Dom 28.07.2002
libros

EL EXTRANJERO

El extranjero

THE WHORE’S CHILD AND OTHER STORIES
Richard Russo

Knopf
Nueva York, julio 2002
226 págs.

 

› Por Rodrigo Fresán

Antes que nada: hay dos tipos de variedades atendibles a la hora de reunir un puñado de historias. Está el libro con cuentos y está el libro de cuentos. El libro con cuentos –sobre todo en el panorama literario norteamericano– es esa suerte de comodín entre novela y novela donde se junta todo lo que se fue publicando por encargo en revistas o antologías, así como lo que se fue escribiendo al costado de la magna obra cuando se salía a tomar un poco de aire antes de volver a sumergirse en las profundidades más profundas. El libro con cuentos es un clásico y un movimiento clásico del escritor de Estados Unidos y sirve para ganar tiempo y, de paso, hacer un poquito más atractiva la cifra estipulada en el contrato y el porcentaje del agente: se vende la novela en tándem con los relatos, el editor suspira resignado, el lector accede a una nueva faceta de su escritor favorito y, en más de una ocasión, descubre que ya había leído –en antologías, en revistas– todo eso que ahora aparece entre tapas duras.
El libro de cuentos es un animal más extraño y, por lo tanto, más atractivo. El libro de cuentos –a pesar de estar compuesto por varias historias, por textos breves– se las arregla, más allá de su condición de rejunte o no, para presentar una estructura perfectamente ensamblada y armónica que le hace compartir modales con la mejor novela posible a la hora de parecer un todo perfecto e indestructible. En resumen: de los libros con cuentos uno siempre recuerda su cuento preferido; de los libros de cuentos –misteriosamente y sin entender muy bien cómo– uno recuerda todos sus cuentos al mismo tiempo: imposible separarlos. Ya lo dije: son animales extraños, pero no tan extraños como para no cruzarse alguna vez con ellos. Se empieza con uno de Fitzgerald, uno de Hemingway, uno de Cheever y –más adelante, ahí están, barras y estrellas– Autoayuda de Lorrie Moore, Hijo de Jesús de Denis Johnson, Música para camaleones de Truman Capote, Primer amor y otros pesares de Harold Brodkey, Demonología de Rick Moody... Hay muchos más como éstos y, ya saben, uno sale de allí con la sensación de haber leído varias excelentes novelas comprimidas por el precio de una y, finalmente, de algo que acaba trascendiendo toda etiqueta genérica.
Lo que nos lleva al flamante The Whore’s Child... de Richard Russo. Lo cierto es que cabía preguntarse cómo iba a funcionar en el terreno del relato un escritor como Russo. Un –sin lugar a dudas– novelista de largo aliento y ambición panorámica. Respuesta: funciona muy bien, aunque de manera diferente. Russo –definido por un crítico como “el Stendhal de la clase trabajadora de Estados Unidos”– evade en sus cuentos el territorio prole y vencido al que nos tiene acostumbrados para ofrecer otras vistas: matrimonios de clase media/alta en picada o planeando, escritores, profesionales del cine, pintores y maestros de literatura que evocan un poco a aquellos hermosos perdedores de James Salter y Richard Yates, a quien Russo tanto admira. Lo que no impide que, de tanto en tanto, haya luz para una de esas sonrisas tristes y lágrimas de carcajadas a las que Russo nos tiene acostumbrados. Y, claro, tiene mucho menos espacio (marco que tal vez decepcione o desconcierte a los russófilos de raza) y lo que antes era un mural ahora es una foto; pero es, siempre, una de esas fotosinolvidables que algunos llevan todo el tiempo consigo por temor a que desaparezcan.
En su reciente visita a Barcelona, el autor de Empire Falls dijo que su primera colección de ficciones breves traería un capítulo descartado de su tan desopilante como inesperada farsa académica Straight Man (un poco en el registro del Chicos prodigiosos de Michael Chabon: a ver cuándo la traducen) porque “no pegaba en la novela, distraía”. El capítulo en cuestión –reescrito– es ahora el prodigioso “The Whore’s Child” que abre el libro, y ahí nomás uno comprende que se encuentra frente a uno de esos libros de cuentos: la historia de una monja enorme que decide asistir a un taller literario (¿guiño cómplice a “El período azul de De Daumier-Smith” de Salinger al final de su definitivo libro de cuentos?) para, así, poniéndola por escrito, poder comprender el misterio de su sufrida existencia. No son muchas páginas, pero –como ocurre con todas y cada una de las novelas de Russo– se las arreglan para contener el mundo entero y mostrarlo de una nueva y personal manera por más que en más de una ocasión lo que se narra sea la nobleza única de ciertos lugares comunes. Uno de esos relatos que uno termina de leer y vuelve a empezar para, en una segunda lectura, procurar descubrir cómo fue que el autor hizo eso. Sí: un clásico.
El resto del libro –seis cuentos más– no decepciona y explora las idas y vueltas de personajes inequívocamente marca Russo. Se sabe: hombres castigados, mujeres endurecidas y niños y niñas que reciben golpes y se hacen fuertes para poder ser o no ser como sus padres cuando sean grandes. En uno de los cuentos, un viudo viaja a conocer al insospechado amante de su esposa durante años, al hombre que la pintó una y otra vez, como lo hizo Andrew Wyeth con su modelo Helga. “Al final, tal vez el arte no es nada más que esto: técnica sólida y un toque de estilo”, le explica el pintor al cornudo. No es tan así. Pero algo de razón tiene.
En cualquier caso, fácil de decir y difícil de hacer. En cualquier caso, Richard Russo primero lo hace y después lo dice.

 

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