EL EXTRANJERO
En Kingdom Come, el nuevo libro de J.G. Ballard, el autor clava su frío bisturí en el corazón del shopping, cuando el consumismo se vuelve rito, ideología y religión.
› Por Rodrigo Fresán
Tarde o temprano tenía que suceder, cabía esperarlo: el distópico entropista inglés J.G. Ballard iba a dedicarle toda una de sus novelas criminales-territoriales al shopping. Ahora, en Kingdom Come, el mall con minúsculas y El Mal con mayúsculas se presentan como megacerebro todopoderoso sci-fi o casa embrujada que posee a sus clientes o –como pone Ballard en boca de uno de sus protagonistas– “incubadora” a la que la gente “acude para despertar y descubrir que sus vidas están vacías. Por lo que se lanzan a la búsqueda de un nuevo sueño” para intentar, en vano, vencer al “colosal aburrimiento” de días “en los que hasta la realidad tiene la obligación de parecer falsa”. Antes, el protagonista de la novela –el publicista desempleado y poco confiable narrador Richard Pearson– tiene el siguiente diálogo con la sargento de policía Mary Falconer. “El shopping Metro-Centre es tan grande”, dice Pearson. “Esa es la idea”, comenta Falconer mientras toma notas, y agrega: “Aquí nos sentimos pequeños. Así que compramos cosas para que nos hagan crecer”.
Kingdom Come abre con el regreso de Pearson –luego de poner en venta su departamento en el “pueblito de juguete para millonarios” Chelsea Harbour, Londres, escenario de Milenio negro, la anterior novela de Ballard– a Brookland, Surrey, para hacerse cargo de las propiedades de su padre: un distante y jubilado piloto de aerolínea asesinado dentro del centro comercial por un francotirador enloquecido –un outsider que cree en la palabra gratis– que disparó contra una multitud. “Una muerte más apropiada para una calle de Manila, de Bogotá o del Este de Los Angeles”, piensa Pearson. Pero, enseguida, descubre que lo que parecía un caso cerrado está más que entreabierto y, por la rendija de la puerta, comienza a vislumbrar cuestiones inquietantes: patrullas de vecinos neofascistas marchando bajo el estandarte de San Jorge, apaleando a musulmanes y asiáticos (que prefieren los pequeños almacenes) y sonámbulos en busca de la última oferta por un paisaje mental en el que “el consumismo es la única forma de cultura”, “una ideología redentora” y “el único sistema político que cumple lo que promete” y –como le explica, extático, el encargado de relaciones públicas del Metro-Centre– poder “ir de compras es una experiencia religiosa. Como ir a misa todos los días y llevarte algo a casa”. Más adelante, un profesor afirma: “Cuando nos compramos algo, inconscientemente pensamos que estamos recibiendo un obsequio”.
Se sabe que Ballard –desde siempre más un manipulador del presente que un imaginador del futuro– comenzó escribiendo catástrofes naturales y que, de un tiempo a esta parte, parece sentirse más que cómodo narrando catástrofes artificiales en ecosistemas más o menos cerrados que pueden ser los hospitales, las autopistas, los edificios torre, las colonias para jubilados, los enclaves recreacionales para ejecutivos y los barrios residenciales donde los acomodados habitantes se convierten en incómodos animales de presa, o los niños que asesinan a sus padres. De ahí que cada una de sus novelas –las últimas en especial, cuyo poder residual y acumulativo parece potenciarse con cada nueva “entrega”– suele presentarse como variaciones de un aria central que es siempre la misma, como uno de esos motivos musicales tan delicados como disciplinados de Erik Satie. La característica prosa quirúrgica y cromada y esterilizada al vacío de Ballard (a la que aspira Bret Easton Ellis, acaso su mejor alumno) y no la trama (apenas el envoltorio metalizado que envuelve al paquete, que apenas nos separa del regalo) es lo que aquí importa. El argumento insiste en inescapables constantes ballardianas: el no frígido pero sí refrigerado interludio sexual de rigor y el obligatorio y fallido intento de hacer volar al “héroe” por los aires contados como si se trataran exactamente de lo mismo, la figura mesiánica que aquí es el sonriente locutor del canal de cable del Metro-Centre, David Cruise (ah, la perversa elección de ese apellido) diciendo cosas como “el consumismo es más importante que el comprar cosas, porque se trata de una forma tribal para expresar nuestros valores y nuestros sueños compartidos”, y la casi zombi transformación final pero nunca definitiva del “héroe” durante uno de los muchos posibles finales de un mundo. Lo que vale es el modo en que Ballard va enumerando y acumulando ideas en el carrito de la compra. Lo que impresiona es cómo, a la hora de “leer” los códigos de barra, descubrimos que Ballard nos ha vuelto a engañar –víctimas del “poder adquisitivo vibrando a través del éter”–, pero sin mentirnos. Porque la repetición de sus motivos y obsesiones es, también, parte inseparable del tema de una novela, donde consumir equivale a consumar y pagar la cuenta “es un ritual de afirmación colectiva” y “algo mucho más trascendente que la libertad de expresión, porque la mayoría no tiene nada que decir y lo sabe; en cambio, cualquiera puede expresarse comprando”.
A diferencia de los últimos thrillers corporativos de Le Carré, Ballard no denuncia, no se siente indignado por el estado de las cosas, ni pide explicaciones a los responsables. Tan sólo se limita a sostener esas cosas en sus manos, contemplarlas para que las veamos y, a veces, preguntar el precio. Y, sí, suelen costar muy caro. Sátira sin risas, diatriba sin exaltaciones, novela de ideas en trance, Kingdom Come –lo sospechamos desde su ominosa portada con escaleras mecánicas, lo intuimos desde la primera página, cuando se nos anuncia que “los suburbios tienen sueños violentos” y que “aguardan pacientemente las pesadillas que los despertará convertidos en mundos más apasionados”– culmina con la obligatoria y ya habitual espiral de violencia, con una explosiva catarsis social, con un juicio final que ha perdido el juicio, con una exhibición de atrocidades, con un crash. Una liquidación total hasta agotar existencias que no admite devoluciones y que durará hasta que Ballard escriba otra novela –¿crucero de lujo?, ¿estudio de televisión?, ¿morgue?, ¿equipo de fútbol?, ¿Palacio de Buckingham?–, afortunadamente, muy pero muy parecida a ésta.
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