El
perseguidor
por Diego Bentivegna
En 1951 se producen
dos acontecimientos centrales en la vida del hasta entonces relativamente
ignoto Julio Cortázar. Por un lado, la editorial Sudamericana de
Buenos Aires publica su primer libro de relatos, Bestiario; por el otro,
obtiene una beca para realizar estudios en París, donde terminará
instalándose hasta su muerte, en 1984.
Bestiario, que incluye algunos de los relatos fantásticos más
memorables de la literatura rioplatense (“Casa tomada”, “Lejana”)
inscribe a su autor en una línea prestigiosa de las letras argentinas,
aunque menos hegemónica entonces que la de la novelística
culta y “sensible” de Mallea: la línea regulada por la
tríada Borges-Bioy-Silvina. A su vez, el viaje de Cortázar
a París (el “viaje sin retorno”, en la tipología
de Viñas) –un viaje que ha sido leído no sólo
como una vía de escape en relación con la atmósfera
agobiante y plebeya del peronismo sino también como un índice
de las dificultades de integración en el medio intelectual local–
instala a Cortázar en un lugar geográfico y teórico
que constituye la matriz que articula vida y obra cortazariana: el pasaje
o la zona de contacto entre lenguas (Cortázar trabaja como traductor
para la UNESCO), entre géneros altos y bajos, entre discursos (el
literario y el político), entre tradiciones literarias (la argentina,
la francesa, la inglesa).
El desplazamiento hacia París no es, con todo, el primero de los
desplazamientos vitales del autor, nacido el 26 de agosto de 1914 en Bruselas
–ocupada cuatro días antes por las tropas del Káiser–
de padres argentinos y criado en el suburbio porteño de Banfield.
Desde fines de los años ‘30, Cortázar, apenas recibido
de profesor normal en Letras en el Mariano Acosta, comienza a ejercer
la docencia en ciudades bonaerenses bastante alejadas del ornato porteño:
Chivilcoy y Bolívar, casi en el límite con La Pampa. Más
tarde, a partir de 1944, el joven profesor se instala en Mendoza, en cuya
universidad dicta cursos de literatura francesa. Alejado de Buenos Aires
(donde en 1938 ha publicado un libro de sonetos “mallarmeanos”
bajo el seudónimo Julio Denis), Cortázar lee y traduce a
los escritores, sobre todo poetas, con los que construye su primera maniera,
que evidencia fuertes afinidades electivas con la llamada generación
del ‘40.
Durante su permanencia en el interior publica sus primeros ensayos, entre
los que se destacan los dedicados a Rimbaud (1941), y a Keats (1946).
Así, el distanciamiento, la poesía romántica y simbolista
y las lenguas extranjeras fundamentan la escritura cortazariana.
En París Cortázar traduce a Poe, se casa con Aurora Bernárdez
y escribe relatos que exploran zonas muy poco abordadas por la literatura
nacional pero muy cercanas al existencialismo, como el box y el jazz.
Entre muchas otras cosas, Rayuela, publicada en 1963, es un ajuste de
cuentas con el Cortázar fantástico de los ‘40. “Propio
ámbito desconocido, lenguaje ancestral, galería aporética,
librería délfica, centro del laberinto...”, como la
llamó Lezama Lima (ver aparte), la novela de Cortázar, altanera
y pretenciosa, es una máquina que fagocita escrituras y discursos
y en la que se reconfiguran las obsesiones del campo intelectual de los
‘60: las tensiones entre la alta y la baja cultura, entre lo estético
y lo político, entre la literatura y el mercado, entre la tradición
y la vanguardia. Superados el clima de ruptura y las solidaridades teóricas
que Cortázar intentó imponer como escenario privilegiado
de lectura para Rayuela, el mamotreto, que se recorre con la piedad que
merecen los proyectos bellos y fenecidos, sigue planteando, como las preguntas
obsesivas que lo escanden (“”¿Encontraría a La
Maga?”, “¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?”),
las aporías constitutivas (estéticas y políticas)
del campo literario argentino. Celebrada por publicaciones tan contrapuestas
como la porteña y refinada Sur (que publicó una reseña
de la novela a cargo de Ana María Barrenechea) y la gramsciana
y cordobesa Pasado y Presente (en cuyas páginas comentó
la novela Héctor Schmucler), Rayuela no tardó en convertirse
en un verdadero clásico de la literatura argentina y del rimbombante
boom latinoamericano. Como sucede con todo clásico, las consecuencias
de Rayuela para el sistema literario argentino fueron arrolladoras, no
sólo por las preguntas que disparaba, sino por el modo en que desde
ella se reconfiguraba el pasado del género novelístico argentino
(con el privilegio de Arlt y de Marechal, de quien Cortázar fue
uno de los primeros lúcidos lectores, por sobre Mallea) y, al mismo
tiempo, se abría un modo experimental –en muchos aspectos
virulentamente anticortazariano– de practicar la prosa que encontraría
su realización en autores como Walsh, Puig y Lamborghini. En los
años siguientes a Rayuela, muchas veces juzgados de manera sumaria
por la crítica, Cortázar explorará nuevas formas
de experimentación narrativa, con algunos resultados felices como
62. Modelo para armar (1968) o Ultimo round (1969).
En sus últimos años, Cortázar se dedica con mayor
ahínco a la política. Son los años de los viajes
a Cuba y al Santiago de Allende con su segunda esposa, Ugné Karvelis);
los años de Libro de Manuel (1973), de las campañas contra
la dictadura argentina, del triunfo de la revolución sandinista.
Víctima de la leucemia, Cortázar muere en París en
1984, dos años después que su tercera y joven esposa, Carol
Dunlop. Entonces, ya caída la dictadura, se dan las condiciones
para su canonización definitiva no sólo a través
del mercado, sino también a través del aparato escolar.
Lo mejor de Cortázar, los cuentos de Bestiario y de Final de juego,
son hoy lectura ineludible de los adolescentes argentinos. Encarnada en
antologías y en manuales escolares, es en la escuela donde la escritura
de Cortázar, donde la experiencia literaria puesta en juego por
su poética, mora de manera más efectiva.
Literatura
y política
por Julio Cortázar
Palabras como `intelectual’
y `latinoamericano’ me hacen levantar instintivamente la guardia,
y si además aparecen juntas me suenan enseguida a disertación
del tipo de las que terminan casi siempreencuadernadas (iba a decir enterradas)
en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis
años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo
como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido
ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades
soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que hasta
hace pocos años esa clasificación despertaba en mí
el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las
orejas.
El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica
no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché
de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo
que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir
en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos
concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar
un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho
por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese
contacto no se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano;
al contrario, me apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho
más europea que latinoamericana, y más ética que
intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor, debe nacer
de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas
de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado
muchas veces mi `alejamiento’ de mi patria o, en todo caso, mi negativa
a reintegrarme físicamente a ella.
Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido
de mi país (y quede bien claro que hablo por mí solamente)
creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con
una visión desnacionalizada, la revolución cubana.
El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por
ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría
aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones
múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la
historia, y concentran todo su talento en una labor `de zona’, pero
me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo
cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias
culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra
los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en
eso se acaba) contra las demás razas.
Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi condición
de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de
una evolución más compleja y abierta. Ésta no es
una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución
en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor
para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía
culminar en un libro; en París nació un hombre para quien
los libros deberán culminar en la realidad.
Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado insensato
me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre
novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación
que los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes
en el país. Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez
una actitud que alcanza a expresarse de muchas maneras, pero que tiende
siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar
si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que se inquietan
amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi
fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el
eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva
de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está
como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja,
y en la que cada evocación o recreación de lo originalmente
mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre
y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo
perfecciona. p
Fragmentos tomados de “Situación del intelectual latinoamericano”,
carta de Cortázar a Fernández Retamar (Saignon, Vaucluse.
10 de mayo de 1967), publicada originalmente en Casa de las Américas,
Nº 45 (1967)y luego en Ultimo Round.
Los
Reyes
por Carlos Monsiváis
Los reyes, el poema
dramático o la serie de diálogos o la recreación
del tema del Minotauro, posee como atractivo fundamental la anticipación
de una lucha que es una división del mundo, la lucha que se libra
entre cronopios (en este caso, sorpresivamente, el Minotauro) y famas
(en esta caso, y supermánicamente, Teseo). “Son diálogos
–recuerda Cortázar a Luis Haaas en Los nuestros– entre
Teseo y Minos, entre Ariadna y Teseo o entre Teseo y el Minotauro. Pero
el enfoque del tema es bastante curioso, porque se trata de una defensa
del Minotauro. Teseo es presentado como el héroe standard, el individuo
sin imaginación y respetuoso de las convenciones, que esta allí
con su espada en la mano para matar a los monstruos que son la excepción
de lo convencional. El Minotauro es el poeta, el ser diferente de los
demás, completamente libre. Por eso lo han encerrado, porque representa
un peligro para el orden establecido. En la primera escena, Minos y Ariadna
hablan del Minotauro, y se descubre que Ariadna está enamorada
de su hermano (tanto el Minotauro como ella son hijos de Pasifae). Teseo
llega desde Atenas para matar al monstruo y Ariadna le da el famoso hilo
para que pueda entrar al laberinto sin perderse. En mi interpretación,
Ariadna le da el hilo confiando en que el Minotauro matará a Teseo
y podrá salir del laberinto para reunirse con ella. Es decir, la
versión es totalmente opuesta a la clásica.” Y agrega:
“En realidad, Los reyes es una obra con la que sigo profundamente
encariñado, pero no tiene nada o muy poco que ver con lo que escribí
después. Tiene un estilo de esteta, muy refinado, pero el lenguaje
en el fondo es muy tradicional. Una especie de mezcla de Valery y Saint
John Perse”. Y sin embargo ya se prefigura una de las obsesiones
cortazarianas: la consagración de una suerte de antihéroe
que posee, para merecer el desprecio y el odio sociales, su libertad y
su autenticidad. El Minotauro se llamará, después, Johnny
Carter en “El perseguidor”, irresponsable, drogado, enfermizo;
o será Horacio Oliveira en Rayuela, abandonado a las solicitaciones
de una vagabunda para escándalo de la policía.
en Revista de la
Universidad de México, vol. XXII, núm 9 (México:
mayo 1968).
Rayuela
por José
Lezama Lima
Rayuela se mueve en
un eléctrico y eleático concentrismo. Ya vimos a la salida
del laberinto enlaces y desenlaces, canciones de boga y sumergimientos
de Osiris. Oliveira se detiene en una calleja y siente “cómo
cualquier esquina de cualquier ciudad era la ilustración perfecta
de lo que estaba pensando y casi le evitaba el trabajo”. Sus secuencias
tienen que concluir en las arenas, no puede terminar, terminar sería
encallar, un rasponazo, dañar tal vez el fondo. Su concentrismo
está en el oído que dilata, en el ojo que extiende, en los
brazos prolongados, en la infinitud. Sabe que algo o alguien está
detrás del bastión, que interrumpe la continuidad de los
sentidos. Algo se restituye, se reconstruye, se reconoce en su existir
con total independencia de nuestro ámbito. Cada hombre irrumpe
o interrumpe un continuo, pero hay un fondo de identidad que es un azar
que se vuelve casual, una absurdidad que el hombre tiene que asimilar
para no ser el irreconocible sobreviviente de una especie extinta. No
le interesa a Cortázar prolongarse en distintos planos, son la
candela que esclarece momentáneamente el sótano. Sabe que
no podemos ir más allá de la conciencia vertebral que es
también un relámpago.
X`h Cortázar nos ha indicado las destrezas para penetrar en su
laberintos numerales, pues Rayuela ofrece en sí misma sus agrupamientos
o archipiélagos electromagnéticos. Sucesivos remolinos con
ritmos traslaticios logran sus vértices en la rotación.
Un café o un accidente callejero forman cadeneta con el jazz entrelazando
las conversaciones del Club de la Serpiente. Meditando Oliveira sobre
sus desemejanzas con la Maga, se despierta el interrogante metafísico
de la otredad, surgido de una trágica situación final, como
las impulsiones gatunas del jazz, que no es tigre, tampoco perro. Una
cita de Crevel aclara las relaciones entre Oliveira y la Maga. Oliveira
está convencido de que no podrá escapar de un orden falso,
como la Maga parece inclinarse más al caos que a Tao, mientras
la Maga lo sigue viendo a él ahogado en ríos metafísicos.
La razón se le ha convertido en una interrogante en la infinitud
y su caos se agua en un destino que se va aclarando. Porta su inscripción
fatal, que Cortázar subraya con una lucidez aterradora: condenado
a Ser absuelto. En la sucesión de sus días no aparecen misteriosos
textos interpolados, su condena, signo de los tiempos que corren, en su
libertad. Su arbitrio no tiene fatum.
en Casa de las
Américas, 49 (La Habana: 1968).
El
otro Cielo
por Alejandra Pizarnik
¿Cómo
llegó Laurent a el otro cielo? Conviene acordarse de unos viejos
rumores que disonaban en el Pasaje Güemes: se evocaban las ediciones
vespertinas con crímenes a toda página. Así, una
suerte de materia binaria compuesta por Eros y la muerte informan el barro
primero que modelaron a Laurent.
Este golem jamás visto posee un rasgo exclusivo e invariable: ultimar
prostitutas –rasgo que se halla en conexión cordial con el
epígrafe de Lautréamont y, sobre todo, con su contexto.
De donde se deduce que Laurent es el dueño de sus ojos azules,
por haberlos sustraído de alguna asesinada con sus manos de sombra
sombría. Pero acá se recuerda que Lautréamont querellaba
con una sombra que resulta ser su sombra, de modo que Laurent es él,
Lautréamont. Luego una coincidencia: la primera sílaba del
nombre inventado, Laurent, es la misma que la primera sílaba del
seudónimo de Lautréamont. Y, a propósito: la figura
central del barrio de las galerías es un adolescente sudamericano
fácilmente identificable con Isidore Ducase, conde de Lautréamont.
Lautréamont frecuenta el café predilecto de los amantes
felices del cuento. En “El otro cielo”, Julio Cortázar
ha configurado deliberada y fatalmente una querella simétrica a
la que sostiene Maldoror con su propia sombra. Pero “El otro cielo”
es, ante todo, un lugar de encuentro con “la belleza convulsiva”
y con un perfección no poco terrible. Resulta aterrador saber que
nunca descubriremos quién es el otro que acosa al pronombre personal
y secreto que cuenta un cuento donde lo más real es el drama filosófico.
p
en El deseo de
la palabra. Barcelona, Ocnos/Barral, 1975.
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