EL EXTRANJERO
THE LIGHT OF DAY Graham Swift
Hamish Hamilton
Londres, 2003
244 págs.
› Por Rodrigo Fresán
En la primera fila de la nueva literatura británica –Amis, Barnes, McEwan, Ishiguro–, Graham Swift (Londres, 1949) ocupa un elegante y elegido por él mismo segundo plano. Aparece poco, no suele escribir en medios, no se mete en polémicas, sus libros cada vez requieren de más tiempo entre uno y otro, y la tersura de su estilo seco y romántico y existencialista desdeña toda pirotecnia exhibicionista o innovadora. Sus apólogos no vacilan en emparentarlo con Chejov o con el Joyce de Dublineses y Retrato del artista adolescente –ver las tan sutiles como formidables Fuera de este mundo y Desde aquel día– a la hora de definir el modo y la tensión con que se interrelacionan sus personajes contra el fondo de un paisaje. Sus detractores no dejan de señalar que Ultimos tragos –novela que la valió el codiciado premio Booker– no era otra cosa que una astuta reescritura cockney de Mientras agonizo de William Faulkner. Los chismosos aseguran que esto último fue un plagio involuntario y que el comprenderlo sumió a Swift en un bloqueo de escritor del que, siete años más tarde, sale con The Light of Day, que recuerda a otro libro y a otro escritor, pero por motivos bien distintos. The Light of Day –novela “de relaciones”, como todas las de Swift– recuerda a The End of the Affair y a Graham Greene, porque su tema es la sublime y triangular culpa de un amor prohibido y la estupidez de una muerte inevitable. The Light of Day, como bien señaló la crítica, es un murder mistery en el sentido de que todo asesinato es un misterio.
Esta sexta novela de Swift hace con Greene lo que El país del agua había hecho con Thomas Hardy y lo que Ian McEwan acaba de hacer con Ford Madox Ford y L.P. Hartley en Expiación: destila la esencia de un paisaje, de una estética y de un sentimiento y los presenta como si fueran nuevos y resplandecientes y delicadamente mutados por el tiempo transcurrido. Así, The Light of Day cuenta –con un estilo hecho de oraciones cortas, paréntesis, breves exabruptos, flashbacks y cámara lenta– un día en la vida del detective privado George Webb para así insistir en lo que acaso sea el tema de Swift: el pasado nunca nos abandona, imposible huir de él. Es noviembre y hace frío, Webb compra flores, las deja sobre una tumba y va a visitar a Sarah Nash a la cárcel para conmemorar el segundo aniversario de una muerte violenta. Y Webb –alguna vez policía, hasta que cayó en desgracia– recuerda cómo fue que Sarah lo contrató para ser testigo del fin del romance entre su marido ginecólogo y una chica croata. Y cómo lo que parecía un trabajo fácil acabó complicándose de la peor manera posible. Lo demás, es misterio.
Prodigio de técnica a la hora de ir soltando la información y la trama sin prisa ni pausa hasta llegar al instante del asesinato, novela “de cámara” pero con arreglos inequívocamente sinfónicos, lo único que se le puede llegar a criticar a The Light of Day es su fría, acerada y flemática perfección en la que, tal vez, los modales mecánicos del policial se imponen ligeramente sobre las costumbres ardientes y líquidas de la pasión. Pero eso también le pasaba a Greene y está bien, muy bien, que así sea.