Dom 07.03.2004
libros

San Foucault

Por David Halperin

La emergencia de la política queer tuvo un impacto profundo sobre numerosos militantes homosexuales. Si en los años setenta, durante la época del movimiento por los derechos civiles gays, éstos decían que eran absolutamente similares a los heterosexuales salvo en la cama, al comienzo de los años noventa, en el momento queer, decían que eran totalmente diferentes de los héteros, salvo en la cama.
Esta nueva resistencia a la normalización que definía el movimiento queer me ayudó a comprender por qué Foucault era tan importante para la política radical. En efecto, Foucault mismo se alineó, toda su vida, del lado de los parias. La política gay y lesbiana, en el apogeo de su momento queer, había dejado de aferrarse a la especificidad del deseo homosexual y se había anclado a una relación con todo lo que tenían en común aquellos que la sociedad mayoritaria consideraba como “anormales”, es decir como queers (en el sentido norteamericano del término, queer quiere decir a la vez enfermo, raro, anormal, marica o puta): las minorías raciales y étnicas, los disidentes sexuales, las madres solteras, las familias no tradicionales, los seropositivos y los enfermos de sida, los prisioneros, los toxicómanos, los indocumentados. El tropismo de Foucault, me parecía, había anticipado ese momento queer: toda su vida había sido atraído por lo que llamaba “la vida de los hombres infames”. Foucault mismo era queer aún antes de que la palabra tomara ese significado, tanto por la simpatía que había experimentado hacia los locos, los enfermos, los delincuentes y los perversos, como por su comprensión nietzscheana de la homosexualidad como vector de transmutación de los valores sociales.

Liberación o resistencia
La liberación gay parece una fórmula anticuada. Hoy en día, cuando los gays hablan de política en los Estados Unidos, es más probable que toquen temas como supervivencia y resistencia que cambio, reforma o liberación. Este desplazamiento no refleja meramente una desesperación fundamental y, como consecuencia, una disminución de las esperanzas a causa de la situación provocada por el sida y por la intensificación que le ha dado a la homofobia y a la ola reciente de progroms contra los gays (hubo un aumento del 172 % en los actos de violencia reportados contra los gays entre 1988 y 1992), que fueron incitados o aprobados por la Iglesia Católica y el Partido Republicano, entre otras instituciones. El desencanto con la liberación tampoco se reduce a la conciencia creciente de que la vida gay ha producido sus propios regímenes disciplinarios, sus propias técnicas de normalización, bajo la forma de cortes de pelo obligatorios, camisetas, dietas, equipos de cuero, body piercing y ejercicio físico (la rutina diaria en el gimnasio, por ejemplo, ¿es una liberación o un trabajo forzado?). Finalmente, pienso que el desplazamiento de un modelo de liberación refleja una comprensión más profunda de las estructuras discursivas y los sistemas de representación que determinan la producción de significaciones sexuales y manejan las percepciones individuales, a fin de mantener y reproducir los fundamentos del privilegio heterosexista.

El absoluto de la homofobia
Para decirlo de un modo más simple, gradualmente los gays de los Estados Unidos hemos comprendido que lo que debemos enfrentar para sobrevivir en esta era genocida no son sólo los agentes específicos de opresión, como la policía o los agresores de los gays, ni las prohibiciones formales, explícitas, como las leyes contra la sodomía, ni las instituciones hostiles, como la Suprema Corte, sino más bien las estrategias pregnantes y polimorfas de homofobia que modelan los discursos públicos y privados, saturan todo el campo de la representación cultural y, como el poder en la concepción de Foucault, están en todas partes. Los discursos de la homofobia, sin embargo, no pueden ser refutados por medio de argumentos racionales (aunque muchas de las proposiciones individuales que los constituyen sean fácilmente refutables); sólo es posible resistirlos. Sucede esto porque los discursoshomofóbicos no son reducibles a un conjunto de proposiciones con un contenido de verdad determinable que pueda ser analizado racionalmente. Los discursos homofóbicos funcionan más bien como piezas de estrategias más generales y sistemáticas de deslegitimación. Si hay que resistirlos, debemos hacerlo estratégicamente –es decir, combatiendo una estrategia con otra–.
Los discursos homofóbicos no tienen un contenido proposicional estable. Están compuestos de un número potencialmente infinito de afirmaciones diferentes pero intercambiables, de tal forma que, cuando una afirmación es refutada o descalificada, otra puede sustituirla, incluso con un contenido opuesto a la primera. La historia de las disputas legales sobre si la homosexualidad constituye o no una “característica innata” es un buen ejemplo de la naturaleza oportunista y proporcionalmente indeterminada de los discursos homofóbicos. (...) En resumen, si la homosexualidad es una característica innata, perdemos nuestros derechos civiles, y si no es una característica innata, perdemos nuestros derechos civiles. ¿Cómo argumentar racionalmente en estos términos?
Los discursos homofóbicos son incoherentes, pero esta característica, lejos de incapacitarlos, los hace más poderosos. De hecho, operan estratégicamente por medio de contradicciones lógicas, las cuales producen una serie de callejones sin salida cuya función es –de manera incoherente pero efectiva y sistemática– perjudicar la vida de lesbianas y gays.

Problemas en el armario
Lo que Eve Kosofsky Sedgwick ha llamado de manera memorable “La epistemología del armario” es la mejor ilustración de este fenómeno. Sedgwick ha mostrado que el closet es el lugar de una contradicción imposible: no puedes estar adentro y no puedes estar afuera. No puedes estar adentro, porque nunca estarás seguro de haber logrado mantener tu homosexualidad en secreto; después de todo, uno de los efectos de estar en el closet es que no puedes saber si las personas te tratan como straight porque los has engañado y no sospechan que eres gay, o porque te siguen el juego y gozan del privilegio epistemológico que les confiere tu ignorancia de que ellos lo saben. Pero si nunca puedes estar en el closet, tampoco puedes estar afuera, porque aquellos que alguna vez gozaron del privilegio epistemológico de saber que no sabes lo que ellos saben, se niegan a renunciar a tal privilegio e insisten en construir tu sexualidad como un secreto al que tienen un acceso especial, un secreto que se descubre ante su mirada lúcida y superior. De esta manera, ellos logran consolidar su pretensión de una inteligencia superior sobre cuestiones sexuales que es no sólo distinta del conocimiento sino también su opuesto, es decir, una forma de ignorancia, en la medida en que oculta al conocimiento la naturaleza política de su interés en preservar la epistemología del closet y en mantener la construcción epistemológica de la heterosexualidad como un hecho obvio que puede ser conocido universalmente sin ostentaciones, y una forma de vida personal que puede ser protegida como algo privado sin constituir una verdad secreta.
El closet es el lugar de una contradicción imposible, no obstante, porque cuando sales, es al mismo tiempo demasiado pronto y demasiado tarde. Puedes pensar que es demasiado pronto por la frecuencia con que la afirmación de tu homosexualidad es recibida con un gesto de impaciencia, que puede tomar una forma agresiva –“¿Por qué tienes que refregarnos esto en la cara?”– o, en círculos más refinados, la forma sublimemente urbana del aburrimiento y la indiferencia fingidos: “¿Por qué pensaste que podría interesarnos un hecho tan insignificante y trivial?” (por supuesto, se los dijiste no porque pensaras que podría interesarles, aunque de hecho estén interesados, sino porque no querías que ellos pensaran que eras straight). Sin embargo, cuando sales del closet, ya es también demasiado tarde, porque si hubieras sido honesto, habrías salido antes.

Escupan sobre Hegel
El binarismo heterosexual/ homosexual es una producción homofóbica, así como el binarismo hombre/ mujer es una producción sexista. En ambos casos hay dos términos, el primero de los cuales no está marcado y no es problematizado –designa “la categoría a la cual se supone que todo el mundo pertenece” (a menos que alguien sea marcado específicamente como diferente)–, mientras que el segundo está marcado y es problematizado: designa una categoría de personas que se diferencian en algo de las personas normales, no marcadas. El término marcado (o queer) funciona no como un medio para denominar una clase de personas real o determinada sino para delimitar y definir, por negación y oposición, el término no marcado. El término “homosexualidad” no describe una cosa singular y estable, sino que funciona como un espacio sin contenido determinado que puede ser llenado con un conjunto de predicados lógicamente contradictorios y mutuamente incompatibles, cuya conjunción imposible no se refiere tanto a un fenómeno paradójico del mundo como a los límites que marca el término opuesto, “heterosexualidad”, porque homosexualidad y heterosexualidad no representan un par verdadero, dos contrarios con mutuas referencias, sino una oposición jerárquica en la que la heterosexualidad se define implícitamente constituyéndose como la negación de la homosexualidad. La heterosexualidad se define a sí misma sin problematizarse, se eleva como un término no marcado y privilegiado, denigrando y problematizando la homosexualidad. La homosexualidad, entonces, le da a la heterosexualidad su realidad sustancial y le permite adquirir su status por incomparecencia, como una falta de diferencia o una ausencia de anormalidad. A pesar de que el término no marcado proclama algún tipo de precedencia o prioridad sobre el término marcado, la misma lógica del suplemento exige que aquél dependa de éste: el término no marcado necesita del marcado para engendrarse a sí mismo como tal.
En ese sentido, el término marcado resulta ser estructural y lógicamente anterior al no marcado. En el caso de la heterosexualidad y la homosexualidad, la prioridad del término marcado sobre el no marcado es no sólo estructural o lógica sino también histórica: la invención del término y del concepto de homosexualidad precedió por algunos años al de heterosexualidad –que fue originariamente el nombre de una perversión (lo que ahora llamamos bisexualidad)– y sólo de forma gradual fue ocupando su lugar familiar como el polo opuesto de la homosexualidad. “Homosexual”, como “mujer”, no es un nombre que se refiera a una “especie natural”: es una construcción, homofóbica y discursiva, que pasa a ser desconocida como un objeto bajo un régimen epistemológico conocido como realismo. Esto no quiere decir que la homosexualidad sea irreal. Por el contrario, las construcciones son muy reales. Las personas viven por ellas, después de todo, y hoy en día, cada vez más, mueren por ellas. No se puede pedir nada más real que eso. Pero si la homosexualidad es una realidad, ésta es construida, una realidad social y no natural. El mundo social contiene muchas realidades que no existen por naturaleza.
El “homosexual”, entonces, no es el nombre de una clase natural sino una proyección, un núcleo de descarga pública conceptual y semiótica para todo tipo de nociones mutuamente incompatibles y lógicamente contradictorias. Estas nociones contradictorias no sólo sirven para definir al opuesto binario de la homosexualidad por (y como una) incomparecencia, también ponen en juego una serie de callejones sin salida que son opresivos únicamente para aquellos que caen dentro de la descripción de “homosexual” y cuyas operaciones son sostenidas por prácticas discursivas e institucionales profundamente enraizadas en la sociedad. Como construcción del discurso homofóbico, “el homosexual” es en efecto una criatura contradictoria e imposible. Pues es al mismo tiempo: 1) un inadaptado social, 2) un monstruo raro antinatural, 3) un ser que representa un fracaso de la moral y 4) un perverso sexual. Es imposible que una persona, bajo un sistema ético post-kantiano al menos, sea todas estas cosas al mismo tiempo –por ejemplo, que sea a la vez enfermo y culpable de su enfermedad–. Igual, no importa demasiado: tales atributos pueden ser mutuamente incompatibles en términos lógicos, pero se vuelven compatibles en la práctica, es decir, en términos políticos. No sólo no se cancelan mutuamente en la práctica, sino que se refuerzan unos a otros y trabajan juntos para producir siempre el mismo efecto: a saber, la denigración del “homosexual”.

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