EN FOCO > OSAMU DAZAI
Al borde de los cuarenta años logró concretar el gran anhelado objetivo de terminar con su vida. Osamu Dazai se arrojó al río atado a una mujer con una cinta roja, en 1948. Dejaba una obra singular, frenética y no bien vista por algunos maestros como Tanizaki y Kawabata, sobre todo, Indigno de ser humano, y también sus cuentos narrados por voces femeninas. Un relámpago que en la línea de Akutagawa atravesó con energía frenética la literatura japonesa.
› Por Juan Forn
Hacía un tiempo largo que no leía a un japonés que me moviera el amperímetro, ya me estaba cansando del minimalismo hierático cuando metí los dedos en ese enchufe llamado Osamu Dazai y recibí la descarga eléctrica que andaba añorando. Siempre que un autor o un libro me produce ese efecto, trato de descubrir dónde empezó a existir exactamente, y en el caso de Dazai fueron estas frases: “El antónimo de negro es blanco. Pero el antónimo de blanco es rojo, y el de rojo es negro. Podría seguir: el antónimo de delito sería miel, quizás” (en japonés, delito se dice tsumi y miel se dice mitsu). “Pero entonces me acordé de crimen y castigo, y supe que Dostoievski colocó juntas esas palabras no como sinónimos ni consecuencias, sino como antónimos: como el hielo y el carbón”.
Osamu Dazai era un forúnculo en la literatura japonesa. Tanizaki tenía prohibido que se lo mencionara en su presencia. Mishima dijo de él: “Por supuesto que soy capaz de identificar el talento de Dazai: él dejaba la piel por mostrar precisamente aquello que yo pretendía ocultar” (las malas lenguas dicen que Mishima escribió Confesiones de una máscara bajo el influjo de la obra maestra de Dazai: Indigno de ser humano). Incluso el benigno Kawabata dijo: “Siento profundo desdén por su viciosa materia literaria” y se negó a conceder al joven Dazai el premio Akutagawa (que coronaba una vez por década al mejor escritor japonés menor de treinta años). Dazai se limitó a contestarle públicamente: “Por lo general las personas no muestran su terrible naturaleza, pero son como una vaca pastando tranquila que de repente levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano”.
Dazai era una rara clase de tábano. La palabra que mejor lo define seguramente es paria: el que siente que nació distinto a su clase, a su familia, a su entorno. El que siente la estafa esencial: que todo se puede actuar, y se pregunta si los demás pensarán así, y comprende que los demás también actúan, pero no saben -o se niegan a saber - que actúan. “Mi idea de alguien respetado consistía en una persona que había logrado engañar casi a la perfección a los demás. Yo, en cambio, había evitado con éxito que me respetaran”. ¿Cómo lo hizo? Con cuatro intentos de suicidios y un tenko. El primero fue a los diecisiete años, cuando aún estudiaba en el instituto (sobredosis de barbitúricos; no tomó los suficientes; sobrevivió y se graduó). El segundo fue dos años más tarde: su padre lo había desheredado por su vínculo con una geisha de bajo rango, él hizo un pacto suicida y se arrojó a las aguas de la bahía de Kamakura tomado de la mano de una mujer. La mujer no era aquella geisha. La mujer se ahogó, él fue rescatado por unos pescadores. “Desde que saltamos al agua hasta el último minuto creo que pensábamos en asuntos totalmente diferentes”, escribió después.
El tercer intento fue en 1933, luego de afiliarse a una célula clandestina del partido comunista. Más que los objetivos de aquel grupo político, lo atrajo el ambiente: “Ya conocía el alcohol, el tabaco, las prostitutas y las casas de empeño. El pensamiento de izquierda quizá parezca una combinación un poco rara con todo eso, pero yo le veía algo en común: me hacía sentir a salvo. Mis compañeros no lo veían así. Me daban ganas de decirles que yo no tenía nada que ver con ellos y escapar, pero como no me parecía digno, opté por matarme”. Esta vez decidió colgarse de una viga, pero despertó vivo: la policía lo había salvado y encarcelado, para que realizara su tenko, o “cambio de rumbo”, una práctica habitual en aquellos tiempos militaristas de Japón, que consistía en hacer una confesión y rechazo público de las ideas de izquierda. Según Dazai, aquel tenko fue su obra inaugural y su última voluntad. A la familia no le pareció suficiente y lo internó, primero en un hospital para tuberculosos y, cuando se hizo adicto a la morfina, en un psiquiátrico, donde se desgarraba la ropa y escribía en ella cartas que comenzaban invariablemente “Maldita esposa mía” (la idea la había tomado de una dama que, luego del segundo intento de suicidio de Dazai, le escribió cincuenta tankas, que comenzaban todos con el verso “Vive por mí”).
Dazai enfurecía a los puristas porque practicó toda su vida una rara clase de literatura del yo, o shishosetsu, género de larga prosapia en las letras japonesas. Se lo acusaba indistintamente de no ser fiel cronista de su propia biografía y también de no inventar nada, de enmascararse en sus personajes (en sus formidables cuentos narrados en primera persona por mujeres) y de carecer de personajes. Nadie fue más descarada y elegíacamente egocéntrico que él, y sin embargo las mujeres, los jóvenes y los descastados de Japón sienten hasta el día de hoy que habla de ellos. Lo que pasa con Dazai es que a algunos japoneses no les gusta lo que les muestra el espejo. En un cuento formidable en que hace hablar a un billete (sí, a un billete: money talks), para contar la historia de su país antes y después de la guerra, Dazai escribe: “Por aquel tiempo Japón se abandonó a la desesperación. Imagino que se podrán hacer a la idea de por qué tipo de manos pasé, por qué razón y qué clase de crueles conversaciones escuché mientras me intercambiaban, así que no voy a entrar en detalles”. En un cuento escrito en primera persona por una colegiala, le hace decir: “En mi corazón deseé que te ocurriera alguna desgracia, por tu bien”. Por su novela Shayo (traducida primero como El sol que declina y después como El ocaso), los japoneses comenzaron a usar esa palabra como sinónimo de miembro de la aristocracia que perdía sus privilegios.
Fueron legión las mujeres que lo amaron, que quisieron rescatarlo. Una de ellas dijo de él que hasta la felicidad le hería, como el algodón, y por eso se apresuraba a apartarse de ella antes de resultar herido. En una hermosa estampa que dejó de él su maestro y único protector, Masuji Ibuse, lo describe de la siguiente manera: “Allí estaba, tendido en el tatami, con la mejilla apoyada en la palma de la mano como si le doliera una muela y sin disimular en lo más mínimo su sombrío estado de ánimo, ese peculiar estado de ánimo, como si tuviera el cráneo lleno de vidrios rotos”.
Bebía, desde la mañana, shochu (el aguardiente más barato, conocido en la noche tokiota como matarratas) porque decía que eliminaba los microbios. “Bebía tanto como para tomar un baño, después me hacía unas caricias surgidas del infierno y después caía en un sueño fulminante”, dice en otro cuento con voz de mujer. No llegó a cumplir los treinta y nueve años: luego del cuarto intento, otra vez con pastillas, esta vez con su esposa (“Como hermanos, marchamos a Minakami. La misma noche de nuestra llegada lo hicimos. Sin embargo, a la mañana siguiente, Hatsuyo despertó. Yo también. Había vuelto a fallar”), logró por fin tener éxito: se arrojó al río Tama con una peluquera, atados uno al otro con un cinturón rojo. Sus cuerpos aparecieron, aún atados, seis días después, el 19 de junio de 1948, día de su cumpleaños.
El libro a leer de Dazai es, sin duda, Indigno de ser humano. Como El extranjero de Camus, como El santo bebedor de Roth, como Crónica de mi familia de Pratolini, como Los adioses de Onetti, es uno de esos libros que tocan un nervio instantáneo y que a la vez (descubrimos después) son mecanismos de relojería: se los puede estudiar escena por escena. De ahí aconsejo pasar a Colegiala, sus cuentos en voz de mujer. Después pueden seguir por donde quieran, y hay de sobra, pero con eso ya habrán sufrido en todo su esplendor esa descarga eléctrica llamada Osamu Dazai.
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