral, la crianza solitaria de sus cuatro hijos, la constante falta de dinero y su lucha con una esclerosis que la atormentó –además de su madre de cuento de brujas– desde su infancia. Pero lejos de la auto conmiseración y el lamento, sus relatos son luminosos, mantienen un humorismo casi involuntario convirtiendo las tragedias –incluso cuando habla de su hermana moribunda, o de los abusos de su abuelo– en una larga y animada conversación que parecería concluir con ella alzando los hombros, diciendo con tono desaprensivo: “bueno, así es la vida, ¿no?”
A pesar de las múltiples comparaciones, la escritura de Berlin es única. Sus cuentos por momentos destellan técnica, por otros parecen borradores de tan crudos. Quizás por eso haya sido considerada por sus pares como el secreto mejor guardado. El poeta August Kleinzahler, que conoció personalmente a la escritora a mediados de los ‘90 y que ya ha publicado varias de sus cartas en London Review of Books, dijo: “Desde los ‘80 que le digo a todo el mundo que es una de las mejores escritoras de Estados Unidos. Pero supongo que los lectores acostumbrados a los cuentos de The New Yorker dirían que a sus relatos les falta pulido”. Para Kleinzahler, ese estilo entre popular y espontáneo es su marca distintiva y la razón por las cuales las grandes editoriales, a pesar de ganar el American Book Award en 1990 por su libro Homesick, ignoraron su literatura.
Su realismo sucio –de ahí la filiación con Carver, de quien ella diría “escribía como él incluso antes de leerlo y supongo que nuestra afinidad viene de nuestras infancias parecidas, de esa tradición de no mostrar los sentimientos, no llorar”– está permanentemente dinamitado por observaciones y comparaciones que parecen salidas de la cabeza de una extraterrestre, o de una poeta. En “Lavandería Ángel”, en medio de su encuentro cercano con un indio alcohólico veterano de la Segunda Guerra dice: “Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS. En mis ojos había pánico y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de edad, dos cicatrices. Manos nada indias, nerviosas desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos”.
La literatura de Berlin es tan vital que no parece palabra impresa. Sus cuentos están invadidos por el afuera –su uso de la información de carteles al estilo John Dos Passos es más que elocuente– y se transforman en cuadros perfectos de cualquiera de los ambientes que describa. Cuando no escenifica, se filtran los monólogos de una perdedora (“desde que me alcanza la memoria, siempre tuve el don para quedar mal”) que, a pesar de todo, encuentra razones para celebrar. Su literatura está hecha en base a recuerdos y sensaciones que trasladan a sus personajes hastiados a otros lugares y tiempos, como la magdalena de Proust, autor a quien evoca en varios cuentos. Así, en “Temps perdu”, una administrativa en un hospital comienza a revivir un amor de infancia entre el tedio de las horas de trabajo. “Seguí trabajando mecánicamente frente a mi escritorio, contestando llamadas, pidiendo oxígeno y técnicos de laboratorio, mientras de dejaba arrastrar por las cálidas horas del sauce blanco, enredaderas de caracolillo y charcas de truchas. Las poleas y los volquetes de las minas por la noche, después de las primeras nieves. El cielo estrellado como el encaje de la reina Ana”. Hay un ir y venir permanente entre las ensoñaciones y los golpes de realidad “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono.” El lector acompaña ese vaivén permanente, se mece entre diálogos desopilantes y reflexiones hondas que no pretenden sacar conclusiones, otra de sus grandes virtudes. En los cuentos de Berlin las tramas no importan tanto como los personajes. No hay grandes vueltas de tuerca, ni suspenso, pero muchas de sus frases tienen la potencia de un verso. Sus relatos, a veces extensos, otras veces mínimas postales, se despiden como en fadeout y dejan al lector con la sensación de haber asistido a algo insólito. “La historia es lo que se cuenta”, diría Berlin para referirse al fatigado vínculo entre biografía y literatura. La autora partía de sus experiencias, pero también las exageraba o se inventaba partes para que sus textos exudaran verdad. Con experiencias como la suya, muchos escritores se habrían tentado en escribir un libro de memorias, una autobiografía. Pero para eso hay que creer que la existencia puede ordenarse en un relato, en una lógica consuetudinaria que poco tiene que ver, justamente, con la vida. Por eso los cuentos de Berlin, esa pelirroja hermosa con mirada de Elisabeth Taylor, vibran como materia orgánica y hacen que el lector sienta que acaba de recibir un puñado de cartas, asombrosas, de una vieja y querida amiga.
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