MARK TWAIN
Como suele suceder con los futuros clásicos, Tom Sawyer y Huckleberry Finn de Mark Twain no tuvieron una recepción rutilante en el momento de su aparición, en los tramos finales del siglo XIX. Pero el tiempo y la revisión crítica los terminaría situando en la mejor tradición de la novela vitalista norteamericana. Ahora, los dos libros se publican en la colección de clásicos de Penguin, y para celebrarlo, nada mejor que recurrir a la lectura de Norman Mailer en 1984 con ocasión de los cien años de Huckleberry Finn, que aquí se reproduce del volumen Fuera de la ley: los mejores ensayos (Emecé) y en la que el gran escritor los relee como textos contemporáneos conectados con la tradición radicalmente democrática de Mark Twain.
› Por Norman Mailer
¿Existe un tónico más dulce que los momentos depresivos que las reseñas antiguas de las grandes novelas? En la Rusia del siglo XIX, Anna Karenina fue recibida con las siguientes: “La pasión de Vronski por su caballo corre paralela con su pasión por Ana”... “Basura sentimental”... “Que me muestren una página”, dice el Correo de Odessa, “que contenga una idea”. Moby Dick fue incinerada: “Descripciones gráficas tan monótonas que no recordamos haberlas visto antes en la literatura marítima”... “Puro trastorno lunático”... “Triste material. Los cuáqueros del señor Melville son horrendos imbéciles y emisores de tonterías y su capitán loco es un pelmazo monstruoso.”
Con este patrón, Huckleberry Finn sale bastante bien parado. El Springfield Republican juzgó que no era peor que “un jugueteo burdo con todos los buenos sentimientos. [...] El señor Clemens no tiene un sentido confiable de decoro”, y la biblioteca pública de Concord, Massachussetts, tuvo la confianza suficiente como para prohibirlo: “la basura más auténtica”. El Boston Transcript informó que “otros integrantes de la Comisión de la Biblioteca caracterizan la obra como áspera, ordinaria y poco elegante, siendo el libro entero más adecuado para los barrios bajos que para la gente inteligente, respetable”.
Con todo, la novela no fue considerada de un modo demasiado desagradable. No hubo grandes aclamaciones críticas, pero las reseñas fueron amistosas, tomadas en conjunto. Un buen relato, fue el consenso. No hubo la sensación de que una gran novela había aterrizado en el mundo literario de 1885. El clima crítico difícilmente podía prever los encomios de T. S. Eliot y Ernest Hemingway cincuenta años después. En el prefacio de la edición inglesa, Eliot hablaría de “una obra maestra. [...] El genio de Twain se realiza por entero”, y Ernest iría más lejos. En Las verdes colinas de Africa, después de librarse de Emerson, Hawthorne y Thoreau, y liquidar la deuda con Henry James y Stephen Crane con una reverencia amistosa, pasó a declarar: “Toda la literatura norteamericana moderna viene de un libro de Mark Twain llamado Huckleberry Finn. [...] Es el mejor libro que hemos tenido. No hubo nada antes. No ha habido nada tan bueno desde entonces”.
Hemingway, con un don sin igual para olfatear el vin du pays perfecto para una tarde ineluctable, era muy parecido a los demás novelistas en un aspecto nefasto: nunca se sintió perdido para adelantar él mismo con sus juicios literarios. Valorando la escritura de los demás, solía seguir la regla básica del autor en carrera: si le doy buena nota a este libro, ¿ayuda a la apreciación de mi obra? Como es obvio, Huckleberry Finn ha pasado la prueba.
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Aparece una sospecha inmediata. Mark Twain está haciendo el tipo de escritura que sólo Hemingway puede hacer mejor. Es evidente que tenemos que dar un vistazo. Permítanme decir que ayuda haber leído Huckeberry Finn hace tanto tiempo que al tomarlo de nuevo se siente flamante. Tal vez yo tenía once años cuando lo vi por primera vez, tal vez trece, pero ahora sólo recuerdo que llegué a él después de Tom Sawyer y quedé desilusionado. Realmente no podía seguir Las aventuras de Huckleberry Finn. El personaje de Tom Sawyer, que me había gustado tanto en el primer libro, estaba cambiado, y ya no parecía buena persona. Huckeleberry Finn estaba por entero fuera de mi alcance. Más tarde, recuerdo haberme sorprendido por la alta consideración que casi todos los que enseñaban literatura norteamericana le prodigaban al texto, pero eso no me llevó de nuevo a él. Como es obvio, estaba esperando un encargo de The New York Times.
Permítanme darles algunas garantías. Puede haber valido la espera. Supongo que soy el lector número diez millones que dice que Huckleberry Finn es una obra extraordinaria. De hecho, por todo lo que sé, es una gran novela. Fallida, extravagante, despareja, no está por encima de golpes bajos y de hacer efectivos demasiados cheques (rara vez está por encima de ordeñar su propio humor): de todos modos, ¡qué libro tenemos aquí! Tuve la más curiosa sensación de entusiasmo. Después de un momento, comprendí el marco peculiar de mi atención. ¡El libro era tan actual! No estaba leyendo a un autor clásico tanto como mirando una obra nueva que un editor me había enviado en pruebas de galera. Era como si hubiese llegado con una de esas cartas escasas que dicen: “No hacemos esta afirmación con frecuencia, pero creemos que tenemos una primera novela extraordinaria para enviarle”. Así que era como leer De aquí a la eternidad en pruebas de galera, allá en 1950, o Tendidos en la oscuridad, Trampa 22, o El mundo según Garp (que se lee como una primera novela fabulosa). Uno se va sintiendo alternativamente deleitado, sorprendido, fastidiado, competitivo, crítico y, por último, entusiasmado. Un nuevo escritor se había mudado a la cuadra. Podría ser un enemigo o un amigo potencial, pero por cierto era talentoso.
Así fue como me sentí al leer Huckleberry Finn por segunda vez. Seguí resistiéndome al contexto hasta que al fin me rendí. Uno siempre se rinde tarde o temprano a un libro con un fuerte campo magnético. Me sentí como si sostuviera la obra de un escritor joven de entre treinta y treinta y cinco años, un tipo de talento prodigioso del Medio Oeste, probablemente de Missouri, que había tenido la audacia de escribir una novela histórica sobre el Mississippi como podría haberlo hecho hace un siglo y medio, y este joven escritor había logrado darnos un circo de virtuosismos narrativos. En casi cada capítulo personajes nuevos y notables saltaban de la página impresa como si se tratara de una superficie sobre la cual ejecutar sus saltos. La confianza del autor parecía tan completa que podía hacerse cargo de cualquier tipo de hombre o de mujer que Dios le hubiera dado alguna vez al centro de Norteamérica. Borrachos salidos de la cárcel como el padre de Huck Finn hacen su reverencia, llenos de la violencia escabrosa que incluso llega al olor de la ropa. Caballeros y ratas de río, muchachas jóvenes, atractivas, llenas de agallas y “azúcar”, ancianas fuertes con aforismos chasqueando como agujas de tejer, tontos y estafadores: qué cornucopia de chusma y aristocracia habita las riberas del río del autor.
Sería un material soberbio con que sólo el autor no siguiera revelando el hecho de que era un joven norteamericano moderno trabajando en 1984. Sus anacronismos no estaban tanto en los hechos históricos –esos parecían bastante precisos– pero el punto de vista era demasiado contemporáneo. Las escenas podían funcionar –digámoslo otra vez: ¡este escritor era talentoso!– pero seguía traicionando sus influencias literarias. Era obvio que el autor de Las aventuras de Huckleberry Finn había aprendido mucho de escritores mayores como Sinclair Lewis, John Dos Passos y John Steinbeck. Por cierto, había tomado cosas de Faulkner y del tono demente que Faulkner podía alcanzar cuando escribía sobre hombres maníacos que peleaban en pantanos profundos. También había absorbido mucho de lo que Vonnegut y Heller podían enseñar sobre la elasticidad de la ironía. Aunque tenía un sentido más seguro de la picaresca que Saúl Bellow en Augie March, igual se sentía derivativo de esa obra. En algunos lugares uno podía jurar que había memorizado El cazador oculto, y probablemente haya echado mano de Deliverance y ¿Por qué estamos en Vietnam? Incluso podía haber estudiado los manierismos de las estrellas de cine. Uno podía sentir huellas de John Wayne, Victor McLaglen y Burt Reynolds en sus páginas. El autor sin duda había digerido gran parte de la comedia de Hollywood sobre la vida en los pueblos chicos. Su instinto para la vida en villorrios del Mississippi antes de la Guerra Civil era tan agudo como farsesco, y no podía ser más comercial.
No importa. Con un talento tan amplio como este, uno podía perdonar el ojo tan obvio para el éxito. Más de un gran talento tiene que pasar por el gran préstamo de otros para encontrar su propio estilo, y un deseo de éxito popular, aunque peligroso para la escritura seria, no es necesariamente fatal. Sí, uno podía aceptar los pequeños robos de otros escritores, dado el alcance de su obra, el brillo del concepto: ¡captar la Norteamérica rural mediante un viaje con una balsa que baja por un gran río! Uno podía incluso maravillarse inquieto ante la profundidad del instinto para la ficción del autor. Con el muchacho Huckleberry Finn, este novelista nuevo había logrado darnos un personaje de una dimensión que no era cómoda ni medible. En las novelas modernas es fácil para los personajes parecer más vividos que las figuras de los clásicos pero, aun así, Huckleberry Finn parecía estar más vivo que Don Quijote y Julien Sorel, tan naturalmente cerca de su propia mente como lo estamos nosotros de la nuestra. ¿Pero con cuánta frecuencia un héroe que es tan absolutamente natural sobre la página logra adquirir también una estatura moral convincente a medida que sus aventuras se desarrollan?
Hay que repetirlo. Atrapado en el cepo atractivo de su talento, uno está dispuesto a perdonar al autor de Huckleberry Finn por cada influencia que ha absorbido con tanta promiscuidad. Ha hecho un uso tan fértil de sus préstamos. Uno podría aclamar incluso su aparición en nuestra gastada escena literaria si no fuera por la única transgresión que va demasiado lejos. Estos son pasajes que hacen algo más que pedir prestado el estilo de un autor: ¡lo copian! La influencia es mental, pero el robo es físico. ¿Quién puede declarar con certeza que una gran parte de la prosa de Huckleberry Finn no está levantada directamente de Hemingway? Sabemos que no estamos leyendo a Ernest sólo porque el autor, temeroso obviamente de que su tono se esté acercando demasiado, tiene el cuidado de salpicar su texto con “montonamientos” y “n’era” y “ningunas partes” y “lo’otros”. Pero hemos leído a Hemingway, y entonces vemos a través de él: sabemos que estamos leyendo Hemingway puro disfrazado:
“Cortamos álamos y sauces jóvenes, y ocultamos la balsa con ellos. Después tendimos las líneas. A continuación nos deslizamos dentro del río y nadamos. (...) después nos asentamos sobre el fondo arenoso donde el río llegaba a la rodilla y contemplamos llegar la luz del día. Ni un sonido en ninguna parte (...) lo primero por ver, mirando a través del agua, era una especie de línea aburrida: eran los bosques del otro lado; después un sitio pálido en el cielo; después más palidez desplegándose alrededor; después el río se ablandó al alejarse y subir, y ya n’era negro (...) poco a poco podías ver una veta en el agua y sabías, por el aspecto de la veta, que hay un escollo allí en una corriente rápida que se quiebra en él y hace que la veta se vea de ese modo; y ves la neblina enroscarse y subir fuera del agua y el este se hace rojo arriba y el río”.
Hasta ahora he transmitido, espero, el placer de leer este libro hoy. Es el mejor cumplido que puedo ofrecer. Empleamos un estándar tácito de juicio relativo al elegir un clásico. En secreto, esperamos menos recompensa de él que de una buena novela contemporánea. El lector inteligente moderno promedio probablemente reconocería, bajo tortura, que Se acabó el pastel de Nora Ephron fue más divertido de leer, minuto a minuto, que Madame Bovary, y tal vez uno incluso aprendiera más. Eso no significa decir que la primera será superior a la segunda dentro de cien años sino que una novela clásica es como un espléndido caballo que lleva un handicap exorbitante. Los clásicos sufren por su distancia de nuestra chismografía cotidiana. La señal de lo buena que tiene que ser Huckleberry Finn es que uno puede compararla con una cantidad de nuestras mejores novelas norteamericanas modernas y se sostiene página por página, extravagante aquí, sensacional allí: absolutamente equivalente a una de esas raras primeras novelas increíbles que aparecen una o dos veces en una década. Así que he hablado de ella como semejante a una primera novela porque es tan joven y tan fresca y tan totalmente tonta en algunos de los riesgos que toma e incluso gana. Un viejo novelista más sabio nunca jugaría tanto cuando la obra ya estaba bien avanzada y tan claramente bajo control, pero Twain lo hace.
En beneficio de la corrección literaria, permítanme, sin embargo, no perder de vista el contexto real. Las aventuras de Huckleberry Finn es una novela del siglo XIX y sus grandes demandas de magnitud literaria también deben destacarse. Por eso diré que la primera medida de una gran novela puede ser que presenta –como un ser humano de carisma palpable– un aura casi visible. Pocas obras de la literatura pueden ser tan luminosas sin la presencia de algún símbolo de majestad. En Huckleberry Finn nos entregan (dada la posible excepción de Anna Livia Plurabelle) el mejor río que ha fluido alguna vez en una novela, nuestro propio Mississippi, y en el viaje aguas abajo de Huck Finn y un esclavo fugado sobre una balsa, nos retienen las cadenas del río. Más amplio que un personaje, el río es una presencia manifiesta, un demiurgo que apoya al hombre y el muchacho, una deidad que los traiciona, los alimenta, casi los ahoga, los lanza aparte, los vuelve a hacer flotar juntos. El río serpentea como una fuga a través de la médula de la auténtica narración, que es nada menos que la relación en curso entre Huck y el esclavo fugitivo, este Negro Jim cuyo nombre encarna la materia misma del sistema esclavista en sí: su nombre no es Jim sino Negro Jim. El crecimiento del amor y el conocimiento entre el fugitivo blanco y el fugitivo negro es una relación equivalente a la relación de los hombres con el río, porque también está llena de traición y alimento, separación y regreso. Así logra tocar ese último nervio fino del corazón donde la compasión y la ironía hablan entre sí, y de ese modo dan un buen giro a nuestras emociones más protegidas.
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Leyendo Huckleberry Finn uno llega a darse cuenta por entero otra vez de que el affaire casi reducido a cenizas, estrangulado, lleno de odio entre los blancos y los negros sigue siendo nuestro gran affaire amoroso nacional, y ay de noso- tros si termina con aversión y desdicha mutua. Cabalgando la corriente de esta novela, estamos otra vez en la época feliz en que el affaire amoroso era nuevo y todo parecía posible. ¡Qué opulento es el recuerdo de esa emoción! ¿Qué otra cosa es la grandeza sino la riqueza indestructible que deja en el recuerdo de la mente después de que la esperanza se ha agriado y las pasiones se han gastado? Siempre es la esperanza de la democracia de que nuestra riqueza estará allí para volver a gastarla, y el tesoro en desarrollo de Huckleberry Finn es que nos libera para pensar en la democracia y su premisa sublime, aterrorizante: dejemos que las pasiones y codicias y sueños y manías e ideales y avaricia y esperanzas y sucias corrupciones de todos los hombres y mujeres tengan su día y el mundo seguirá siendo mejor, porque hay más bien que mal en la suma de nosotros y nuestros funcionamientos. Mark Twain, encarnación entera de aquel humano democrático, comprendió la premisa en cada giro de su pluma, y cómo la puso a prueba, cómo la retorció y tentó y probó hasta que todos estamos débiles otra vez con nuestro amor por la idea.
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