› Por Leonardo Moledo
En 1904, el marino entrerriano José
María Sobral (1880-1961), que tuvo la mala suerte de quedar varado dos
años en la Antártida y que luego se convirtió en el primer
geólogo argentino, financió como pudo y con sus propios recursos
la primera edición de Dos años entre los hielos (1901-1903), el
diario de viaje que había escrito mientras duró su nada placentera
estadía en el quinto continente. Las dificultades para publicarlo fueron
tan sólo algunas de las que sufrió a su regreso después
de haber atravesado una odisea congelada. En esa época, viajar a semejantes
zonas era un verdadero descensus ad inferos, en el que en vez de sortear ríos
de azufre incandescente y llamaradas de leguas de fuego, había que hacer
frente a témpanos, agua casi congelada y temperaturas que arañaban
los 30 grados bajo cero, tan bajas que se congelaba la nostalgia. La soledad
misma, que a temperatura ambiente suele ser líquida, se reducía
a un puñado de nieve fangosa. En su diario, Sobral transmite la belleza
monótona del paisaje y el encanto de una rutina de investigación:
aunque es un guardiamarina el que escribe, está naciendo el geólogo,
capaz de comprender la naturaleza en una de sus manifestaciones extremas, leer
la historia escrita en las piedras, y asombrarse ante una meteorología
exótica.
El viaje de Sobral, del que en diciembre se cumplieron cien años, fue
la primera misión científica que exploró la Antártida.
Y consistió en un encadenamiento de peripecias, que perfectamente podrían
haber terminado de la peor manera.
Quid pro quo
En 1895, año en que se realizó el II Congreso Internacional de
Geógrafos en Londres (Gran Bretaña), se llegó a la conclusión
de que ya no había más lugares inexplorados en el mundo excepto
ciertas recónditas zonas del sur en las que, según contaban las
leyendas de viajeros solitarios, la vegetación no crecía, el aire
congelaba de sólo respirarlo y soplaban ráfagas de vientos mortales.
Era, sin dudas, el continente blanco, la Antártica. Entonces, el siguiente
Congreso Internacional de Geógrafos que se llevó a cabo en Berlín
en 1899 dispuso la realización de una gran expedición internacional
para el estudio y mapeo del único bastión desconocido por la humanidad.
Así, el ballenero Antarctic, convertido en buque científico, dejó
Gotemburgo (Suecia) el 16 de octubre de 1901 y el 16 de diciembre amarró
en el puerto de Buenos Aires, donde el geólogo y experto polar sueco
al mando de la misión, Otto Nordenskjöld, pactó con las autoridades
locales, que le aseguraron la provisión de víveres y carbón
con la condición de sumar a su tripulación a un investigador argentino.
La elección recayó (tres días antes de que el Antarctic
dejara el puerto porteño) en el alférez de fragata José
María Sobral.
Sobral, de sólo 21 años, que había nacido en Gualeguaychú,
Entre Ríos, en 1880, y en 1898 había egresado de la Escuela Naval
como guardiamarina, carecía de experiencia polar y no hablaba una palabra
en sueco. Lo mandaban al Polo Sur sin siquiera darle el equipo básico
de supervivencia. Él mismo debió salir, en pleno verano, a buscar
por Buenos Aires ropa apropiada para temperaturas de 40 grados bajo cero. Hizo
lo que pudo, pero, como luego confesó: “Con excepción de
la ropa interior, todo resultó perfectamente inservible”. El 21
de diciembre de 1901 la expedición zarpó del puerto de Buenos
Aires rumbo al remoto sur, al viento y al frío, como mucho más
tarde señalaría un triste presidente argentino. No imaginaban
el destino que les esperaba.
Al principio, las cosas fueron bien: el 13 de febrero de 1902, Nordenskjöld
y otros cinco hombres –entre ellos Sobral– quedaron en la helada
isla Cerro Nevado, al este de la Península Antártica, dondelevantaron
una pequeña cabaña prefabricada que sería su abrigo durante
el invierno polar, y el Antarctic volvió a Ushuauaia para volver a recogerlos
al verano siguiente, cuando los hielos ya derretidos permitieran el paso. El
quinteto estuvo allí durante el invierno con temperaturas de 45º
bajo cero y vientos de 200 kilómetros por hora; hicieron observaciones
meteorológicas, estudios de magnetismo, trabajos de biología y
reconocimientos geológicos, y llegaron a las proximidades del Círculo
Polar Antártico. En la isla Seymour encontraron restos fósiles
de animales prehistóricos y vegetales que sugerían que la inhóspita
región había disfrutado en otras épocas de temperaturas
tropicales.
Atrapados sin salida
Pero luego del invierno, cuando esperaban ansiosamente la llegada del Antarctic
para volver, el barco no apareció. Había sido atrapado por el
hielo y tres hombres bajaron en Bahía Esperanza para intentar llegar
hasta la cabaña, pero no pudieron. Pocos días después,
el Antarctic se hundió en el océano; los náufragos bajaron
a un témpano y vagaron entre los hielos en dos botes hasta llegar a la
isla Paulet, donde construyeron una cabaña de piedra y se prepararon
lo mejor que pudieron para pasar un invierno terrible en el que debieron dormir
unos contra otros para mantener el calor.
Al llegar la primavera, el grupo de Bahía Esperanza salió a buscar
la cabaña de Nordenskjöld, mientras éste trataba de llegar
a Paulet. El 12 de octubre de 1903 se encontraron a mitad de trayecto y regresaron
juntos a Cerro Nevado.
¡Viven!
Entretanto, la preocupación por la suerte corrida por los investigadores
había crecido en todo el mundo. El gobierno argentino, fletó la
corbeta Uruguay, que en noviembre encontró en la isla Seymour (Marambio)
a dos de los habitantes de la cabaña de Cerro Nevado mientras estaban
cazando pingüinos para almacenarlos como alimento por si tuvieran que pasar
un tercer año en la zona. La euforia fue total. Mientras empacaban lo
más rápido posible por temor a quedar atrapados, llegaron los
hombres que habían naufragado con el Antarctic. Todos se encontraban
vivos y relativamente saludables, excepto Ole Wennersgaard, uno de los refugiados
en la isla de Paulet, que había muerto durante el invierno.
Cuando se supo en Buenos Aires que los marinos suecos (y en especial el argentino)
estaban vivos, los telegramas con la noticia empezaron a recorrer las redacciones
del mundo. En la tarde del 2 de diciembre de 1903, cuando la Uruguay por fin
amarró en Buenos Aires en un estado calamitoso, cerca de cien mil personas
fueron hasta el puerto, y luego un carruaje llevó por las calles porteñas
a los expedicionarios recién salvados. La multitud desató los
caballos del carruaje, que marchó a tracción humana entre las
aclamaciones que retumbaron desde la Casa Rosada hasta la Catedral.
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