El virus nuestro de cada día
Marta Dillon y Vivir con virus: hondura y
sensibilidad para narrar la vida cotidiana de una portadora
Por C.Z.
En la Argentina, los libros escritos sobre el sida han abrevado en el tono confesional, en la necesidad de dar cuenta de una realidad urgente diseñando la silueta del cronista que a partir de su relato logrará dotarse de una nueva identidad para enfrentar el mundo. Una identidad no exenta de abierto desafío: la del portador. Hablamos de libros de no ficción. Hubo poco del lado de la ficción: Fogwill, Saccomanno, alguna mención salpicada aquí y allá. Pero ese mapa aún está por armarse. La no ficción ha aportado, entre sus títulos más conocidos, Vivir con sida de Sergio Núñez, Un año sin amor de Pablo Pérez, y las columnas de Marta Dillon en Página/12 publicadas en el suplemento No desde 1995, luego recogidas en varios volúmenes. Ahora, esta suerte de edición definitiva bajo el título Vivir con virus y el subtítulo “relatos de la vida cotidiana” le han atenuado el carácter de cronista a Dillon para dar pie a un narradora de los tiempos en que el HIV se vuelve asunto de cotidianidad, pastillas diarias, pequeños acontecimientos en el mundo vincular, problemática femenina, familiar y social.
Sergio Núñez escribió en los años en que las drogas de inhibidores de proteasa estaban muy lejos: era el monopolio del AZT y aún había mucho desconcierto social alrededor del tema. Pérez registra en una especie de diario íntimo ese “año sin amor” que fue 1995 (año inmediatamente anterior al cocktail) mientras que en Dillon, los años van pasando hasta sumar casi diez y van armando una constelación de pequeños avatares alrededor del Gran Tema. “Durante los tres primeros años recibí muchas cartas, manuscritas, con estampillas y remitente. Después empezaron a llegar los mails. Ya nadie escribe cartas, mucho menos a los diarios. Así de vertiginoso es el tiempo”, cuenta en el prólogo. “De ese ida y vuelta surgieron muchas historias que están en estas páginas, que me dieron el ejemplo y también me llenaron de impotencia por todo lo que se pudo evitar.”
Esas historias son la sustancia central de Vivir con virus. Historias propias e historias ajenas. Micro-relatos. Esbozos. Algo tenue y delicado (y sí: femenino) le hace una marca en el orillo a cada página que podría haber sido mucho más áspera. El contraste entre tono y tema es notable: es el relato intimista, balsámico, de un duro asunto. Como cuando se pregunta qué es la discriminación: “¿De esto se trata la discriminación? ¿De no tener la oportunidad de llegar a tu lado? ¿De no poder olvidarme que te da miedo entrar en mí? No, ya no quiero más. Me merezco algo mejor. Pero cómo se hace”. O el relato de un pequeño milagro cotidiano: “Estoy en el diario, meto la mano en la cartera, saco el estuche de los anteojos y se produce el milagro: arena. Un puñado de arena que traje del paraíso y que aquí, lejos de las lejanas playas, es un tesoro refulgente. A veces sueño con quedarme en casa, esperar que mi hija vuelva de la escuela, revisar sus carpetas, hacer juntas los deberes. ¿Y de qué viviríamos entonces, y de qué se trata la realización?”. O el tema más que concreto del forro: “¿Cómo será coger sin forros? ¿Será más calentito? ¿Más suave? ¿Se sentirá la escupida como un beso bien adentro, como una caricia, como una última lamida allí donde no llega la lengua? Ya no me acuerdo de esas sensaciones, y hasta había olvidado la nostalgia por lo perdido. Pero esa posibilidad, ese relajado olvido, ese mezclarse de los fluidos sin mediaciones, ese olor de después que queda entre las piernas, esa fantasía incluso, de lo que puede gestarse, sentir su orgasmo, su caída, el enchastre de las sábanas, el pegoteo entre mis piernas, esa posibilidad perdida irremediablemente cae sobre mí como una noche oscura”.
Hay un efecto entre inevitable y automático en los libros testimoniales del sida: construyen de inmediato una nueva identidad del cronista, algo que lo viene a constituir mientras se rehace a sí mismo en una vida que ha quedado herida. Los libros buscan recomponer el caos de la vida, dan cuenta del andar a tientas en medio del desconcierto. Algo, un sujeto nuevo, emerge de ese caos.Desde luego, el libro de Dillon no está al margen de estos efectos. ¿Qué ventajas tiene? ¿Qué peligros encierra? Está el peligro de quedar pegada a esa identidad que, en todo caso, será una más en la vida de quien narra. El peligro es el de convertirse en identidad única e inamovible. La ventaja es que esa identidad asumida fortalece, reorienta, da solidez. Más allá de ventajas y peligros, hay un momento que pega muy fuerte en el libro de Dillon y es cuando la condición de “portadora de HIV”, en un giro netamente argentino, nos deposita en las arenas de la política y el pasado: la portadora de HIV es además hija de una madre desaparecida.
“Se acerca el aniversario del golpe. Y golpea con furia sobre la casa que convertí en mi refugio. La pantalla sobre la que escribo parece una vidriera de restorán chino, ésas por las que corre el agua sin intervalo. Hace unos años, para esta misma época, me enteré de que tenía HIV. Lo primero que vino a mi mente fue mi mamá y la confirmación de que la historia podía repetirse. Ella desapareció en 1976, yo tenía diez años. Durante mucho, mucho tiempo no pude hablar de eso. No pude buscar sus rastros. Es cierto que era nada más que una nena. Pero aprendí la culpa.”
Todo libro sobre el sida es ofrenda y exorcismo. Marta Dillon ofrece su historia, parte de la cual –periodista y escritora al fin– es atrapar los detalles más ínfimos de las vidas de los otros. Con ímpetu militante y sensibilidad femenina, abre sus sentidos a los secretos de la enfermedad, la salud y la vida.
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