EL EXTRANJERO
THE WHORE’S CHILD AND OTHER
STORIES
Richard Russo
Knopf
Nueva York, julio 2002
226 págs.
› Por Rodrigo Fresán
Antes que nada: hay dos
tipos de variedades atendibles a la hora de reunir un puñado de historias.
Está el libro con cuentos y está el libro de cuentos. El libro
con cuentos –sobre todo en el panorama literario norteamericano– es
esa suerte de comodín entre novela y novela donde se junta todo lo que
se fue publicando por encargo en revistas o antologías, así como
lo que se fue escribiendo al costado de la magna obra cuando se salía
a tomar un poco de aire antes de volver a sumergirse en las profundidades más
profundas. El libro con cuentos es un clásico y un movimiento clásico
del escritor de Estados Unidos y sirve para ganar tiempo y, de paso, hacer un
poquito más atractiva la cifra estipulada en el contrato y el porcentaje
del agente: se vende la novela en tándem con los relatos, el editor suspira
resignado, el lector accede a una nueva faceta de su escritor favorito y, en
más de una ocasión, descubre que ya había leído
–en antologías, en revistas– todo eso que ahora aparece entre
tapas duras.
El libro de cuentos es un animal más extraño y, por lo tanto,
más atractivo. El libro de cuentos –a pesar de estar compuesto por
varias historias, por textos breves– se las arregla, más allá
de su condición de rejunte o no, para presentar una estructura perfectamente
ensamblada y armónica que le hace compartir modales con la mejor novela
posible a la hora de parecer un todo perfecto e indestructible. En resumen:
de los libros con cuentos uno siempre recuerda su cuento preferido; de los libros
de cuentos –misteriosamente y sin entender muy bien cómo– uno
recuerda todos sus cuentos al mismo tiempo: imposible separarlos. Ya lo dije:
son animales extraños, pero no tan extraños como para no cruzarse
alguna vez con ellos. Se empieza con uno de Fitzgerald, uno de Hemingway, uno
de Cheever y –más adelante, ahí están, barras y estrellas–
Autoayuda de Lorrie Moore, Hijo de Jesús de Denis Johnson, Música
para camaleones de Truman Capote, Primer amor y otros pesares de Harold Brodkey,
Demonología de Rick Moody... Hay muchos más como éstos
y, ya saben, uno sale de allí con la sensación de haber leído
varias excelentes novelas comprimidas por el precio de una y, finalmente, de
algo que acaba trascendiendo toda etiqueta genérica.
Lo que nos lleva al flamante The Whore’s Child... de Richard Russo. Lo
cierto es que cabía preguntarse cómo iba a funcionar en el terreno
del relato un escritor como Russo. Un –sin lugar a dudas– novelista
de largo aliento y ambición panorámica. Respuesta: funciona muy
bien, aunque de manera diferente. Russo –definido por un crítico
como “el Stendhal de la clase trabajadora de Estados Unidos”–
evade en sus cuentos el territorio prole y vencido al que nos tiene acostumbrados
para ofrecer otras vistas: matrimonios de clase media/alta en picada o planeando,
escritores, profesionales del cine, pintores y maestros de literatura que evocan
un poco a aquellos hermosos perdedores de James Salter y Richard Yates, a quien
Russo tanto admira. Lo que no impide que, de tanto en tanto, haya luz para una
de esas sonrisas tristes y lágrimas de carcajadas a las que Russo nos
tiene acostumbrados. Y, claro, tiene mucho menos espacio (marco que tal vez
decepcione o desconcierte a los russófilos de raza) y lo que antes era
un mural ahora es una foto; pero es, siempre, una de esas fotosinolvidables
que algunos llevan todo el tiempo consigo por temor a que desaparezcan.
En su reciente visita a Barcelona, el autor de Empire Falls dijo que su primera
colección de ficciones breves traería un capítulo descartado
de su tan desopilante como inesperada farsa académica Straight Man (un
poco en el registro del Chicos prodigiosos de Michael Chabon: a ver cuándo
la traducen) porque “no pegaba en la novela, distraía”. El
capítulo en cuestión –reescrito– es ahora el prodigioso
“The Whore’s Child” que abre el libro, y ahí nomás
uno comprende que se encuentra frente a uno de esos libros de cuentos: la historia
de una monja enorme que decide asistir a un taller literario (¿guiño
cómplice a “El período azul de De Daumier-Smith” de
Salinger al final de su definitivo libro de cuentos?) para, así, poniéndola
por escrito, poder comprender el misterio de su sufrida existencia. No son muchas
páginas, pero –como ocurre con todas y cada una de las novelas de
Russo– se las arreglan para contener el mundo entero y mostrarlo de una
nueva y personal manera por más que en más de una ocasión
lo que se narra sea la nobleza única de ciertos lugares comunes. Uno
de esos relatos que uno termina de leer y vuelve a empezar para, en una segunda
lectura, procurar descubrir cómo fue que el autor hizo eso. Sí:
un clásico.
El resto del libro –seis cuentos más– no decepciona y explora
las idas y vueltas de personajes inequívocamente marca Russo. Se sabe:
hombres castigados, mujeres endurecidas y niños y niñas que reciben
golpes y se hacen fuertes para poder ser o no ser como sus padres cuando sean
grandes. En uno de los cuentos, un viudo viaja a conocer al insospechado amante
de su esposa durante años, al hombre que la pintó una y otra vez,
como lo hizo Andrew Wyeth con su modelo Helga. “Al final, tal vez el arte
no es nada más que esto: técnica sólida y un toque de estilo”,
le explica el pintor al cornudo. No es tan así. Pero algo de razón
tiene.
En cualquier caso, fácil de decir y difícil de hacer. En cualquier
caso, Richard Russo primero lo hace y después lo dice.
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