La hija de Trotsky

Por Margo Glantz

Cuando era yo muy niña mi padre usaba barba; parecía un Trotsky joven. A Trotsky lo mataron, y si acompañaba yo a mi padre por la calle la gente decía: “Mira, ahí van Trotsky y su hija”. A mí me daba miedo y no quería salir con él. Antes de morir Diego Rivera le dijo a mi papá: “Cada vez te pareces más a aquel”. Mis padres coinciden en que el ruso de Rivera era imperfecto pero muy sugestivo a pesar del mal acento. En enero de 1939 mi padre fue atacado por un grupo fascista de Camisas Doradas que se reunieron en la calle 16 de Septiembre, donde mis padres tenían una pequeña boutique de bolsas y guantes llamada Lisette. La barba, el tipo de judío y quizá su parecido con Trotsky hicieron de Jacobo Glantz el blanco perfecto para una especie de pogrom o linchamiento. Trataron de colocar a mi padre sobre la vía del tren para que éste le pasara encima, mientras otros arrojaban piedras y gritaban insultos tradicionales. Mi padre pudo escapar ayudado por algunos transeúntes asombrados, entrar a la boutique y subir al tapanco. El hermano de Siqueiros que pasaba por allí y entraba a saludar a mis padres (vendía por entonces grabados de su hermano) se colocó en la puerta con los brazos extendidos y gritó: “Péguenme a mí”. Mientras, mi madre que, como ella dice, no parecía judía por su pelo negro (entonces no tenía canas), pudo salir con una empleada rubia, también judía, y pasar a la sastrería de junto donde pidió auxilio por teléfono. La puerta de la tienda era de vidrio y los manifestantes arrojaban piedras, alguna de las cuales hirió a mi padre en la frente. Al rato llegaron los bomberos y un capitán (mi madre cree que se llamaba general Montes) que ayudaron a mi padre a salir de la tienda. Despavorido, mi padre gemía y uno de los bomberos le dijo: “No llores, judío, venimos a salvarte”. Lo envolvieron en un capote negro, lo cargaron como a un niño y lo subieron al carro. Mi madre pudo cerrar la cortina de fierro con algunos amigos, entre ellos el hermano de David Alfaro que creo entonces aún se encontraba en la cárcel por haber querido matar a Trotsky. Mi padre llegó a nuestro departamento situado en la calle de Zaragoza al que nos acabábamos de mudar (unos días antes mi madre recuerda haber roto un espejo). Lo vi en la cama con la frente ensangrentada y mucha gente venía a saludarlo con caras espantadas.


Libération

Por Cees Nooteboom
¿Qué es lo que vi con mis propios ojos? Aquel primer día de la guerra en 1940. La entrada triunfal del ejército alemán en La Haya. Tengo seis años. ¿Qué recuerdo exactamente de los años posteriores, del período de la ocupación? ¿Un ladrón asesinado a tiros con un cartel sobre su cuerpo que dice “Soy un ladrón”? ¿O es eso la imagen de un documental? En La Haya se vivió en 1944 el “invierno del hambre”. Mis padres estaban separados, a mí me llevaron a la casa de mi madre que vivía en la provincia donde había más alimentos. ¿Qué imágenes he retenido? Un paracaidista inglés o americano colgado de un árbol. Y aquellos alemanes en retirada, con el miedo y la derrota escritos en sus rostros. Y el sonido inolvidable de los bombarderos de camino a Hamburgo, Berlín y Dresde. Y las voces radiofónicas. Palabras: Stalingrado. La voz chillona de Goebbels: “Wollt ihr den totalen Krieg?” (¿Quieren la guerra total?) Cosas que los adultos decían y no decían. Y, de repente, todo había pasado. El recuerdo que acompaña todo aquello es un olor. El olor a gasolina, también inolvidable. El color militar de una moto, un soldado canadiense que me levanta y me sienta en la moto. Me permite sostener el volante enorme con mis flacos brazos de muchacho. 
   Conduce a toda velocidad por el pueblo donde vivíamos. El rugido del motor, el intenso olor a gasolina que había regresado de pronto. Más adelante, quizá sean otra vez los documentales, la euforia de las mujeres y de las muchachas cuando llegaron los canadienses. Lo vi y no lo vi. Posteriormente, durante las celebraciones del Día de la Liberación, vuelvo a ver a los canadienses, ahora ancianos, luciendo hileras de condecoraciones y extrañas gorras de coronel, algunos en sillas de ruedas. Existen unos versos famosos del poeta holandés Leo Vroman que rezan: Kom vana-vond met verhalen/ hoe de oorlog is verdwenen/ en herhaal ze honderd malen/ alie malen zal ík wenen. “Cuéntame esta noche las historias/ de cómo pasó la guerra/ y repítelas cien veces/ que cada vez lloraré de pena”. ¿Lloré yo entonces? No. ¿Lloré cuando después de la liberación vi la ruina en la que se había convertido la casa de mi padre en el devastado barrio de Bezuidenhout? Tampoco. Encima de los escombros encontré el tapón de un hervidor de agua con silbato. Sigo viendo este objeto frente a mí, todavía hoy. No existe una tumba de mi padre. Debe de haber existido una, compartida con la de muchos otros. Pero la tumba carece de nombre, no está en ningún lugar. Nunca he podido saber quién fue mi padre en realidad. El bombardeo de La Haya fue un error que el gobierno británico jamás ha reconocido. Murió muchísima gente. Se produjeron enormes daños materiales. Nunca se pagó por ello una indemnización. Quizá los Países Bajos nunca se atrevieron a tocar el tema con un aliado. La guerra había pasado.


Londres, 1962

Por John M. Coetzee

Dejé Sudáfrica en 1962 y me mudé a Londres. Quería cortar toda relación con mi tierra natal. Quería vivir en una gran ciudad cosmopolita, ser poeta, experimentar la agonía y el éxtasis que eran considerados parte de la vida de un poeta.
   Pero Londres era fría y hostil. Los periódicos escribían sobre la amenaza de la guerra. Los americanos habían instalado misiles nucleares en Turquía, apuntando a Moscú. Ahora los rusos estaban instalando sus propios misiles en Cuba, apuntando a Washington. El aire estaba cargado de marchas y contramarchas, amenazas y denuncias. Gran Bretaña tenía sus propios escuadrones de bombas nucleares listos para atacar Rusia. Por lo tanto, si las hostilidades se desataban, los rusos atacarían Gran Bretaña inmediatamente. La isla sería borrada del mapa. Yo, un joven del lejano Sur que nada tenía que ver con esta belicosidad del Norte, sería aniquilado junto con todos los poemas que aún no había escrito.
   Liderados por el anciano filósofo Bertrand Russell, decenas de miles de británicos marcharon por la paz y el desarme. Fueron ridiculizados en los medios. Fui a una de las concentraciones en Trafalgar Square, en el corazón de Londres. Era la primera manifestación en la que participaba en mi vida: en Sudáfrica todas las manifestaciones políticas estaban prohibidas.
   Los cielos sobre Londres estaban grises, la multitud parecía sombría. Podríamos morir mañana, podríamos morir hoy mismo. Ni siquiera escucharíamos nuestra muerte llegar. Habría un gran destello de luz y ese sería el final.


Morir en un país que apenas se conoce a sí mismo 

Por Minae Mizumura

Para una niña japonesa que nació justo cuando terminaba la ocupación americana, nada era más sencillo que entender la historia de su país. Olviden los detalles. Todo lo que tenía que saber era que el pasado de su país estaba dividido en dos períodos, el malo y el bueno, o antes de la Guerra y después de la Guerra. Le contaron que las cosas habían sido terribles en su país antes de la Guerra. Naturalmente, la Guerra en sí había sido terrible. Y su pueblo también se había comportado de forma terrible, tan terrible que de hecho merecían todo lo que obtuvieron, incluyendo el Little boy en Hiroshima y el Fat man en Nagasaki que afortunadamente habían puesto fin a toda su locura, Estaba agradecida de haber nacido después de la Guerra, sabiendo que los días oscuros –los días sombríos– habían finalmente terminado y que de allí en más todo iría cada vez mejor.
   “Feudal” es la palabra que los adultos instruidos usaban para desdeñar todos y cada uno de los vestigios de su pasado, y el país entero le daba alegremente la despedida al “feudal” esto y al “feudal” aquello. Un tazón de arroz era feudal, y debía ser reemplazado por brillantes rebanadas de pan blanco que como todos sabían te hacía más inteligente. Los budines de arvejas eran feudales, debían ser sustituidos por esponjosas y cremosas tortas y que como todos sabían te hacían más fuerte. Los vendedores de tofu debían desaparecer porque debías comer bistec en su lugar.
El futón debía ser reemplazado por las camas. El kimono por los pantalones y los vestidos. Los caracteres chinos debían ser reemplazados por signos fonéticos. Tal vez en una década o dos, los japoneses alcanzarían a ser tan inteligentes y fuertes como los americanos.
   Este agosto se cumple el septuagésimo año luego de que Japón ingresara a este dichoso estadío histórico. Setenta años es mucho tiempo. La niña que nació después de la Guerra es ahora una mujer aproximándose al invierno de su vida. Sin sorpresa, ella está comenzando a comprender, como algunos otros en su país, que algo salió terriblemente mal mientras ellos se deshacían alegremente de su pasado. Y ahora, claro, es demasiado tarde. Han sido abandonados con un país que apenas se conoce a sí mismo, un país que apenas tiene historia. Qué triste es que sea este saber el que ella deba llevar a su sepultura.