EN EL QUIOSCO
Una ciudad utópica
Crónicas de una ciudad.
Historias de escritores vinculados a La Plata
Ramón D. Tarruela
La Comuna Ediciones
La Plata, 2002
159 págs.
› Por Mariana Enriquez
El libro –dice Ramón Tarruela en la introducción a Crónicas de una ciudad–, intenta ubicarse en un perfil desmitificador, rastreando los pasos de algunos escritores que han estado en La Plata, recreando sus actividades, trabajos, estudios, militancia, política, amistades.” Y el libro es exactamente eso. Sin pretensiones, se trata de una investigación histórica de fuentes orales y escritas que, cronológicamente, recoge los años platenses de escritores que van desde Almafuerte hasta Ricardo Piglia.
En algunos casos, como el de Ezequiel Martínez Estrada, Ernesto Sabato o Pedro Henríquez Ureña, la investigación no revela casi nada, porque de todos ellos se conoce su trabajo y paso por la ciudad. En otros, como los de Piglia, Héctor Tizón y Manuel Puig, la reconstrucción es mucho más interesante por lo casi desconocida. Se sabía del paso de Rodolfo Walsh por La Plata gracias al prólogo de Operación Masacre, pero Tarruela se encarga de ponerle nombre al bar donde estaba Walsh la noche del 9 de junio de 1956 (Rivadavia), de ubicar el caserón donde vivía y de ofrecer datos como que la revista Hechos del Mundo donde Walsh publicó un reportaje a la viuda de Vicente Rodríguez (uno de los fusilados de José León Suárez) fue secuestrada después de un operativo policial en los puestos de diarios de la ciudad. De Manuel Puig se sabía su relación con la ciudad, pero Tarruela amplía el relato reconstruyendo las visitas del escritor a la casa de sus abuelos, en la calle 43, y sus matinés en el Cine Select, donde habría conocido a Greta Garbo viendo La dama de las camelias junto a su madre.
La Plata, parece decir el libro, no es una ciudad cualquiera. Por su condición de capital de la provincia de Buenos Aires y por su universidad, es un lugar de paso y búsqueda, en algunos casos de iniciación. Tarruela cuenta, por ejemplo, los años en que Ricardo Piglia estudiaba Historia y se acercaba a la militancia anarquista, o cómo Almafuerte fue velado en la Cámara de Diputados de la Provincia, de la que había sido prosecretario. Para muchos escritores, la ciudad significó su iniciación en la militancia política junto a los estudios universitarios. Así, Ricardo Piglia empieza a abandonar la ciudad con la dictadura de Onganía. Héctor Tizón, estudiante de Derecho, decide mudarse a Buenos Aires después de que un comisario le dijo que era “cliente fijo” en las comisarías, porque su militancia en la Unión Reformista (agrupación de Derecho que reunía a radicales, socialistas y comunistas) lo había destinado a todas las listas policiales de la ciudad. Para algunos, lugar de paso iniciático; para otros lugar de retiro y muerte (es el caso de Benito Lynch), la ciudad siempre fue lugar de movimientos políticos y culturales.
Y, por supuesto, de cruces. Es cuando Tarruela encuentra y cuenta esos cruces que el libro, sencillo y sin ambiciones, se enriquece. Héctor Tizón solía visitar a Benito Lynch cuando el autor de “El potrillo ruano” estaba ya muy viejo y atendía a pocos en su mansión. En los ‘60, Ricardo Piglia militaba en el anarquismo con Osvaldo Papaleo (antes de su paso al peronismo) y una vez a la semana se juntaba en el bar La Modelo a leer textos marxistas, junto a Néstor García Canclini y José Antonio Castorina, de Filosofía. Piglia también asistía a las clases sobre marxismo de Silvio Frondizi y veía películas en un cineclub organizado por estudiantes de cine como Rolo Diez, Edgardo Cozarisnky y Lalo Panceira.
Más conocido es el cruce Sabato-Henríquez Ureña-Martínez Estrada, el primero como alumno y los otros como profesores en el Colegio Nacional, y muy divertido es el de Malena Delledone, la madre de Manuel Puig, que vio dar una conferencia a Albert Einstein en el Colegio Nacional en 1925.
Es objetable, en cuanto a la organización del libro, la caprichosa separación en partes. La primera, por ejemplo, titulada Fines del siglo XIX, sólo tiene un capítulo, dedicado a Almafuerte. Las crónicas, por su estilo agradable, logran una simpleza que la complicada estructura enreda. Pero es valorable que las historias se presenten sin aspiraciones desmesuradas y con un marco histórico breve y claro. Por momentos cae en lo anecdótico, pero el resultado de todos modos es parejo, amigable y agradable de leer.