BERNARDO CARVALHO
Un interrogatorio exhaustivo y agobiante en un aeropuerto a un hombre a punto de partir a China es la punta de lanza de Reproducción, novela de Bernardo Carvalho que parece proponer una alternativa extrema a la literatura de mero entretenimiento.
› Por Fernando Bogado
El aeropuerto es el lugar por excelencia del tránsito. No sólo por el hecho efectivo de que varios aviones salen cada día y horario con rumbos más o menos usuales o totalmente exóticos, sino porque, también, los sujetos que están allí habitan un cómodo no-mundo en donde están saliendo de un país y aún no han ingresado al otro, y el único vestigio más o menos organizado de civilización es, si se quiere, su grado mínimo: la improvisada compra del Free Shop. Ese no-lugar puede muy bien ser el escenario de dramas singulares, pequeñas comedias o tragedias que tienen que ver con el arribo inesperado o con la despedida fatal, pero la novela de Bernardo Carvalho, Reproducción, se detiene precisamente en la indefinición, en el movimiento suspendido que es tanto inquieto como estático, en el diálogo trunco que un hombre de mediana edad mantiene con un policía en el aeropuerto de Río de Janeiro, detenido por las fuerzas del orden luego de haber saludado a su antigua profesora de chino en el check-in. Esa misma mujer, apenas unos minutos antes, fue señalada por un llamado anónimo como una mula que llevaba encima seis kilos de cocaína y, para colmo de males, una niña que no era su hija consigo, rumbo a China, con escala en Madrid. ¿Hay una conexión entre el maduro ex alumno de chino y la profesora devenida mula o un extraño azar los reunió a ambos en ese lugar imposible, paradójico? ¿Por qué detener a este hombre y hacerlo hablar, justo ahí, acerca de su vínculo con la profesora y de su propia vida? ¿Importa algo de todo lo que pueda llegar a decir el alumno?
Estructurada en tres partes, Reproducción se aleja claramente de cualquier intención de cautivar al lector por el argumento. Porque, como en todas las novelas de Carvalho, lo importante es el lenguaje puesto en primer plano y cuya capacidad comunicativa es suspendida con el objetivo de exhibir sus resortes, sus mecanismos, los presupuestos que hacen que “funcione”. La novela comienza con la disposición de los dos o tres hechos que van a ser importantes y luego se despacha con largos “soliloquios” en donde adivinamos una conversación pero en la cual sólo podemos oír (bah, leer) uno sólo de los lados participantes. Así, la primera sección, “La lengua del futuro”, nos presenta a este hombre maduro repitiendo una y otra vez que su avión con rumbo a China sale a las seis, que su profesora lo abandonó exactamente en el medio de la lección 22 del cuarto libro del curso intermedio, y que debe ser excusado por el uso un tanto fuera de control de malas palabras y frases en chino en su declaración. Con preguntas sueltas, reformulaciones y un excesivo uso de la repetición literal o la paráfrasis más o menos extensa de cosas ya “dichas”, lo único palpable en el interrogatorio es la oscura serie de obsesiones que se empiezan a filtrar en la lengua del otrora estudiante: su distancia con Brasil –un poco motivada por el hecho de una separación reciente y lo horrible de compartir la misma geografía con una ex–, cierto antisemitismo y un declarado odio a los homosexuales. La técnica de Carvalho es evidente, pero no por eso menos opaca y de difícil lectura: en todo momento parece que estamos leyendo una transcripción literal de ese interrogatorio, y eso es lo único relativamente mimético de una novela que se desentiende de cualquier vínculo con algo que podamos llamar “representativo”.
Las partes restantes del texto, “La lengua del pasado” y “La lengua del presente”, completan el panorama desierto pero lleno de palabras de la primera sección. En “La lengua del pasado”, se presenta una larga conversación entre el interrogador y una mujer también vinculada al operativo que el ex alumno interrogado escucha del otro lado de la pared de su “celda” en el aeropuerto, aportando, muy cada tanto, algunos comentarios mentales a lo dicho por la mujer. Como en su interrogatorio, lo único que escuchamos es una de las dos voces, e inferimos posibles contestaciones de alguien que está tan presente como ausente, ese enigmático hombre de la ley. Este momento del texto, que antecede a la declaración final del hombre maduro y el cierre de cierto conflicto tímidamente construido en la novela, se convierte en una pieza clave, en la medida en que la repetición imperante insiste sobre lo que será uno de los temas de Reproducción: la capacidad del ser humano para engendrar nuevos seres y la obsesiva repetición de lo mismo que este acto de egoísmo supone. Digamos, tener hijos.
Carvalho, autor de novelas como Aberración (1993) y la galardonada Nueve noches (2002, editada por Edhasa en 2011), corresponsal de Folha de São Paulo y traductor literario de, entre otros, Juan José Saer, tiene en Reproducción un experimento formal que vuelve extraña a la lengua, mostrando ese componente de extranjerismo que subsiste en cada uso del lenguaje y en cada relación con ese lugar llamado “propio”. El ex alumno de chino, un auténtico paranoico que busca escapar del mundo, viaja a China con el fin de radicalizar su condición: una falta de pertenencia al contexto, eso que le pasa al lenguaje en la novela. La paranoia, entonces, resulta menos anclada en lo subjetivo, en estos mismos personajes, y aparece más como una lógica imposible de obviar dentro de cualquier práctica lingüística.
La novela, en definitiva, flaquea al proponer su tesis: plantear como idea de literatura que el lenguaje es un límite y que ese límite siempre está al borde de la desaparición es algo que puede muy bien funcionar sin que esa misma idea esté condenada a una repetición vacua, que queda más como provocación y posicionamiento de una figura intelectual y menos como una obra. Carvalho hace aquí una declaración de principios que nos lleva a la pregunta que ocupa a todo el arte contemporáneo: el juego formal como toma de principios, agobiante por repetitivo, ¿puede sintetizarse en un acto concreto que no requiera una expectación prolongada por parte del lector o del público? ¿Repetir, agobiar o aburrir es la única respuesta posible a la “literatura de entretenimiento” frente a la cual Carvalho se coloca? ¿Invocar a Joyce y al trabajo sobre la forma nos salva del gesto rupturista intrascendente? En algún sentido, Reproducción no puede hacer otra cosa sino siempre, exactamente, lo mismo que hacen sus personajes: en lugar de responder, repetir la pregunta.
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