Dom 23.07.2006
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El gran Romero Brest

libros de mucho(s) peso(s)

› Por María Gainza

En los años del Instituto Di Tella, el visionario Federico Manuel Peralta Ramos propuso hacer una cinchada en la calle Florida. De un lado de la soga tirarían todos los interesados –artistas, galeristas y transeúntes incluidos–, del otro, tiraría, solito, Jorge Romero Brest. Era una idea más que elocuente.

Porque Jorge Romero Brest fue el sumo pontífice de la vanguardia argentina de los años 60. Gigante calvo, mezcla de anfibio, buda y cabeza Olmeca, convertía en oro lo que señalaba con su habano. Y durante varios años sacó de su galera un tendal de artistas, que idolatró y denostó con pasión futbolera.

Ya a los 14 años, el aplicado Romero Brest robaba plata para comprar y leer “esas cosas infames que editaba Zamora por 10 centavos”. A los 20, en el cuarto año de la escuela normal, leía debajo del pupitre la Estética de Hegel. “Un día, el profesor me descubrió y vino corriendo. Cuando vio que no eran fotos pornográficas me preguntó alarmado: ¿Usted entiende esto? No, doctor, le dije. Porque en realidad yo no entendía casi nada de todos esos libracos.” Al terminar el secundario se recorrió todos los cementerios romanos obsesionado con el arte medieval y después se sumergió en el cine. Salió de la oscuridad de la sala para escribir una de sus primeras notas: un ensayo estético sobre el deporte: “Sugestiones para una filosofía del deporte. Acotaciones artísticas”. A fines de 1940, cuando el grupo Orion hizo su primera muestra, el ataque del joven cocorito que ya contaba con su espacio de crítica en el diario La Vanguardia, fue demoledor. Entre otras cosas, le reprochó a los artistas la excesiva facilidad para adoptar tendencias extrañas que podían indigestarlos; y a todos les recomendaba un paso previo: “Aprender a pintar”. Todo esto se cuenta en el autorretrato que el propio Brest escribió y que el flamante libraco editado por Edgardo Giménez reproduce.

El libro Jorge Romero Brest. La cultura como provocación es una pieza barroca, irregular pero, a decir verdad, atractiva en su deformidad. Es un libro anticuado en su concepción y diseño que en buena medida intenta reflejar la intimidad del Romero Brest de trastienda, de entre casa, pero que, por momentos, queda encandilado por su enorme figura.

Por tramos, el libro amaga a dibujar una silueta excesivamente laudatoria y, en consecuencia, sin profundidad, olvidando que la crítica no necesariamente supone jactancia o malicia. Sino también, dar cuenta de dobleces y complejidades. Y aún así, entremezclados con textos menores, hay otros de calidad y buenas entrevistas. Pero son las fotos, más de 700, las que hacen que el libro valga la pena. Fotos de la mítica casa azul de City Bell ideada por el mismo Giménez y digno exponente para un barrio con nombre de juguete; la cama a un metro y medio del piso a la que se accedía por escalera; el gato Pirincho; y un dossier extenso de los artistas que salieron del semillero Brest.

Siempre se le reprochó a Romero Brest asumir la dirección del Museo de Bellas Artes en tiempos de Aramburu. Pero bajo su mando, el lugar, que era poco menos que una tumba, revivió. Expuso, generando alboroto y nuevos aires, a los cuatro jinetes del Apocalipsis: De la Vega, Noé, Deira y Macció y más tarde, ante la dirección del Instituto Di Tella casi se podría decir que creó al grupo Pop encabezado por aquella vedette emblemática del movimiento que fue Marta Minujin. Y así como la apoyó, advirtió: “Cuando Marta empiece a hacer pavadas, soy yo el primero que la va a hundir”. No dijo señalar, ni comentar, ni advertir. Dijo hundir.

Nada como cultivar la figura del temible para hacerse un nombre. Más tarde lo acusarían de cipayo, de embobarse frente a las modas extranjeras, de no salir del corredor de Barrio Norte. Pero a regañadientes, le reconocerían también su cualidad punzante como agente de penetración cultural, su solvencia crítica y su aggiornamento. Hacia el final de sus días, cuando le preguntaron por el sentido de la lucha en que había estaba empeñado,Romero Brest contestó: “Soy el primer horrorizado, a veces, de las consecuencias de mi actitud liberadora. Pero jamás vuelvo atrás”.

Romero Brest inauguró una época del crítico devenido curador diva star. Murió en 1989 y desde entonces no habemus Papa.

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