Dom 16.03.2003
libros

SIDRA EN EL TORTONI

Sartre y la pureza racial

Conversaciones, recuerdos, lecturas y otras trivialidades literarias.

POR EDGARDO COZARINSKY

A principios de 1941, el teatro Sarah Bernhardt de París fue “nazificado”: pasó a llamarse Théâtre de la Cité y se confió su dirección artística al dócil Charles Dullin. El gesto responde menos a una voluntad de congraciarse con el ocupante nazi que a la vigencia del famoso (e infame) statut des juifs que el mariscal Pétain había hecho aprobar en el mes de octubre anterior por los mismos diputados que le habían conferido plenos poderes.
Aquellos años sombríos fueron ricos en paradojas. Sacha Guitry, que en el momento de la Liberación iba a conocer el purgatorio por sus contactos meramente mundanos con algunos alemanes, rehusó en ese mismo 1941 suprimir el episodio dedicado a Sarah Bernhardt en su film Ceux de chez nous (destinado a exaltar el patriotismo de la población durante la guerra de 1914, ese desfile de “glorias nacionales” que el cinematógrafo había registrado –Renoir, Monet, Anatole France, entre otros– iba a ser comentado por Guitry en una versión sonora destinada a otro público, abatido por la derrota militar de 1940 y la presencia ubicua del ocupante). No fue el único gesto de coraje durante la ocupación de un autor e intérprete cuya reputación de frivolidad le sobrevivió: también intentó evitar la deportación de Tristan Bernard y Max Jacob.
Ese mismo Théâtre de la Cité albergó en 1943 el estreno de la primera obra teatral de un profesor de filosofía, impaciente por abordar la escena después del succès d’estime de sus libros de ficción publicados antes de la guerra: Les mouches de Jean-Paul Sartre. Para ser representado durante la ocupación, todo autor debía declarar bajo juramento que no tenía antepasados judíos. Al futuro maître à penser de una generación francesa y varias argentinas, el requisito debió parecerle un precio módico para llevar al público el mensaje de su pieza, una reelaboración de motivos helénicos en clave de lo que entonces se llamaba “teatro de ideas”, lejos de la afectación poética de Giraudoux y sin la pericia escénica de Anouilh. En junio de 1943 ya hacía un año que el porte de la estrella amarilla era obligatorio en la zona ocupada; a los judíos les estaban vedados los teatros, y quienes para concurrir ocultaban la insignia con el abrigo o una bufanda se exponían a ser arrestados.
A partir de la Liberación, Sartre iba a adjudicar el fracaso público y la indiferencia crítica que saludaron su primera obra como maniobras dictadas por las censuras del momento ante un texto cuya intención alegórica habría sido transparente. También en la posguerra, ocupado en los llamados comités de “depuración” y en lanzar la revista Les Temps Modernes, cuyo primer número anunciaba que sus páginas estaban vedadas a todo escritor comprometido con la colaboración, se explayó en varias entrevistas sobre la presunta resistencia implícita en Les mouches. En todas esas ocasiones mencionó que la obra se había estrenado en el teatro Sarah Bernhardt, sin recordar el nombre ocasional impuesto a la sala.
Hoy, el Théâtre de la Cité, modernizado no sólo en su fachada sobre la Place du Châtelet, se llama Théâtre de la Ville. No ha recuperado el nombre de Sarah Bernhardt, que en cambio brilla en el neón del café de la esquina. En el segundo piso del teatro, un pequeño museo ha reconstruido el camarín de la actriz, bañera metálica incluida, y entre los objetos expuestos en vitrinas puede descubrirse algún zapato solitario, sin su pareja. Esa anomalía recuerda tácitamente que, después de una temporada de cotidianas y vehementes caídas de rodillas en el papel de Juana de Arco (en un olvidado vehículo para sus proezas histriónicas) una gangrena incipiente había hecho necesaria la amputación de una pierna de la diva.
Nunca satisfecha con la mera realidad, la Bernhardt hizo correr la voz de que, en lugar de una prótesis “moderna”, había preferido hacerse colocar una pata de palo, como la de los piratas de ficción. En todo caso, siguió actuando con una sola pierna propia hasta su muerte. El mito de la pata de palo conoció una posteridad oral. Fue precisamente Guitry quien contaba una de sus manifestaciones: más de una vez, al llegar la Bernhardt al escenario antes de empezar la función, los maquinistas confundieron elruido del palo sobre las tablas con los tres golpes tradicionales y subieron el telón antes de tiempo...
La misma Sarah Bernhardt –que en sus memorias escribió “en esta vida, si se llega a ser alguien, es sólo después de morir”– sobrevive como mito: su voz, transcripta a partir de viejos cilindros de cera, es chirriante; su imagen filmada no deja siquiera sospechar las razones de su leyenda. (¿Acaso el cine mudo, contemporáneo de su vejez, al amputarle la voz la dejó huérfana de su recurso mayor...?) En todo caso, los escasos atisbos de su presencia en grabaciones y fragmentos de películas son tan desproporcionados con su prestigio que contribuyen, paradójicamente, a preservar intacto el mito.
Cocteau decía preferir el mito a la Historia, porque la Historia está hecha de verdades que terminan convirtiéndose en mentiras mientras el mito está hecho de ficciones que a la larga se revelan verdaderas. Me pregunto si Sartre, tan diligente para no perder el tren de la Historia, y no sólo estrábico en la realidad física, habrá tenido tiempo para dedicar un pensamiento a la difunta propietaria del teatro donde hizo su debut como autor dramático.

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