Dom 26.09.2004
libros

¿Quién le teme a Virginia Woolf?

Por Sergio Di Nucci

Para Virginia Woolf el objetivo de la literatura ha sido siempre el mismo: el de reconciliarnos con la vida, enrostrándonos que la vida no se limita a los datos que arroja la existencia. Woolf, por supuesto, pensaba sobre todo en los límites impuestos a la existencia femenina de la primera mitad del siglo XX. En Un cuarto propio (1929), ese clásico del movimiento feminista traducido al castellano por Jorge Luis Borges (aunque él aseguraba que lo había traducido su madre), Woolf se pregunta por qué hay tantos libros sobre mujeres escritos por hombres, y tan pocos sobre hombres escritos por mujeres. Su respuesta no deja de ser victoriana y darwinista: el hombre, desde el comienzo de los tiempos, peleó en contra de la amenaza que ha promovido el dominio femenino. La feminista ítalo norteamericana Camille Paglia interpreta así este pasaje del ensayo de Woolf: la existencia de esos libros escritos por hombres no se debe a una debilidad de las mujeres sino a su fortaleza, “a sus complejidades e impenetrabilidades, a su espantosa omnipresencia”. Después de todo, añade Paglia, ningún hombre, ni siquiera Jesús, ha podido nacer sin pasar de ser una mancha de plasma a un cuerpo firme en el interior del útero de una mujer. Esa suave almohada es el amor maternal, pero es también la tortura inevitable que ofrece la naturaleza.
Virginia Woolf nació en Londres en 1882 y se suicidó en Lewes, Sussex, en 1941. No gozó de buena salud, así es que debió abandonar los estudios; su padre, el filósofo y biógrafo Leslie Stephen, se encargó de que los continuara en familia. A instancias de él estudió filosofía y conoció a Thomas Hardy y a George Meredith. Después de la muerte del padre, Woolf comenzó a desarrollar el hábito de recibir a los amigos en su casona de Bloomsbury. Junto a su esposo Leonard Woolf, fundó una casa editorial, la Hogarth Press, que publicó las obras de Katherine Mansfield, de T. S. Eliot y las suyas propias. Estas se han caracterizado por vehiculizar un impresionismo sensorial y lingüístico, de algún modo proustiano y joyciano a la vez, por ir a contracorriente de la novela tradicional pero sin renunciar al clasicismo. Arremetió en contra de la ficción contemporánea de aquel entonces, y contra tres de sus figuras dominantes: el Premio Nobel John Galsworthy, el realista Arnold Bennett y el autor de ciencia ficción H. G. Wells.
Woolf sabía, sin embargo, que siempre fue más cómodo leer ensayos de crítica que una novela, en donde resulta fatalmente necesaria la relación de las partes con una totalidad más o menos articulada. La crítica domina cuando existe un lector inseguro e impresionable. ¿Cómo explicar, de otro modo, que en 2004 una profesora en el polimodal argentino repita, siguiendo las lecciones de los profesores universitarios que creen seguir la lección de Woolf, que el “realismo inglés decimonónico es cómplice de la consolidación del capitalismo” o que se hable de Dante y Tolstoi como “la muerte del hombre blanco europeo y falologocéntrico”?
Las novelas de Woolf estuvieron animadas, desde sus inicios en 1915, por una radical conciencia de la insuficiencia del lenguaje, por la idea de que no es el lenguaje el que asesina, traiciona o miente: nosotros lo hacemos. Hoy, Virginia Woolf es celebrada, quizás más celebrada que leída, como una de las mayores novelistas innovadoras del siglo XX, cuyas técnicas experimentales (el monólogo interior, el fluir de la conciencia) han penetrado en el mainstream de la ficción contemporánea. En los ‘70, sus primeras novelas –Fin de viaje (1915), Noche y día (1919), El cuarto de Jacob (1922), La señora Dalloway (1925) y Al faro (1927)– fueron reclamadas por la nueva escuela de crítica feminista. Aunque Orlando (1928), novela más o menos basada sobre la vida de su amiga y amante Vita Sackville-West, y más aún, el ensayo Un cuarto propio y su secuela, Tres guineas (1938), hicieron de ella un sólido icono del feminismo que curiosamente resulta hoy incómodo tanto para el feminismo antipornografía como para el feminismo universitario queer que denuncia a Eurípides pormisógino –y por insuficientemente queer–. Esta mujer que se ahogó a fines de marzo de 1941, escribió cuantiosas páginas de diarios íntimos que replican la reivindicación liberal por un cuarto propio y unas cuantas libras de renta. Para la francotiradora Paglia, la mujer se liberó justamente cuando abandonó el cuarto, y consiguió su auto propio.

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