MICHAEL CUNNINGHAM
En su nueva novela, Michael Cunningham vuelve al territorio de Una casa en el fin del mundo, donde la contracultura parece salir de la nada de los pueblos y los nuevos vínculos reemplazan a la familia patriarcal. Y también, La reina de las nieves es la historia de dos hermanos y una chica agonizante, un cuento de hadas contemporáneo, agridulce y realista.
› Por Claudio Zeiger
Hace frío en la ciudad y el único refugio aparente contra los estragos del hielo y de la nieve es el hogar y su centro irreductible, su caldera, su entraña: la cocina. Si alguna vez el autor acuñó para siempre la utopía urbana de llegar a tener “una casa en el fin del mundo” (literalmente a house at the end of the world), ahora podría decirse que en sus designios la voluntad deseante se vuelve cada vez más módica: una cocina en el centro del barrio donde sentarse con ropa cómoda a presentir hacia dónde girará la rueda de la fortuna.
Michael Cunningham abandonó los territorios del Gran Arte donde vanguardia y mercado se daban la mano para enhebrar la metáfora orientadora de su nuevo libro. En el anterior, Cuando cae la noche,un marchand de arte afrontaba su crisis de mediana edad y los postreros designios de la carne tironeada entre la belleza y la muerte, estilizada y hasta sublimada por esa referencia al arte de subastas y galerías de Nueva York. Se enamoraba de un cuerpo equivocado y aprendía la lección, melancólica por cierto. En La reina de las nieves, el cuento homónimo de Hans Christian Andersen y los designios del hielo vienen a poner, paradójicamente, mayor calidez al planteo. Volvemos a un territorio más amistoso para los lectores de Cunningham. Los personajes de La reina de las nieves (básicamente el triángulo de los hermanos Barrett y Tyler y Beth, mujer enferma y agonizante, flamante esposa de este último) remiten sin mucha mediación a los “vínculos alternativos” de Una casa en el fin del mundo y a ese universo encantador, fascinante porque todos sabemos algo de él (alguna vez a todos nos rozó su desamparo, su aroma dulzón a marihuana y ropa hecha un bollo en el ropero plagado de banderines y afiches de viejos ídolos). Los personajes centrales y sus amigos son esos neo hippies, hijos de una contracultura americana que no emerge de la total libertad de conciencia y la liberación sexual sino de esos pueblos reconcentrados y conservadores del país profundo. Para no salir a matar a los tiros, se van a vivir su vida.
Pero sea como sea, promediando los cuarenta, estos personajes se arraigaron en la gran ciudad, se establecieron, se dedicaron a tener trabajos esporádicos y golondrina, o un negocio con mucho de feria americana pero cool, son gente que hace tatuajes artísticos, que llevaron adelante su vida hétero u homo a la espera de un retrasado gran amor pero no pasándola del todo mal en el mientras tanto. Hasta que un memento decisivo golpea a la puerta. Y también la Historia. Mientras a Barrett se le revela una Luz del cielo en Central Park el mismo día que lo patean por mensajito de texto, Beth espera un milagro para sobrevivir al cáncer (el milagro llegará por un tiempo) y Tyler busca componer la canción más hermosa del mundo, tarea que no puede llevar a cabo sin volver a consumir merca. Son los días en que ninguno de los hermanos cree que Bush pueda ser reelecto en ese final de 2004. Cuatro años después, irónicamente, cuando se empiecen a cerrar los hilos de estas historias cruzadas, tampoco creerán que Obama pueda vencer al ascendente Tea Party. Entre esas dos anomalías de la Historia transcurren los principales acontecimientos de La reina de las nieves, una novela querible, apaciguada y por momentos, artesanalmente perfecta.
En libros como Las horas y Días cruciales (la primera le valió el reconocimiento mundial, por él mismo, por la película, por la nariz de Nicole Kidman; la segunda es un extraño artefacto experimental ligado a la gran tradición norteamericana, entre patriarcal y subterránea, de Walt Whitman) Cunningham había emprendido una tarea de revisionismo del panteón de la literatura gay pasando por esas altas estaciones. Era quizás una legítima búsqueda de ampliar su enfoque, que siempre lo había encontrado como un excelente estilista pero aplicado a vidas prosaicas y contraculturales. Es evidente que los días cruciales de Barrett, Tyler o Beth (o Lisa & Andrew, la pareja despareja de amigos y socios) transcurren más al ras de la tierra. Son lectores de Madame Bovary, como Barrett, pero están más cerca de Emma Bovary que de Flaubert; Tyler es un aspirante a cantautor y compositor que no toleraría trascender por equívocos de fans o malentendidos de sony music, atado a un imaginario áspero de muchacho de pueblo, a una búsqueda artística que no puede excluir ni drogas experimentales ni conductas genuinas, actitud ser de verdad, un poco naif. Beth, “la reina de las nieves” esquiva y apartada, un poco fría, brillante, es quizás el personaje más entrañable y más enigmático. Ella, y no tanto el rayo misterioso que ve Barrett en el cielo, es la poseedora de un verdadero secreto que tiene para compartir. Ella es la que en una de las idas y vueltas de su cáncer, le dice a los hermanos que la muerte no es tan terrible. Que prefiere vivir, pero que se puede morir. Que no es para tanto. Ya más o menos todos estamos listos. De eso trata en gran medida esta novela que, en rigor, agota su mejor combustible en la suerte de nouvelle que conforma la primera parte, la del triunfo casi agónico del reelecto Bush. Después viene una extensa escena de reunión de fin de año, extraordinariamente armada como una comedia de enredos y equívocos y diálogos de cocaína que podrían no tener fin, una gran escena de esparcir cenizas en el viento y el agua, y finalmente las páginas de la sobrevida de la novela, un lacónico pero algo estirado qué fue de.
El conjunto es un regreso, un viaje, una partida que no termina de partir del todo. Nos movemos en paisajes conocidos, nos emocionamos al volver a revivir escenas vistas o entrevistas; algunas preguntas por lo que vendrá y que siempre tiene su cuota de incertidumbre. La pregunta por el futuro de la literatura gay, por los días de la señora Dalloway que no están narrados en la novela de Virginia o por el sentido de los “días cruciales” de Walt. ¿Serán esos días en que la verdad finalmente se revela, el velo se corre? ¿O será la narración flaubertiana de la nada lo que nos convoca?
Entre esos dos tempos narrativos sigue Michael Cunningham construyendo su mundo, que a veces es el nuestro, a veces no, pero indefectiblemente él sigue siendo el maestro de la descripción de lo mínimo, el rey de las comparaciones, el mago de la introspección.
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