Por Bret Easton Ellis
¿Qué queda por decir acerca de American Psycho que todavía no se haya dicho? Y es que ni siquiera tengo ganas de explayarme aquí en gran detalle acerca de todo el asunto. Para todos aquellos que por entonces no estaban en la habitación, va el resumen para el examen: yo escribí una novela sobre un joven, adinerado y alienado yuppie de Wall Street llamado Patrick Bateman que, además, era un asesino serial rebosante de la inconmensurable apatía característica del apogeo de los años de Reagan, durante los ‘80. La novela era pornográfica y extremadamente violenta; tanto que mis editores en Simon & Schuster rechazaron el libro amparándose en criterios de buen gusto y prefiriendo sacrificar un adelanto en la parte media de las seis cifras. Sonny Metha, jefe de Knopf, se hizo con los derechos y ya antes de la publicación la novela había provocado una enorme polémica y escándalo. Yo no dije demasiado porque no tenía ningún sentido hacerlo: mi voz hubiera sido ahogada entre tanto gemido indignado. American Psycho fue acusada de estrenar para los norteamericanos el concepto de que los asesinos seriales podían ser chics. Una crítica apareció en The New York Times, tres meses antes de que la novela llegara a las librerías, bajo el título de No compre este libro. Norman Mailer le dedicó un ensayo de 10.000 palabras en Vanity Fair (“La primera novela en años que se atreve con profundas y oscuras cuestiones dostoievskianas. ¡Cuánto desearía uno que este escritor no tuviese talento!”). Fue motivo de burlones editoriales, hubo debates en la CNN, la Organización Nacional de Mujeres llamó a un boicot y recibí las amenazas de muerte de rigor (una gira promocional fue cancelada debido a ellas). Tanto el PEN como la Author Guild se negaron a salir en mi defensa. Fui condenado aunque el libro vendió millones de copias y elevó el coeficiente de mi fama y de mi nombre a alturas que sólo conocen las estrellas de cine y los atletas. Fui tomado en serio. Fui considerado un chiste. Fui avant-garde. Fui un tradicionalista. Fui subestimado. Fui sobrevalorado. Fui inocente. Fui parcialmente culpable. Fui el orquestador de la controversia. Fui incapaz de orquestar cualquier cosa. Fui considerado el más misógino escritor norteamericano en actividad. Fui una víctima de la cada vez más poderosa cultura de lo políticamente correcto. Los debates se sucedieron uno detrás de otro y ni siquiera la Guerra del Golfo en la primavera de 1991 distrajo la fascinación y las preocupaciones del público en lo que a la retorcida existencia de Patrick Bateman se refería. Y yo hice más dinero del que podía gastar. Fue el año de ser odiado.
Lo que yo no hice –y no podía hacer– era confesar que la escritura del libro había sido una experiencia extremadamente perturbadora. Que aunque yo hubiese planeado basar al personaje de Patrick Bateman en mi padre, alguien –algo– se hizo cargo del trabajo y provocó que este personaje se convirtiera en mi único punto de referencia durante los tres años que me llevó redactar la novela. Lo que no le dije a nadie es que el libro se escribió, en su mayor parte, durante la noche, cuando el espíritu de este loco me visitaba, en ocasiones arrancándome de un sueño pesado cortesía de pastillas marca Xanax. Cuando para mi horror comprendí lo que este personaje quería que yo le diera, intenté resistirme, pero la novela se esforzó en escribirse casi por sí sola. A veces yo perdía la conciencia por horas para luego descubrir que tenía diez páginas nuevas. Mi convicción –y no estoy del todo seguro acerca de cómo explicarlo– era que el libro quería ser escrito por otro. Se escribió solo y no le importaba lo que yo pensara sobre él. Yo contemplaba atemorizado cómo mi mano se movía a lo ancho de los blocks de páginas amarillas en los que garrapateaba una primera versión. Me daba asco lo que estaba creando y no quería ser responsable: Patrick Bateman reclamaba todo el crédito. Y una vez que el libro fue publicado, fue como si él pareciera aliviado y, a su pesar, satisfecho. Dejó de aparecerse pasada la medianoche para atormentar mis sueños y yo pude, por fin, relajarme y dejar de sufrir la inminencia de sus visitas nocturnas. Pero aun tantos años más tarde no puedo mirar ese libro; mucho menos tocarlo o releerlo: había allí algo, bueno, algo malsano. Mi padre nunca me dijo nada acerca de American Psycho. Aunque –situación más bien extraña– luego de leer la mitad de la novela durante aquella primavera, le envió a mi madre, sin ninguna nota aclaratoria, un ejemplar del semanario Newsweek en cuya cubierta, sobre el angelical rostro de un bebé, se leía: “¿Es su hijo gay?”.
De Lunar Park. Traducción de Rodrigo Fresán. Mondadori España publicará Lunar Park a principios del 2006.
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