Dom 27.07.2003
libros

Virginia Woolf ataca de nuevo

por Martín Schifino

Virginia Woolf era una esnob. Hija de un eminente intelectual victoriano, vivió inmersa en una biblioteca más real que la realidad, desconectada de la política de la época, escribiendo una hilera de libros falsamente exquisitos, semi-histéricos, esteticistas hasta lo irresponsable, mientras con sus célebres amigos de Bloomsbury, una liga de egocéntricos que no hacían más que dorarse la pildorita el uno al otro, hablaba lánguidamente de arreglos florales, viajes a Italia, literatura francesa o el estado deplorable de la servidumbre en Inglaterra.
Éstas son, por supuesto, las acusaciones. La defensa dice más o menos así: Woolf fue una de las grandes intelectuales del siglo veinte, un modelo de integridad artística, una mente de un enorme lirismo, una víctima que se sobrepuso a abusos sexuales infantiles y a la enfermedad mental que la acosó durante décadas y, sobre todo, una feminista avant-la-lettre que les señaló el camino a las tanquetas liberadoras de los sesenta (Greer, Steinem). La historia de la lectura de Woolf está llena de pasiones genuinas, pero también de política y politiquería. Quizá convendría asumir que ambas imágenes comportan polaridades falsas y falsos énfasis. A esta altura, lo cierto es que hace falta desmitificar a la autora para poder leerla.

Escrituras del yo
Esto no quiere decir que el caso de Woolf sea sencillo. “Es una de las peculiaridades de su reputación póstuma” –escribe su biógrafa, Hermione Lee– “que la inmensa, completa extensión de su trabajo se ha revelado sólo gradualmente, modificando la idea que se tenía de Woolf en el siglo XX.” Una segunda peculiaridad es que la reevalución crítica se produjo en gran medida sobre la base de papeles privados; si el rol de Woolf como sacerdotisa del modernismo nunca fue demasiado discutible, el resto de los escritos revelaron un número mucho mayor de facetas. Aunque “resto” es una palabra mezquina. Desde la muerte de Woolf, en 1941, han aparecido regularmente, como piezas de una urna rota, varios volúmenes de diarios, cartas, ensayos literarios y periodismo misceláneo (estos últimos esperan una edición definitiva), diarios de juventud y los escritos autobiográficos reunidos con el título, no del todo preciso, de Moments of Being. Incluso haciendo a un lado los ensayos, que pendulan entre lo personal y lo profesional, esta producción supera en gran medida, en número de páginas, la obra de ficción. Relegarla pues a la categoría de documentación en su totalidad no sólo sería empobrecedor, sino fundamentalmente errado. Una imagen de Virginia Woolf como escritora debe tener en cuenta todas sus dimensiones.
Quentin Bell, el sobrino y ejecutor literario de Woolf, quizá fue el primero en articular esta opinión, en el prólogo al primer volumen del Diario: para Bell, se trataba de una “obra maestra”, “un logro literario igual a –aunque muy diferente de– Las Olas o Al faro, poseedor de la misma precisa belleza de escritura pero además de una inmediatez como sólo se encuentra en diarios”. Terminantemente, agregaba: “Cuando el último de estos volúmenes se haya publicado, la obra... estará completa y los críticos podrán, si así lo desean, sentarse a hacer una valoración del todo”. El Diario, “cuyos cinco volúmenes van de 1915, fecha en que se publicó la primera novela de Woolf, hasta la fecha de su muerte”, está ahora al alcance de la mano y no cabe ninguna duda de que completa la obra de manera impecable. En él hay viñetas, retratos, notas para futuras ficciones; el tono alterna entre lo reflexivo, lo cáustico, lo tierno, lo obsesivo o lo cómico. Aunque obviamente es privado, muestra a la escritora en plena tarea literaria, observando el mundo, observándose a sí misma y observando las chispas que se producen del choque de una con otro. Lleva, sin duda, el sello de la dedicación. Pero mientras define los límites de lo que es “obra”, también los interroga. Cuando Mitchell A. Leaska editó los diarios de juventud (A Passionate Apprentice, 1990), que empiezan a los quince años de Virginia Stephen y abarcan los trece siguientes, la pregunta implícita parecía menos sencilla. Uno se ve tentado a decir que A Passionate Apprentice está hecho de preámbulos genéricos; pero tampoco puede ignorarse su importancia. Como retrato de un artista adolescente (Woolf nunca quiso ser otra cosa que escritora), el volumen es más genuino, más ilustrativo, incluso más universal que cualquier Bildungsroman. En él una inteligencia estética evoluciona ante nuestros ojos. Complementariamente, los diarios hacen de laboratorio de la obra, tanto en un sentido estilístico como temático: “Este cuaderno servirá como un cuaderno de bocetos; como un pintor llena sus páginas con fragmentos... así tomo la pluma y trazo acá cualquier forma que se me cruza por la cabeza... Es un ejercicio-entrenamiento para el ojo y la muñeca... la aspereza, si es el resultado de un honesto deseo de anotar la verdad con lo que una tenga al alcance, no es desagradable” (1903). Aunque esto está muy bien, no hace falta ser Virginia Woolf para escribirlo. Sin embargo, la acumulación de observaciones resulta, cinco años más tarde, en un aperçu típicamente woolfiano. “Me gustaría escribir no sólo con los ojos, sino con la mente, y descubrir las cosas reales detrás de lo visible.” Woolf escribe a continuación que desea alcanzar “un tipo distinto de belleza... una simetría por medio de infinitas discordias, mostrando los rastros del pasaje de la mente por el mundo, lograr finalmente algún tipo de totalidad hecha de fragmentos temblorosos”. He aquí un manifiesto modernista en miniatura.

Apuntes y borradores
Carlyle’s House And Other Sketches, escrito esporádicamente en 1909, se lee como una nota al pie de los diarios de juventud conocidos. Incluso David Bradshaw, su editor, admite que habrían sido incluidos en A Passionate Apprentice si se hubiera sabido de su existencia en 1990. En sentido estricto, Carlyle... no es un diario íntimo, sino más bien un cuaderno de apuntes en el que Woolf consignó siete viñetas independientes. En ellas se describen situaciones sociales como una visita a la casa del gran historiador victoriano Thomas Carlyle, otra a Cambridge a ver a la familia Darwin y a unos estudiantes amigos de su hermano, una cena con la aristócrata y patrona de las artes Lady Ottoline, o una tarde que Woolf pasó en compañía de su profesora de griego, Miss Case. En cuanto a lo biográfico, las primicias que nos ofrece son mínimas. No hay “revelaciones” sobre la vida de Woolf. Lo que sí hay son ventanas a la mente, al arte de Woolf, cosa que es mucho más interesante. Esto parece además apropiado porque, como lectora, Woolf buscaba iluminaciones psicológicas en los géneros íntimos. Uno de sus primeros cuentos, “The Journal of Mistresss Joan Martyn”, escenifica este tipo de lectura. La ejecución es sencilla: una historiadora contemporánea descubre varios documentos del siglo XVI en una casa de campo. Hay entre ellos registros de compras, ventas, mediciones rurales, todo tipo de datos fácticos, pero, también, un diario en el que una adolescente genial desmenuza los movimientos de su conciencia frente a la monótona vida rural. A la narradora (y a Woolf) le interesan bastante poco los primeros, pero se le hace agua la boca al ver el segundo.
Un denominador común de los textos de Carlyle’s House, del mismo modo, se encuentra en la voluntad de Woolf de registrar la experiencia sensible. Como se volvería en ella característico, Woolf empezaba a pensar en escenas, ordenando sus percepciones en arcos dramáticos. Esto repercutiría enormemente en su estilo, cuya lucidez se debe más a una visión orgánica que al martirio flaubertiano sobre la frase. Woolf lo explica en una carta de 1926 a Vita Sackville-West: “En cuanto a le mot juste, no tienes razón. El estilo es algo bastante simple; es puro ritmo. Cuando consigues eso, no te puedes equivocar de palabra... Esto es algo muy profundo, qué es el ritmo, y va mucho más allá de las palabras. Una visión, una emoción, crea una onda en la mente, mucho antes que las palabras correspondientes; y al escribir... uno tiene que recapturar esto y ponerlo en funcionamiento”. Es instructivo descubrir, en Carlyle’s House, que esta visión aún estaba madurando. Hay a veces una excesiva preocupación por el decoro, un cuidado que se traduce en un incómodo puntillismo. A los ritmos verbales, en otras palabras, les falta empuje. Lugares comunes como “debe haber tenido la belleza de una delicada cabeza griega” conviven con preciosismos del estilo de “tiene una mente como una de esas gemas de color piedra en las que están grabadas las cabezas de emperadores romanos, indeleblemente”. ¿Qué agrega a la metáfora, salvo ampulosidad, la cláusula “emperadores romanos”? Pero sin duda ciertas expresiones woolfianas prefiguran la prosa por venir: Lady Ottoline “se toma un trabajo enorme para resaltar su belleza, como si ésta fuera un objeto exótico, hallado, con ojo experto, en un oscuro callejón florentino”. Esto es travieso, mordaz, económico: da en el blanco.

Lugar común: antisemitismo
La malicia de Woolf, incluso en las cartas, rara vez se convertía en animadversión, mucho menos en desprecio. El nuevo volumen, sin embargo, tendrá el dudoso privilegio de mostrar el peor lado de la autora. Una de los textos, “Jews”, describe la visita de Virginia Stephen y otra muchacha a la casa de Mrs. Loeb. Es un texto breve, de unas cuatrocientas palabras. Es netamente antisemita. Vale citar entero el primer párrafo:

Uno se pregunta cómo se hizo rica Mrs. Loeb. Parece un accidente; podría estar detrás de un mostrador... Es una judía gorda, de 56 años (dice su edad para congraciarse), de piel gruesa, con ojos caídos y pelo revuelto. Nos hizo fiestas, aduló y halagó, con una voz que limaba los bordes de todas sus palabras y que tenía una cadencia descendente. Parecía que quisiera congraciarse con sus invitados... Durante la cena les decía a todos que comieran y temía, cuando veía un plato vacío, que el invitado la estuviera criticando. La comida, por supuesto, nadaba en aceite y era horrible.

De ahí en más, las cosas se ponen feas: Loeb es una “taimada mujer de negocios” que tiene un “paladar ordinario” y “quiere ser popular”; también es, “quizás, amable, de manera vulgar”, y “ostentosamente amable con los parientes pobres”. Esto fue escrito por una persona de veintisiete años, dueña en general de una notable capacidad de observación. En su defensa, podría aducirse que tres años más tarde se casaría con un judío, Leonard Woolf, o que dos décadas y media más tarde escribiría una novela filo-semita, The Years, en donde los personajes judíos no están atados a estereotipos. Es obvio también que Virginia Stephen representaba los prejuicios de una sociedad clasista y xenófoba: haberlos vencido más tarde constituye una victoria moral de su parte. Pero, aun así, el retrato es indefendible. Encarna, de hecho, uno de los fracasos imaginativos más espectaculares de la pluma de Woolf. Un fracaso que es consustancial con el prejuicio. Joyce demostraría en Ulises que el antisemitismo está hecho de metáforas anquilosadas, de clichés mentales. Woolf usa en “Jews” una ristra de clichés. Parecería olvidar que, en el mismo cuaderno, le critica al sujeto de otro retrato su falta de “perspicacia” social: “cuando describía gente usaba frases hechas y optaba por opiniones baratas”. Exacto. Nada tan barato como ese “por supuesto”, en “la comida, por supuesto...”, con su postulación de un silogismo de injurias (“todos los judíos...”). Aunque pretende ser representativo, “Jews” es una tipificación inane, como en el peor arte. Este lapso privado, de todos modos, no debería afectar nuestra visión del mejor arte de Woolf; a diferencia, por ejemplo, del untuoso T. S. Eliot, Woolf nunca expresó antisemitismo en la obra. Lo que de cualquier manera causa es un realineamiento de la perspectiva. Mientras las novelas mayores, el Diario, los grandes ensayos, mantienen una pureza alpina en el horizonte, uno advierte que el terreno hacia ellos no está libre de superficies pantanosas. Es instructivo: para que Woolf escribiera como lo hizo en su etapa más admirable, a grandes rasgos 1920-33, tuvo que pasar por momentos de obcecación y zozobra. Ella misma sentía las hondonadas (“aunque fracasemos cada vez, sin duda no fracasamos tan completamente como antes de empezar”, carta a Gerald Brenan, 24 de diciembre de 1922). Hermione Lee se ha quejado de que “aunque gran parte de la obra de Woolf está monumentalmente establecida en el canon del modernismo y del feminismo, otra parte, también, se lee poco y se valoriza poco”. Esto es, más que una evaluación útil, el indulto académico de toda ramificación mental de la autora. Por supuesto, uno quiere protestar que parte de la obra se valoriza poco; la razón (tautológica) es que no está a la altura del resto. Ningún escritor, ni siquiera Shakespeare o Pushkin, es de un sublime continuo.
Pero sin duda la excelencia de Woolf tiene la particularidad de llegar a distintos lugares siempre por el mismo camino. Entre los mejores momentos de la ficción y los escritos privados, existe una eminente continuidad de inteligencia, sensibilidad y lucidez; una continuidad, en última instancia, de visión. A veces resulta incluso difícil atenerse a la idea de géneros estancos. ¿En qué sentido, por ejemplo, “The Death of the Moth” es un ensayo y “The Mark on the Wall” un cuento? En el primero, la narradora observa la muerte de una polilla; en el segundo, una mancha en la pared que resulta ser un caracol. Ambos presentan la misma suntuosa textura de asociaciones: ambos se parecen a los pasajes reflexivos del Diario. Del mismo modo, los motivos saltan de un género a otro, invitándonos a seguir la imaginación de fondo, tal como seguimos el curso de un delfín a partir del lomo acerado que rasga el agua a intervalos irregulares.

Devenir animal
La última oración es paródicamente woolfiana en vistas de un rasgo sobresaliente: los motivos de Woolf suelen convocar bestiarios enteros. Empezando por las cartas, vemos que Virginia firmaba las dedicadas a su familia como “goat” (cabra), mientras que, al escribirle a su esposo, Leonard, adoptaba el sobrenombre de “mandrill” (mandril); Leonard, mientras, era “mongoose” (mangosta); una prima era “toad” (sapo), y Vanessa, su hermana, aunque no entrara directamente en esta clasificación, podía recibir en una carta desde Italia el dudoso elogio de que los carneros del país tenían los ojos iguales a los suyos.
Todo esto puede parecer meramente anecdótico, pero la percepción animalizante, voluntariamente aniñada, se extiende a la mejor prosa de Woolf. Hay aquí, de hecho, evidencia de cómo un vocabulario privado puede convertirse en un rasgo de estilo. En 1908, en una fiesta vertida al diario, Woolf encuentra a “una mujer flaca, tenue, que tenía la cara como la de una liebre paralizada”. En Carlyle’s House, Sir George Darwin (nieto de Charles) es “un terrier de pelo duro entrado en años, canoso, con piernas cortas y ojos coléricos, que le lloran en las esquinas”. En una carta de 1923, la bailarina Lydia Lopokova “tiene el alma de una ardilla: algo más encantador no se puede concebir: se sienta todo el tiempo sacándoles brillo a las aletas de su nariz con las patitas delanteras”. Lo que nos lleva, finalmente, a una descripción central para el desarrollo del cuento “Lappin and Lapinova” (1938): “Lo miró de reojo... se parecía a un conejo. No es que alguien más hubiera notado el parecido con un acriatura tan diminuta y tímida de este joven musculoso, pulcro, de nariz recta, ojos azules y boca tan firme. Pero eso era lo más divertido. La nariz le temblaba ligeramente cuando comía”. En Woolf, la maestra del detalle significativo, hay como se ve un éxtasis de la metáfora, pero la metáfora (o su versión expandida, la comparación) nunca es un simple decorado brillante. Implica una visión de mundo.
En un sentido, la metáfora es la victoria momentánea del escritor sobre lo real. Las categorías que parcelan la realidad se interpenetran; las cosas adquieren una doble o triple naturaleza. A veces, como el famoso taxidermista victoriano que falsificó una sirena con los esqueletos de un mono y un pez, el escritor puede, mediante la metáfora, entrar en el orden de lo fantástico. Pero la garantía de la metáfora está siempre en la realidad. La realidad es el patrón oro que avala la circulación de las palabras; así las malas metáforas son o bien “pobres” (como en “perlas de rocío”), o bien una hiperinflación de la superficie sonora, sin correlato exterior a la lengua. Una buena metáfora identifica, en cambio, una similaridad oculta pero inmediatamente inteligible, como en el caso de la cabeza de toro que Picasso armó con el asiento y el manubrio de un triciclo. La metáfora puede ser entonces una herramienta intelectual, incluso cognitiva: une órdenes diversos y en el proceso penetra una realidad opaca. Así la entendían, por ejemplo, Conrad y Proust. Woolf, admiradora de ambos, nos ofrece descubrimientos en miniatura en sus intimaciones metafóricas. ¿Pero de qué orden?
Los escritos de Woolf, de manera asistemática pero decisiva, revelan en su totalidad un sugestivo programa estético. Es una forma de realismo, aunque sin duda tiene poco que ver con la portentosa ficción decimonónica. “Me gustaría escribir no sólo con los ojos, sino con la mente, y descubrir las cosas reales detrás de lo visible” (1908). En The Voyage Out, Terence Hewet, un joven novelista, lucubra: “Queremos descubrir qué hay detrás de las cosas, ¿no?” (Es significativo, dicho sea de paso, que Hewet pretenda escribir una novela sobre el silencio, o sobre lo que no llega a decirse, uno de los temas principales de Las olas). Una década después, en el famoso ensayo “Modern Fiction”, la autora se explaya: “La vida no es una serie de faroles ordenados simétricamente; es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el comienzo de la conciencia hasta el fin. ¿No es la tarea del novelista transmitir este espíritu variante, desconocido y no-circunscrito, sin importar la aberración o la complejidad que presente?” La obsesión por la realidad, en el final, es una obsesión con sus reverberaciones en la conciencia; así Woolf rechazaba el materialismo “sórdido” de Joyce, pero adoraba las impalpabilidades de Chejov. Hay en ella casi una metafísica de lo real. Esto es de Sketch of the Past, la autobiografía que no vivió para terminar, pero que resume su credo artístico:

Siento que he recibido un shock; pero no es, como creía de chica, simplemente el golpe de un enemigo escondido detrás del algodón de la vida diaria; es o se convertirá en una revelación de algún tipo; es la indicación de algo real detrás de las apariencias; y lo hago real al ponerlo en palabras... Quizás éste sea el placer más grande que conozco. Es la felicidad que me atrapa cuando al escribir me parece que descubro qué le pertenece a qué, al lograr una escena, al redondear un personaje. A partir de esto alcanzo lo que podría llamar una filosofía, o en cualquier caso una de mis ideas constantes: que detrás del algodón hay una figura escondida; que estamos (me refiero a todos los humanos) conectados con ella; que el mundo es una obra de arte; que somos parte de la obra de arte.

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