Miguel y su víbora
Por Juan Forn
El caso Briante es una rareza en varios sentidos: por la precocidad inicial, que parecía anunciar una obra tan vasta como intensa; por el silencio posterior, casi rulfiano; y por el ejercicio impenitente del periodismo mientras tanto, a pesar de ese silencio literario casi igual de impenitente. Briante tenía dieciséis años cuando mostró sus primeros cuentos y no había cumplido los veinte cuando publicó su primer libro, Las hamacas voladoras. Pasan cuatro años hasta que aparece en 1968 Hombre en la orilla; siete más hasta Kincón (que editaron los venezolanos de Monte Avila en 1975, si bien Briante parece haberla registrado en 1970, según el copyright de esa edición); ocho más hasta que Piglia lo convence de reunir en Ley de juego sus mejores cuentos anteriores (dos de Las hamacas voladoras, tres más de aquella época inicial, y los cuatro cuentos formidables de Hombre en la orilla) con cuatro cuentos nuevos que, sumados, no superan las veinticinco páginas; y otros diez años hasta que Martini lo convence en 1993 de reeditar Kincón, en versión corregida y expurgada (“Le agregué veinte líneas y le saqué treinta páginas de torpezas y canchereadas”). Mientras tanto, en esas tres décadas que van desde su ingreso a las redacciones hasta su muerte en 1995, Briante fue puliendo dos boutades que se fueron haciendo cada vez más ciertas con el tiempo (“Yo no escribo; reedito” y “Cambian los lectores, no los libros”), a la vez que pulía su oficio hasta la maestría, usando la cortina de humo periodística para disimularlo (“Yo hace tiempo que no narro, salvo en esas setenta líneas que te concede la contratapa del diario”).
La reedición de Ley de juego que Sudamericana ha puesto en la calle en estos días se suma a una excelente noticia: que, además de este volumen y de Kincón, reunirá en un par de libros de próxima aparición las mejores páginas de esos treinta años de periodismo (uno de las crónicas narrativas y ficciones “informales” y otro con esos reportajes y textos de plástica que convirtieron a Briante en uno de los mejores –si no el mejor– de los entrevistadores y de los críticos de arte de su tiempo). La aparición de esos libros permitirá, por fin, ver por entero el perfil de Briante como escritor y ofrecerá a sus lectores más fervientes (que no cambian sino que aumentan, año a año) la posibilidad de confirmar un pálpito compartido: que, para Briante, narrar era como respirar, y que su extraordinaria (y ahora vemos que impenitente) respiración narrativa es uno de los milagros de la literatura argentina del último medio siglo.
En uno de esos textos periodísticos (aparecido en Primera Plana en el 70), Briante escribe sobre el último número de Sur y el anuncio de que la revista dejará de existir, y dice que quien intente historiar o definir la revista se topará con que ella se ha encargado por sí misma de definirse. “Sur no desaparece por una cuestión económica. Lo que determina su muerte es que han cambiado las ideas sobre el lenguaje y las implicancias del lenguaje, sobre el arte y su inserción en las contradicciones del mundo. Pero eso, seguramente, fue previsto alguna vez en algún artículo de Sur.” También el “periodismo” de Briante parece prever y anunciar su propia evolución narrativa casi tanto como el crescendo de Ley de juego o las dos versiones de Kincón. Por supuesto, en lo primero que uno piensa ante el silencio de Briante es en Rulfo (aunque vale la pena contemplar también esa otra influencia decisiva en él, Borges, y el modo en que El hacedor y El informe de Brodie le permiten “vencer” el silencio narrativo al que ya parecía resignado).
En junio de 1968, Briante consigue que Confirmado lo mande al DF a entrevistar a Rulfo, con la excusa de que el mexicano parece tener casi terminado un libro nuevo (la mítica novela La cordillera). Briante está tan seducido por el silencio de Rulfo como por su mínima y gigantesca obra anterior. Hace especial hincapié en el modo en que el mexicano creó un mundo a partir de recuerdos anteriores a la adolescencia (y veinticinco años después, en el largo reportaje que Nora Domínguez le hace en este mismo diario, dirá: “Me cuesta ser autobiográfico a partir de cierto momento. Llego hasta la adolescencia y chau, después ya soy un escritor”); se fascina cuando Rulfo le dice que su obra no está fijada en una época sino en una región (y después, cuando invente el boliche de Arispe, hará exactamente lo mismo: oponer el espacio al tiempo, para que adentro de ese boliche el tiempo no pase, o pase lejos); le arranca una extraordinaria definición sobre la oralidad de su estilo que después retocará apenas, para hacerla suya (Rulfo: “Yo escribía de una forma rebuscada, declamatoria, y para defenderme de esa retórica comencé a ejercitarme en las formas de ese lenguaje que había oído hablar de muchacho. Y así caí en lo simple, y ahora pues no puedo salir de ahí”; Briante: “Uno nace con un lenguaje limitado. Yo no elegí deliberadamente ese lenguaje escueto sino que llegaba hasta ahí. Pero después uno se embala, y se pone a adjetivar, y hace literatura, y por eso tiene que corregir más y más”); y, finalmente, convierte el karma que sufría Rulfo, esa etiqueta de ser un escritor regional, o rural, en una elección (“En un pueblo los personajes aparecen muy inmediata y nítidamente; en la ciudad se diluyen más y lo obligan a uno a ser más enfático o a intervenir demasiado”).
En los años siguientes hará algo similar con Puig (a quien cuestiona en un duelo sensacional cuando aparece Boquitas pintadas), con Bioy (poco después de Diario de la guerra del cerdo) y con Borges (cuando aparecen sus Obras completas). En los tres casos Briante parece estar construyendo su propia poética mientras analiza la poética de los demás: a Puig le echa en cara las intromisiones “irónicas” autorales que transgreden el folletín perfecto conformado por esas cartas que van y vienen entre los personajes (“ese impecable buceador del lenguaje hablado declina cuando apela a la tercera persona, que no maneja impecablemente y que le contagia el vicio común a los usuarios: una ironía que no pertenece a los personajes sino al autor”). Con Bioy no está en juego la pica generacional, como con Puig (aun así sorprende un poco el tono inesperadamente cofrade que lo lleva a decir: “Vituperado con pretextos literarios o ideológicos por hombres que nunca subieron a un caballo y nunca fueron afortunados con las mujeres, es decir que no conocen nada de esa realidad que a Bioy tanto le reprochan ignorar”), pero esa extraña camaradería le permite a Briante explorar con menos beligerancia que con Puig los alcances que ofrece el guión de diálogo como recurso narrativo, que él mismo empezaba a usar a cambio del monólogo de fuerte entonación oral (dice Bioy: “En la conversación, uno está sostenido por el sentido común del otro; en el soliloquio no hay apoyo”, a lo que Briante contesta, radiografiando la relación entre Bioy y Borges y las diferencias entre monologuistas y conversadores: “Será por eso que él habla como escribe, y usted escribe como habla”).
Con Borges, por último, el tema parece ser la corrección y el fastidio de muchos cuando “retocó” varios de sus textos canónicos en las Obras completas (“¿Por qué no hacerlo? ¿Sería mejor simular que me siguen gustando esas negligencias?”, dice Borges, frase que podría haber repetido el propio Briante sobre su corrección de Kincón). Pero poco después la conversación deriva en otra dirección. Dice Briante: “Hay dos tipos de lectores suyos: el que defiende sus relatos orilleros, y los que eligen su costado metafísico, digamos”. Borges empieza a titubear y Briante insiste: “¿Hay una monotonía esencial donde podrían juntarse esos costados?”. Monotonía esencial. Rara elección de palabras, aparentemente. Pero no: Briante sabe bien de qué está hablando. El año es 1974 pero Briante ya está pensando en el boliche de Arispe, ese lugar de su obra (no la de Borges) donde se juntan lo orillero y lo metafísico, justamente porque no pasa el tiempo, porque hay una monotonía esencial hecha de puro espacio y atemporalidad, y un elemento más, el último de su ars poética, que Briante enuncia en una nota breve, de principios de los 80, con el acápite “Al margen” y a propósito de la existencia o no de una literatura latinoamericana.
En ese texto de menos de setenta líneas, Briante recuerda haber cruzado alguna vez la cordillera a caballo, más allá de Esquel, y en medio de la montaña, del lado chileno, en un pueblo llamado Futaleufú, pide ver al habitante más viejo del pueblo, quien le dice: “Conozco mucho su país. Yo era tropero. Resero, como dicen ustedes. Una vez salimos con una tropa de acá y nos atajó el Atlántico allá por Comodoro”. Briante se maravilla con el verbo, piensa: “Si no fuera por el Atlántico, adónde andaría ese paisano”. Y ese recuerdo le trae otro recuerdo, de un arrabal del DF, donde un mexicano le dice a otro: “Guárdeme este cuchillito”, mientras lo apuñala, bajito, sin gritar. Briante no sólo incorporará esas palabras al final de Kincón. Además, remata su nota diciendo: “He visto hombres como ése, y escuchado frases como ésa, en la provincia de Buenos Aires y en Corrientes, en el Turdera de Borges y el Santa María de Onetti, en el Comala de Rulfo y en los pueblos donde mueren los personajes de Arguedas”. Y agrega: “Mientras esa habla de lacónica fatalidad cimienta secretamente las únicas pero hondas zonas donde nos parecemos, los literatos y teóricos levantan un andamiaje verbal para narrar las selvas y los ríos (como si esas selvas pidieran necesariamente prosas enmarañadas, como si esos ríos pidieran palabra caudalosa) para especular sobre la existencia o no de una literatura latinoamericana”.
Ahora, por favor, fíjense en la página 196 de Ley de juego. El cuento se llama “De más lejos”, está dedicado “a don Enrique Wernicke”, tiene apenas cuatro carillas y transcurre, como no podía ser de otra manera, en el boliche de Arispe. Los parroquianos están mirando el fuego y viendo historias en las llamas, o usando los dibujos del fuego como excusa para contar una historia. Llega entonces un forastero, deja pasar un rato hasta que los demás se familiarizan con su presencia, y entonces dice: “Me dijeron que acá uno viene y cuenta su historia. Y que se la escucha, me dijeron”. Los demás no se la hacen fácil, pero al fin consienten: “A ver”, dice Arispe. Y el forastero: “Que de noche sueño que acá adentro me está creciendo una víbora, y que cada noche se hace más grande y más grande y a mí no me importa y lo único que quiero saber es si cuando de tan grande que sea la víbora yo me muera, lo único que quiero saber es si la víbora vivirá”.
Vivirá, Miguel. Por suerte, vivirá.
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