ALFONSO ARMADA
En 2013, el periodista y dramaturgo gallego Alfonso Armada volvió al escenario de Sarajevo en el que había tenido su bautismo de guerra como corresponsal. A partir de esa experiencia en dos tiempos, incluyendo los diarios personales de los 90, reconstruye en Sarajevo, recientemente distribuido en Argentina, aquella salvaje iniciación a los conflictos mundiales, y todavía hoy sigue pensando que las guerras se repiten porque no estudiamos lo suficiente la historia.
› Por Violeta Serrano
La volatilidad de la harina dispersa hace achicar los ojos como el polvo tras un bombardeo. A algunos actores de Sarajevo no les daba miedo frotarse los párpados, ni le temían al estruendo de la metralla o la falta de luz para ejercer su oficio. Salían al escenario igual. Lo achicaban, se apretujaban con el público para evitar nuevas catástrofes en medio del asedio a la ciudad. No podían tolerar que les quitasen el arte. Quizá convencida de eso, Susan Sontag tuvo la fortaleza suficiente como para plantarse en el lugar y ayudar con la representación de Esperando a Godot. El periodista español Alfonso Armada se hospedaba en el mismo hotel que ella. Temblaban. Su trabajo era contar lo que allí sucedía a unos lectores europeos que se negaban a comprender el calibre de la barbarie: “Uno de los principales instigadores del cerco era un psiquiatra y poeta, Radovan Karadzic, esto le proporciona a ese cerco las apariencias de un cruel experimento que parece un eco a otra escala de los que practicaba el doctor Mengele”. Armada no estaba solo. Le acompañaba Gervasio Sánchez, un fotógrafo con el que, veinte años después, volvió a la ciudad para ver cómo las víctimas fueron obligadas a convivir con sus verdugos y a seguir adelante. Pero ahora un viernes a la noche no difería mucho de cualquier festejo en Madrid: ganas de bailar, de beber, de divertirse. Cualquier cosa es mejor que la guerra. Sánchez y Armada se conocieron el 29 de agosto de 1992. Gervasio celebraba su cumpleaños. Acababan de terminar las Olimpíadas de Barcelona. Ambos aprendieron que lo que podía salvarlos era el miedo. Su viaje de retorno en 2013 aparece al final del libro Sarajevo, que acaba de llegar a Argentina. Armada no maneja. Sigue sin saber hacerlo. Confía, como entonces, en Sánchez, cuya selección fotográfica también se incluye en la obra. Antes de eso, Armada hace un viaje a Dayton (Ohio), en 2008, lugar en el que se acordó la paz de la guerra de Bosnia y que entonces era, de nuevo, un territorio clave.
En Sarajevo, el periodista, poeta y dramaturgo gallego ensaya una escritura esquizofrénica en la que incluye aquellas crónicas periodísticas de los 90 acompañadas de los diarios que escribió paralelamente en los días en los que vivió en la zona del desastre y que consiguen una visión panorámica de la realidad de una guerra que muchos consideran que dio inicio al concepto de siglo XXI en Occidente. Una guerra en la que la población civil estuvo expuesta a situaciones traumáticas por un periodo prolongado y sufrió un estrés que más bien correspondería a un soldado. En esa decisión estructural de incluir el desborde emocional que no debía entrar en las crónicas, la obra adquiere una hondura que exacerba lo que sería ya, simplemente, una excelente lectura si se limitara a la recopilación de los textos puramente periodísticos. De una sensibilidad apabullante, el autor coloca las herramientas de la literatura al máximo nivel de exigencia para generar un retrato de la atrocidad del conflicto. “En este contexto puede parecer una aberración o una inmoralidad hablar de la belleza, pero acaso una de las formas de derrotar o de mitigar el dolor y la crueldad sea precisamente tratando de que la prosa periodística desate la imaginación del lector”, confiesa. No tocó ni una coma de lo publicado entonces. Ni de los diarios inéditos. A través de ellos somos testigos de la guerra de Bosnia, sí, pero también de cómo un joven se convierte en hombre. El propio Armada ha construido una especie de bildungsroman autobiográfica en la que nos permite ver la transición desde una juventud esperanzadora a la constatación de que la vida es, muchas veces, una continúa promesa frustrada.
Cuando Alfonso Armada se escapó de casa por primera vez tenía el deseo de viajar a Nueva Zelanda. Pero en vez de eso trabajó de mozo en Lleida. Luego volvió y empezó a estudiar Filología Hispánica. Pero no terminó. En vez de eso se fue a Holanda y trabajó en una fábrica de harinas y alimento para animales. Masticó polvo. De ahí regresó a Madrid y estudió Periodismo y Teatro en la Real Escuela Superior de Arte Dramático. En 1982 empezó como redactor de Cultura en El País. Tenía 24 años. A su regreso como corresponsal en Nueva York, le propusieron algo que jamás había pensado hacer mientras se limpiaba la harina de su ropa en Holanda: ir a la guerra. Apenas llegaba a los 35 y dijo que sí, claro, que cómo no lo iba a probar. Estaba medio enamorado de una mujer a la que alude como una figura simbólica que certifica la torpeza de ponerse en peligro con un amor en los hombros. La Guerra de Bosnia fue su primer conflicto armado y, quizás, el que más le marcó: “La impresión en Sarajevo era como la de haber caído a través de un túnel practicado en el tiempo en la guerra civil española. Como si reconociera estampas de una guerra que solo había podido vivir a través de películas, fotografías, grabaciones, libros... Somos tan parecidos a los bosnios, en los rasgos, y en no pocos comportamientos, hasta en algunos golpes de humor negro, o de ira sorda, que resulta más fácil comprender la fiereza del odio que se desata entre hermanos y amigos en una guerra civil”. Pero lo de Sarajevo, para ser exactos, no fue ni mucho menos el final: “Pensé que Bosnia me había vacunado contra el horror. Pero nada te vacuna ni te prepara para un espanto como el que iba a vivir en Ruanda durante el genocidio. Guardaba largos silencios. Escribía en mis diarios. Componía obras de teatro llenas de rabia que eran un forma oblicua de liberación, ya que no hablaban directamente de lo vivido, sino de forma lateral. Por eso trataba de que las crónicas tuvieran todos los ingredientes para que el lector que quisiera saber supiera a qué atenerse. Y yo mismo. Pero no dejaba de hacerme preguntas, de si hacía lo correcto, si hacía lo necesario”.
Hoy Alfonso Armada sigue siendo el mismo. A pesar de una Europa que se mantiene anclada en la repetición de sus mismos errores, como si se hubiese convertido en el espejo de Sísifo, Armada, consultado por la masacre que se está perpetrando hoy contra los refugiados, advierte: “No aprendemos de nuestros propios errores, repetimos comportamientos porque no estudiamos la historia, no nos molestamos en investigar las causas de las cosas, y en eso la prensa tiene una responsabilidad capital por no ahondar a la hora de explicar antecedentes y contextos. Claro que también muchos lectores prefieren no saber, mirar hacia otro lado, vivir como si nos les concerniera, olvidando su propio pasado de emigrantes políticos o económicos, como en España o en muchos países del Este de Europa”.
La lectura de Sarajevo es una forma de dialogar con la impotencia y una joya para los tiempos de velocidad indigesta.
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