Dom 08.02.2004
libros

Imágenes de julio

Objeto privilegiado por los académicos y los estilistas, las obra de Cortázar provocaron un fervor crítico como muy pocas otras en América Latina. El motivo es casi evidente: muchos de sus relatos contienen y exigen su propia crítica. Algunos están armados como quien dirige, desde su escritorio, el modo en que deben ser leídos, y otros son meras trampas para lectores. Del mismo modo, Cortázar reflexionó en muchos de sus relatos y novelas sobre la tarea del crítico y del intelectual. Desde “El perseguidor” hasta el Libro de Manuel y sus libros de reportajes, su preocupación por la lectura de sus libros fue constante durante toda su producción.En los siguientes textos, tres grandes intelectuales latinoamericanos reflexionan sobre su obra y la incluyen de algún modo en su propia producción. Es imposible no leer en los textos de Alejandra Pizarnik cómo se incluye su propia voz en la obra de Cortázar, como tampoco en posible dejar de percibir cómo hace Lezama Lima para sumergir una novela como Rayuela en su prosa y en el Paradiso de sus novelas favoritas. Muy joven, Carlos Monsiváis, en el año 1968, ve en la primera obra de Cortázar la configuración de toda su obra ulterior. Y además, una carta en la que el escritor fija posiciones y repasa su biografía en tanto intelectual latinoamericano.

El perseguidor

por Diego Bentivegna

En 1951 se producen dos acontecimientos centrales en la vida del hasta entonces relativamente ignoto Julio Cortázar. Por un lado, la editorial Sudamericana de Buenos Aires publica su primer libro de relatos, Bestiario; por el otro, obtiene una beca para realizar estudios en París, donde terminará instalándose hasta su muerte, en 1984.
Bestiario, que incluye algunos de los relatos fantásticos más memorables de la literatura rioplatense (“Casa tomada”, “Lejana”) inscribe a su autor en una línea prestigiosa de las letras argentinas, aunque menos hegemónica entonces que la de la novelística culta y “sensible” de Mallea: la línea regulada por la tríada Borges-Bioy-Silvina. A su vez, el viaje de Cortázar a París (el “viaje sin retorno”, en la tipología de Viñas) –un viaje que ha sido leído no sólo como una vía de escape en relación con la atmósfera agobiante y plebeya del peronismo sino también como un índice de las dificultades de integración en el medio intelectual local– instala a Cortázar en un lugar geográfico y teórico que constituye la matriz que articula vida y obra cortazariana: el pasaje o la zona de contacto entre lenguas (Cortázar trabaja como traductor para la UNESCO), entre géneros altos y bajos, entre discursos (el literario y el político), entre tradiciones literarias (la argentina, la francesa, la inglesa).
El desplazamiento hacia París no es, con todo, el primero de los desplazamientos vitales del autor, nacido el 26 de agosto de 1914 en Bruselas –ocupada cuatro días antes por las tropas del Káiser– de padres argentinos y criado en el suburbio porteño de Banfield. Desde fines de los años ‘30, Cortázar, apenas recibido de profesor normal en Letras en el Mariano Acosta, comienza a ejercer la docencia en ciudades bonaerenses bastante alejadas del ornato porteño: Chivilcoy y Bolívar, casi en el límite con La Pampa. Más tarde, a partir de 1944, el joven profesor se instala en Mendoza, en cuya universidad dicta cursos de literatura francesa. Alejado de Buenos Aires (donde en 1938 ha publicado un libro de sonetos “mallarmeanos” bajo el seudónimo Julio Denis), Cortázar lee y traduce a los escritores, sobre todo poetas, con los que construye su primera maniera, que evidencia fuertes afinidades electivas con la llamada generación del ‘40.
Durante su permanencia en el interior publica sus primeros ensayos, entre los que se destacan los dedicados a Rimbaud (1941), y a Keats (1946). Así, el distanciamiento, la poesía romántica y simbolista y las lenguas extranjeras fundamentan la escritura cortazariana.
En París Cortázar traduce a Poe, se casa con Aurora Bernárdez y escribe relatos que exploran zonas muy poco abordadas por la literatura nacional pero muy cercanas al existencialismo, como el box y el jazz. Entre muchas otras cosas, Rayuela, publicada en 1963, es un ajuste de cuentas con el Cortázar fantástico de los ‘40. “Propio ámbito desconocido, lenguaje ancestral, galería aporética, librería délfica, centro del laberinto...”, como la llamó Lezama Lima (ver aparte), la novela de Cortázar, altanera y pretenciosa, es una máquina que fagocita escrituras y discursos y en la que se reconfiguran las obsesiones del campo intelectual de los ‘60: las tensiones entre la alta y la baja cultura, entre lo estético y lo político, entre la literatura y el mercado, entre la tradición y la vanguardia. Superados el clima de ruptura y las solidaridades teóricas que Cortázar intentó imponer como escenario privilegiado de lectura para Rayuela, el mamotreto, que se recorre con la piedad que merecen los proyectos bellos y fenecidos, sigue planteando, como las preguntas obsesivas que lo escanden (“”¿Encontraría a La Maga?”, “¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?”), las aporías constitutivas (estéticas y políticas) del campo literario argentino. Celebrada por publicaciones tan contrapuestas como la porteña y refinada Sur (que publicó una reseña de la novela a cargo de Ana María Barrenechea) y la gramsciana y cordobesa Pasado y Presente (en cuyas páginas comentó la novela Héctor Schmucler), Rayuela no tardó en convertirse en un verdadero clásico de la literatura argentina y del rimbombante boom latinoamericano. Como sucede con todo clásico, las consecuencias de Rayuela para el sistema literario argentino fueron arrolladoras, no sólo por las preguntas que disparaba, sino por el modo en que desde ella se reconfiguraba el pasado del género novelístico argentino (con el privilegio de Arlt y de Marechal, de quien Cortázar fue uno de los primeros lúcidos lectores, por sobre Mallea) y, al mismo tiempo, se abría un modo experimental –en muchos aspectos virulentamente anticortazariano– de practicar la prosa que encontraría su realización en autores como Walsh, Puig y Lamborghini. En los años siguientes a Rayuela, muchas veces juzgados de manera sumaria por la crítica, Cortázar explorará nuevas formas de experimentación narrativa, con algunos resultados felices como 62. Modelo para armar (1968) o Ultimo round (1969).
En sus últimos años, Cortázar se dedica con mayor ahínco a la política. Son los años de los viajes a Cuba y al Santiago de Allende con su segunda esposa, Ugné Karvelis); los años de Libro de Manuel (1973), de las campañas contra la dictadura argentina, del triunfo de la revolución sandinista. Víctima de la leucemia, Cortázar muere en París en 1984, dos años después que su tercera y joven esposa, Carol Dunlop. Entonces, ya caída la dictadura, se dan las condiciones para su canonización definitiva no sólo a través del mercado, sino también a través del aparato escolar. Lo mejor de Cortázar, los cuentos de Bestiario y de Final de juego, son hoy lectura ineludible de los adolescentes argentinos. Encarnada en antologías y en manuales escolares, es en la escuela donde la escritura de Cortázar, donde la experiencia literaria puesta en juego por su poética, mora de manera más efectiva.

Literatura y política

por Julio Cortázar

Palabras como `intelectual’ y `latinoamericano’ me hacen levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan enseguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempreencuadernadas (iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que hasta hace pocos años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas.
El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado muchas veces mi `alejamiento’ de mi patria o, en todo caso, mi negativa a reintegrarme físicamente a ella.
Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí solamente) creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con una visión desnacionalizada, la revolución cubana.
El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor `de zona’, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas.
Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad.
Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a expresarse de muchas maneras, pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo perfecciona. p

Fragmentos tomados de “Situación del intelectual latinoamericano”, carta de Cortázar a Fernández Retamar (Saignon, Vaucluse. 10 de mayo de 1967), publicada originalmente en Casa de las Américas, Nº 45 (1967)y luego en Ultimo Round.

Los Reyes

por Carlos Monsiváis

Los reyes, el poema dramático o la serie de diálogos o la recreación del tema del Minotauro, posee como atractivo fundamental la anticipación de una lucha que es una división del mundo, la lucha que se libra entre cronopios (en este caso, sorpresivamente, el Minotauro) y famas (en esta caso, y supermánicamente, Teseo). “Son diálogos –recuerda Cortázar a Luis Haaas en Los nuestros– entre Teseo y Minos, entre Ariadna y Teseo o entre Teseo y el Minotauro. Pero el enfoque del tema es bastante curioso, porque se trata de una defensa del Minotauro. Teseo es presentado como el héroe standard, el individuo sin imaginación y respetuoso de las convenciones, que esta allí con su espada en la mano para matar a los monstruos que son la excepción de lo convencional. El Minotauro es el poeta, el ser diferente de los demás, completamente libre. Por eso lo han encerrado, porque representa un peligro para el orden establecido. En la primera escena, Minos y Ariadna hablan del Minotauro, y se descubre que Ariadna está enamorada de su hermano (tanto el Minotauro como ella son hijos de Pasifae). Teseo llega desde Atenas para matar al monstruo y Ariadna le da el famoso hilo para que pueda entrar al laberinto sin perderse. En mi interpretación, Ariadna le da el hilo confiando en que el Minotauro matará a Teseo y podrá salir del laberinto para reunirse con ella. Es decir, la versión es totalmente opuesta a la clásica.” Y agrega: “En realidad, Los reyes es una obra con la que sigo profundamente encariñado, pero no tiene nada o muy poco que ver con lo que escribí después. Tiene un estilo de esteta, muy refinado, pero el lenguaje en el fondo es muy tradicional. Una especie de mezcla de Valery y Saint John Perse”. Y sin embargo ya se prefigura una de las obsesiones cortazarianas: la consagración de una suerte de antihéroe que posee, para merecer el desprecio y el odio sociales, su libertad y su autenticidad. El Minotauro se llamará, después, Johnny Carter en “El perseguidor”, irresponsable, drogado, enfermizo; o será Horacio Oliveira en Rayuela, abandonado a las solicitaciones de una vagabunda para escándalo de la policía.

en Revista de la Universidad de México, vol. XXII, núm 9 (México: mayo 1968).

Rayuela

por José Lezama Lima

Rayuela se mueve en un eléctrico y eleático concentrismo. Ya vimos a la salida del laberinto enlaces y desenlaces, canciones de boga y sumergimientos de Osiris. Oliveira se detiene en una calleja y siente “cómo cualquier esquina de cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le evitaba el trabajo”. Sus secuencias tienen que concluir en las arenas, no puede terminar, terminar sería encallar, un rasponazo, dañar tal vez el fondo. Su concentrismo está en el oído que dilata, en el ojo que extiende, en los brazos prolongados, en la infinitud. Sabe que algo o alguien está detrás del bastión, que interrumpe la continuidad de los sentidos. Algo se restituye, se reconstruye, se reconoce en su existir con total independencia de nuestro ámbito. Cada hombre irrumpe o interrumpe un continuo, pero hay un fondo de identidad que es un azar que se vuelve casual, una absurdidad que el hombre tiene que asimilar para no ser el irreconocible sobreviviente de una especie extinta. No le interesa a Cortázar prolongarse en distintos planos, son la candela que esclarece momentáneamente el sótano. Sabe que no podemos ir más allá de la conciencia vertebral que es también un relámpago.
X`h Cortázar nos ha indicado las destrezas para penetrar en su laberintos numerales, pues Rayuela ofrece en sí misma sus agrupamientos o archipiélagos electromagnéticos. Sucesivos remolinos con ritmos traslaticios logran sus vértices en la rotación. Un café o un accidente callejero forman cadeneta con el jazz entrelazando las conversaciones del Club de la Serpiente. Meditando Oliveira sobre sus desemejanzas con la Maga, se despierta el interrogante metafísico de la otredad, surgido de una trágica situación final, como las impulsiones gatunas del jazz, que no es tigre, tampoco perro. Una cita de Crevel aclara las relaciones entre Oliveira y la Maga. Oliveira está convencido de que no podrá escapar de un orden falso, como la Maga parece inclinarse más al caos que a Tao, mientras la Maga lo sigue viendo a él ahogado en ríos metafísicos. La razón se le ha convertido en una interrogante en la infinitud y su caos se agua en un destino que se va aclarando. Porta su inscripción fatal, que Cortázar subraya con una lucidez aterradora: condenado a Ser absuelto. En la sucesión de sus días no aparecen misteriosos textos interpolados, su condena, signo de los tiempos que corren, en su libertad. Su arbitrio no tiene fatum.

en Casa de las Américas, 49 (La Habana: 1968).

El otro Cielo

por Alejandra Pizarnik

¿Cómo llegó Laurent a el otro cielo? Conviene acordarse de unos viejos rumores que disonaban en el Pasaje Güemes: se evocaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página. Así, una suerte de materia binaria compuesta por Eros y la muerte informan el barro primero que modelaron a Laurent.
Este golem jamás visto posee un rasgo exclusivo e invariable: ultimar prostitutas –rasgo que se halla en conexión cordial con el epígrafe de Lautréamont y, sobre todo, con su contexto. De donde se deduce que Laurent es el dueño de sus ojos azules, por haberlos sustraído de alguna asesinada con sus manos de sombra sombría. Pero acá se recuerda que Lautréamont querellaba con una sombra que resulta ser su sombra, de modo que Laurent es él, Lautréamont. Luego una coincidencia: la primera sílaba del nombre inventado, Laurent, es la misma que la primera sílaba del seudónimo de Lautréamont. Y, a propósito: la figura central del barrio de las galerías es un adolescente sudamericano fácilmente identificable con Isidore Ducase, conde de Lautréamont. Lautréamont frecuenta el café predilecto de los amantes felices del cuento. En “El otro cielo”, Julio Cortázar ha configurado deliberada y fatalmente una querella simétrica a la que sostiene Maldoror con su propia sombra. Pero “El otro cielo” es, ante todo, un lugar de encuentro con “la belleza convulsiva” y con un perfección no poco terrible. Resulta aterrador saber que nunca descubriremos quién es el otro que acosa al pronombre personal y secreto que cuenta un cuento donde lo más real es el drama filosófico. p

en El deseo de la palabra. Barcelona, Ocnos/Barral, 1975.

 

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