EN FOCO > NICK CAVE
El nuevo libro de Nick Cave es un diario de viaje que registra los momentos luminosos, incómodos, decadentes o felices de las giras mezclado con autoficción y poemas en prosa. La canción de la bolsa para el mareo apareció a principios de 2015, pocos meses antes de que uno de los hijos de Cave muriera en un accidente en los acantilados de Brighton, y estaba dedicado al “chico del puente”, una suerte de doble de Cave, muerto cuando él era un niño en Australia en un accidente similar. Este matiz profético o intuitivo del libro, tiñe de feroz tristeza la lectura de un artista que, más allá de la figura del rocker, resulta siempre original e inquietante.
› Por Mariana Enriquez
Resulta inquietante cómo la escritura, a veces, parece profetizar o intuir desdichas futuras. A principios de 2015, Nick Cave publicó La canción de la bolsa para el mareo (Sexto piso), su nuevo libro, un texto híbrido entre la autoficción, el diario de viaje, el poema en prosa y la crónica de una gira, todo escrito –al menos en su primera versión– en las bolsas de papel que ofrecen las aerolíneas, las bolsas para vomitar si uno está mareado (el título original del libro, The Sick Bag Song, es un poco menos elegante: “la canción de la bolsa para vomitar”). Esos borradores están reproducidos en la preciosa edición del libro, fragmentos desordenados, todos titulados según hacia dónde vaya el vuelo (“Denver”, “Kansas City”, “Edmonton Alberta”, “New Orleans, Lousiana”, “San Francisco, CA”), con la prolija letra de Cave que a veces usa lapiceras de varios colores, con tachones, flechas, apuntes, algún dibujito, el espacio de la bolsa aprovechado hasta la obsesión.
Pocos meses después de la salida del libro, Arthur, uno de sus hijos mellizos, de 15 años, murió después de caer de un acantilado en Brighton, el pueblo costero de Inglaterra donde Cave vive con su familia desde hace más de una década. El chico había consumido ácido antes del accidente: estaba pasando una tarde de rebeldía y experimentación con amigos. En el capítulo que le corresponde a Edmonton, cuando Cave recuerda su infancia en los pueblos rurales de Warracknabeal y Wangaratta, en el sur de Australia, piensa: “...Sobre todo me acuerdo de lo que me dijeron mi madre y mi padre sobre el niño que había muerto saltando desde el puente del tren. Había caído sobre el pilote de hormigón que sujetaba el puente por debajo del agua y se quedó inconsciente. Se ahogó. Lo encontraron un par de días después enganchado en las ramas de un árbol a medio talar… De repente, me siento invadido por una clase de tristeza muy particular, como algo hinchado y duro en el pecho, que está reservada para la pérdida de las cosas que son absolutamente preciosas”.
La canción de la bolsa para el mareo está dedicado “al chico del puente”, un fantasma que recorre sus páginas como una especie de hermano gemelo espectral que tuvo que morir para que el otro chico, Nick Cave, pudiese salir de la casa de campo y los padres docentes y huir primero hacia Melbourne y después hacia Londres y Berlín y San Pablo y la heroína y la fama y Brighton y finalmente la muerte de su propio hijo, en un círculo premonitorio que le agrega intensidad trágica a este libro lleno de humor y tristeza, a veces pretencioso, a veces asombroso, en ocasiones un poco salvaje. También, como corresponde a un diario, repleto de autocompasión y dudas. Y, como lo viene haciendo en las letras de sus más recientes discos, con fugas hacia imágenes oníricas, surrealistas. No es un diario de gira estilo memoir ni una colección de excesos: se parece mucho más al diario de un viaje algo aburrido que ojalá termine pronto. El personaje principal, Cave, llama y llama a su casa, esperando que su esposa atienda el teléfono y cuando ella no lo hace, se ve consumido por los celos pero también por la culpa, porque acaba de dejarla sola una vez más. El matrimonio es un tema que obsesiona a Cave y las miles de maneras en que un esposo puede fallar ya habían sido detalladas en su libro anterior, la muy buena novela The Death of Bunny Munro, de 2009: Bunny, el protagonista, es un vendedor de productos de belleza puerta a puerta que tiene una amante en cada casa. Sus infidelidades llevan a su mujer a la depresión y finalmente al suicidio. Y Bunny se embarca entonces en otra gira autodestructiva –vendiendo sus productos, que bien podrían ser sus canciones– en su auto con su hijo de 9 años que, poco a poco, va sufriendo la desidia y el amor tóxico de su padre. Tanto The Death of Bunny Munro como La canción de la bolsa para el mareo están muy lejos de la primera novela de Cave, Y el asno vio al ángel (1989), una enloquecida versión de gótico sureño con un joven mudo y místico como protagonista, hijo de una borracha y un padre obsesionado por torturar animales, con homenajes a Flannery O’Connor y William Faulkner, todo escrito en un cuartito de Kreuzberg, en Berlín, entre imágenes religiosas recortadas de libros de arte, calles cubiertas de nieve, uno de los mejores momentos de su banda, The Bad Seeds y las dosis necesarias de heroína y demás sustancias. Y el asno vio al ángel es un descontrol, pero es un descontrol fascinante; aunque quizá lo mejor que alguna vez haya escrito Cave sea el ensayo introductorio al Evangelio según San Marcos de 1998, un texto breve, revelador y hermoso.
La canción de la bolsa para el mareo tiene momentos que reflejan la anestesia mundana de cualquier viaje intenso y trabajoso: camino a Nashville, la banda se baja de la furgoneta, tiene que esperar porque la ruta está cortada por un accidente de tránsito: “Me quedaré dormido en la parte de atrás de la furgoneta, y no me despertaré hasta que el vehículo no empiece a moverse lentamente. Por la ventanilla veré el cuerpo decapitado tirado en la carretera, cubierto con una sombría y abultada sábana de plástico azul”. También deja caer escenas de leve decadencia: Cave clavándose esteoroides en el muslo para poder dar el show, tomándose una pastilla para dormir, tiñéndose el pelo de negro cuervo –necesario para su imagen: a los 57 años, poco queda ya de color en esa cabellera– y las frecuentes fantasías con jovencitas, aquí una chica negra que oficia de Cassandra con su minifalda blanca. Hay escenas de la vida conyugal. Hay invocaciones a las musas, dioses paganos y dioses profanos, y también una larga lista las influencias explícitas: John Berryman, Sharon Olds, Elvis, John Lee Hooker, Hank Williams, James Brown, Leonard Cohen. El paisaje de la imaginación de Nick Cave siempre fue Estados Unidos, los bluesmen ciegos, la mitología del Sur, la desolación del country según Williams y Johnny Cash, las baladas de asesinatos, la religión, la pornografia de neón en moteles y rutas solitarias, y ese paisaje está siempre presente.
Hay listas y poemas y letras, algunas mejores que otras, algunas más ingeniosas que otras. El libro también tiene, como dijimos, momentos oníricos: a la imagen recurrente del puente y el chico muerto se le agrega la de un dragón bebé rescatado, que muere solo en un hotel, una versión farsesca de la imposibilidad de mantener con vida la magia, el asombro, el portento. La magia, a veces, está en cosas más cercanas y menos luminosas, como no imitar al chico que se tiró del puente a pesar de la atracción irresistible de su muerte joven. O como encontrar un disco fabuloso una tarde de verano: “La hermana mayor del amigo lo invitará a su dormitorio, un cobertizo hecho con tablas de madera y situado junto a la casa principal. En las ventanas han grapado trozos de tela desteñida para que la habitación sea un poco más oscura y más fresca. –Mira esto –dirá ella. Le pasará al chico la funda de un disco, y el chico vera la cara enloquecida de un hombre riéndose y unas letras negras que dicen Songs Of Love And Hate y sabrá, antes de que ella ponga la aguja sobre el disco, que tiene en las manos algo de un valor incalculable. ‘Me metí en una avalancha. Me cubrió el alma’, cantará Leonard Cohen y el chico, de repente, respirará, como si fuera la primera vez, y caerá dentro de la voz del hombre que se ríe y quedará ahí escondido”.
Desde hace muchos años, ya no se puede entender a Nick Cave como un artista que se aferra a las viejas ideas rockeras de autenticidad y desgarro. Hoy su trabajo tiene mucho de perfomance: desde su banda paralela de “viejos verdes”, Grinderman, que hace rock de garage con muchísimo humor hasta la mezcla de realismo urbano, sexo, violencia y alucinación de sus canciones, pasando por sus documentales anfibios (su última película 20.000 Days On Earth es un ejemplo extraordinario de docuficción) o su dedicación a componer bandas de sonido de películas. En su personaje hay una mezcla de predicador loco, romántico melodramático, tipo peligroso, trabajador dedicado de la cultura y rockero decadente algo absurdo, que expone su personalidad antisocial, sus inseguridades y su narcisismo: ¿entrará al panteón de los Johnny Cash y los Bob Dylan o quedará como un segundón que nunca pudo separarse de su imagen de vampiro post punk? Su lamento también es algo irónico: Nick Cave tiene pocos discos flojos –posiblemente ninguno decididamente malo– y él debe saberlo. La canción de la bolsa para el mareo es una pieza más en la construcción de su personaje, que tiene como tema, entre otros, el fin de la furia juvenil y su conversión en la rabia de la mediana edad –o cómo ser doméstico pero relevante y feroz, como estar amansado pero seguir siendo fiera–.
Ahora, lo quiera o no, el personaje fue sacudido por la muerte del hijo y todos se preguntan cómo hará Cave para salir a escena, con qué mascara, si la de la exposición de la intimidad de The Boatman’s Call, de 1997, donde diseccionaba su vida amorosa hasta la crueldad o el artificio de Dig, Lazarus, Dig!!!, 2007, un disco conceptual y narrativo. No habrá que esperar mucho: el nuevo disco de Cave, que viene acompañado de una película, se llama Skeleton Tree y se editará en septiembre. Poco se sabe del lanzamiento, sólo que lo acompañará una película documental, One More Time With Feeling, del neocelandés Andrew Dominik, a quien se le permitió explorar la tragedia detrás de las canciones.
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