Lun 24.06.2002
libros

EN EL QUIOSCO

Las ruinas circulares

La lección del maestro
Norman Thomas di Giovanni
trad. Marcial Souto
Sudamericana
Buenos Aires, 2002
192 págs.

› Por Daniel Link

En muchos relatos y poemas de Borges un hombre es el sueño de otro y de la conciencia de esa inmaterialidad se deduce una teoría metafísica sobre la experiencia y sobre la identidad. Durante mucho tiempo (afortunadamente ese tiempo ya ha terminado) la literatura argentina (sus autores, sus textos, sus temas y sus tonalidades) parecían el sueño o la pesadilla de Jorge Luis Borges, el más grande de todos los escritores argentinos.
Para fortuna de las generaciones actuales y futuras, Borges es ya una pesadilla amortiguada y olvidarse de él no sólo es de buen tono sino un síntoma de salud mental. Hay que soñar o dejarse soñar por otros, en todo caso, porque en el sueño de Borges sólo podríamos ocupar el lugar del humillado, del lazarillo servil, del subalterno.
Norman Thomas di Giovanni, el traductor de Borges al inglés, es la imagen siniestra de lo que la literatura argentina podría ser si no hubiera optado por otros sueños, si no hubiera elegido el olvido. Porque Norman Thomas di Giovanni ha quedado preso de una pesadilla borgeana. Nada sino eso puede leerse en La lección del maestro, el libro que (publicado originalmente hace dos años) acaba de traducir la editorial Sudamericana.
“Al principio –leemos en el prólogo–, quise publicar la memoria que abre ese volumen como apéndice de la Autobiografía de Borges, un texto que él y yo compusimos en inglés en 1970. Pero los herederos de Borges no vieron con buenos ojos esa idea. No dieron razones ni explicaciones de su decisión, pero de alguna manera consideraron que mi obra de 1988 no merecía aparecer al lado de mi obra con Borges de 1970.” Queda claro que La lección del maestro es, pues, resultado de un desprecio: “De esta manera indirecta, los herederos de Borges son los “únicos progenitores”de estos ensayos”. Por una vez habría que decir que esta vez los herederos de Borges (que tanto han equivocado en otras ocasiones el manejo de una obra riquísima y proliferante) tenían razón.
La mencionada “En memoria de Borges” es un artículo penoso en el que, con la excusa de contar sus horas de trabajo con “el maestro” (¿pero cómo? ¿El “maestro” no era Sabato?), Norman Thomas di Giovanni no hace sino dejar en claro que Borges, a él, lo quería. Y lo habría querido tanto, en la perspectiva alucinada de Di Giovanni que gran parte de la fama de Borges y, aun, su última obra, no serían sino la consecuencia de esa amistad y de ese amor: “Aquí en Argentina –me dijo Borges la primera mañana que estuve en Buenos Aires–, la amistad es quizá más importante que el amor”.
No importa cuánto puede haber de cierto en la protesta de Norman Thomas di Giovanni (él anhela un reconocimiento, que se sepa cuánto hizo él por el otro), lo cierto es que todo el libro, con su insistencia en la verdad definitiva sobre los textos de Borges, sólo adquiere consistencia en ese género (¿biográfico? ¿autobiográfico?) en el que brillan ejemplos ilustres como El guardián de mi hermano de Stanislaus Joyce. El que es nadie participa de la identidad (y de la fama) del otro de manera vicaria. Habiendo sido su traductor, su colaborador, su confidente (pág. 39), su alegre valet (pág. 84), Norman Thomas di Giovanni viene a decirnos con La lección del maestro que no otro sentido ha tenido su vida: ser la sombra o el sueño (la pesadilla) de otro que ya no está.
El resto de los artículos recopilados por Di Giovanni examinan la obra de Borges para señalar básicamente los defectos de otras lecturas, otras traducciones y censurar la proliferación interpretativa. El propio Borges reaccionaba ante la sobreinterpretación de su obra (el mismo Di Giovanni lo recuerda) con “humildad y dulzura”: “Ah, ¡gracias! –decía en tono socarrón–. ¡Usted ha enriquecido mi obra!”. Di Giovanni lee en esa respuesta una boutade borgeana en vez de una profunda sabiduría. Borges sabía (lo escribió en “Notas sobre (hacia) Bernard Shaw”) que un texto es nada hasta que es leído y, en ese punto, no importa cuánto disparate a propósito de él se pronuncie, lo que importa es que el sentido circule. No hay, Norman Thomas, un “sentido original”. No hay una verdad última (o primera) de la que las “malas lecturas” serían pálido reflejo: hay lucha por el sentido, hay lectura cuando hay, precisamente, desvío, exageración, error, tergiversación, abuso.
Qué difícil debe ser pensar en el otro cuando el otro no está y cuando uno no ha sido el otro de ese otro. Qué difícil entender sus palabras, sus gestos, su ausencia, su “forma de ser”. “Como Borges, yo prefiero la sencillez”, dice el traductor, el crítico sencillista. Y escribe: “Borges no escribió Carriego... como un acto de rebelión; escribió el libro por pura necesidad interior”. ¿Es demasiado complejo, para el crítico sencillista, entender que la “rebelión” puede ser una “necesidad interior”? ¿Sería sobreinterpretar, ir demasiado lejos, malatribuirle al “maestro” intenciones que él, que lo conoció (y sólo en eso se funda su autoridad) sabe que no tuvo? Misterio. Como misterioso es que Norman Thomas di Giovanni olvide uno de sus máximos asertos (algo que sabía Foucault): para Borges “la literatura era alegría”. Si lo hubiera recordado a tiempo no habría entregado a la imprenta La lección del maestro, un libro triste, penoso, inútil, fruto del rencor, el desprecio y la melancolía.

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